Y así el odio está condenado a la suerte lamentable de no poder dormirse jamás bajo la mesa. CHARLES BAUDELAIRE
Lo más importante es que ames a los otros como a ti mismo, eso es lo que importa y eso es todo, nada absolutamente nada más es necesario, apenas eso se encuentra, todo se resuelve. FIÓDOR M. DOSTOIEVSKI
Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? SIGMUND FREUD
El doble ciclo de tributo a Akira Kurosawa (A. K.), desde la bóveda interdisciplinaria de La Fábrica de Sueños, vía Cine-Club Al Filo del Tiempo, avanza con Tengoku to Jigoku (1963) o Cielo e infierno, filme retitulado El infierno del odio o La casa de la colina o Arriba y abajo, lo que ya de entrada alude al combate entre ricos y pobres, poseedores y desposeídos, en fin, a la lucha de clases: ese ‘motor de la Historia’, Marx dixit. Obra a caballo entre thriller, suspenso y drama psicológico, con pocas fallas y unas excelsas virtudes desde lo fílmico, lo narrativo, lo filosófico, sin olvidarse, claro, del zen meditativo como soporte del discurso del ‘hombre del rencor’, el secuestrador Ginjirô Takeuchi, por contraste con el ‘hombre de la nobleza’, el empresario Kingo Gondo. Ambas voces, desde la óptica de Nietzsche, hombre de la nobleza y hombre del rencor: ésta que asocia con corderos, ovejas enfermizas, esclavos, hombre vulgar o pueblo bajo (1). Takeuchi es la persona que hizo del odio su motor de vida.
Luego de El ángel ebrio (1948), El perro callejero, no rabioso (1949) y Los canallas duermen en paz (1960), que puede considerarse su etapa intermedia, con El infierno del odio (1963) A. K. hizo su cuarto filme de cine negro: esta vez basado en King’s Ransom o Rescate del rey (1959), de Salvatore Lombino (1926-2005), llamado Evan Hunter, a partir de 1952, y quien usó el alias de Ed McBain para la mayoría de sus obras como escritor y guionista. Pasó de Lombino a Hunter convencido de que sus novelas eran rechazadas por los ‘prejuicios contra escritores con nombres de extranjeros’ y agregaba: ‘Si eres ítalo/[gringo], se supone que no eres culto’. O sea que los cuatro guionistas, Eijirô Hisaita, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni y A. K., trasladaron la historia al Japón de posguerra y a su desarrollo económico. Por creer que de un guion malo no sale un buen filme, A. K. y sus amigos crean aquí uno casi sin fallas, con vueltas de tuerca, ambigüedades y contrastes sorpresivos a partir de los personajes.
Kingo Gondo es lo que se llama un Self-Made-Man u hombre-hecho-a-sí-mismo, como dicen los gringos para referirse a tipos que han hecho fortuna de forma muy dudosa (Donald Hitler Trump, for example), o hechos a pulso, como se dice acá para elogiar virtudes muchas veces inciertas. Su casa/mansión se ubica en una colina y allí vive con su esposa de alta cuna y su pequeño hijo Jun, desde donde divisa suburbios, zonas deprimidas y mugrientas, como las que se ven en los tres filmes negros ya citados. Pero, por razones de dialéctica, lo que se capta desde la opulencia lo puede captar la humildad desde abajo: he ahí el Leitmotiv del filme, el choque entre el rico empresario y el aprendiz de enfermería, adicto a la heroína, luego secuestrador y asesino. El primero, símbolo del cielo, la altivez, la riqueza y lo erótico, que emergió como por generación espontánea; el segundo, emblema del infierno, de su sucedáneo el odio, la morbidez, en fin, lo tanático, que viene a hacer desafortunados a los afortunados…
Gondo es un hombre seguro de sí, aunque no se sepa con certeza de qué, que se jacta de sus logros comerciales, mientras su esposa pasa discreta, así sea su familia la que surta la dote. La misma mujer que, como dice aquél, no sabe qué es la pobreza, que nació en cuna de oro, con carros, buena ropa, comida, criados, etc. Así que él sí podría empezar otra vez, mientras ella no, cree. Sin embargo, en su ecuanimidad, la propia de la nobleza no simulada, y con su sensibilidad femenina, le dice que no, que puede, porque ‘¡no me importa el lujo!’. He aquí un segundo ejemplo de la sempiterna lucha de clases: pero, no la del combate diario cuerpo a cuerpo, sino la de aguantarse por necesidad o por una suerte de amoroso masoquismo: ese raro oxímoron. El primer clímax se presenta a partir de un caso fortuito que origina, primero, un trauma psicológico y, segundo, un thriller y un suspenso al mejor estilo Hitchcock, aunque sin sesgos ideológicos respecto al reaccionarismo ni concesiones al dualismo/maniqueísmo.
Tal caso fortuito no es otro que el secuestro de Jun, el hijo de Gondo, que termina siendo el de Shinichi, el hijo de Aoki, chofer del hombre de negocios. La impotencia que surge en Jun, así su amigo sea de otra clase, es la misma del espectador cuando ve volver a aquél, solo, de sus juegos de vaqueros, a la gringa, situación en la que un saco de lana, un buzo, parece ser el objeto que confundió al secuestrador e hizo que se llevara al hijo equivocado. De esa equivocación, a su vez, deriva un drama, un trauma, una verdad irrefutable: que la desgracia, parece ser la convidada natural de los desposeídos. La gloria o el cielo sería la herencia natural de los dioses para los afortunados; la pena o el infierno, el caldo de cultivo normal del diablo para los maldecidos. La primera parte, que transcurre a la manera del filme El enemigo de la clase (1983), de Peter Stein (2), en una sola locación, pese al predominio de la dramaturgia teatral y a una casi estática cámara, sigue entre prisa y lentitud a los personajes.
La segunda parte del filme está a medio camino entre el documental y la investigación e incluso la pedagogía. Con Gondo desaparecido de momento, la historia se centra en los pormenores de la investigación para dar con el secuestrador y con su paradero, aunque ya antes A. K., sin dilaciones, muestra a Takeuchi husmeando la prensa mientras intenta repeler la contraofensiva de las autoridades. Distintos integrantes del cuerpo policial explican sobre los distintos aspectos envueltos en la investigación: el lugar de vivienda del secuestrador, las distintas líneas del tren, las cabinas telefónicas del lugar, la isla por la que pudo pasar Shinichi, en fin, los distintos usos y aplicaciones del éter, tanto a nivel personal (el niño fue dormido con base en él) como industrial: aquí, aun con sus aciertos ‘científicos’ y propios del quehacer policial, no obstante, el filme se resiente por lo extensivo de la disertación. He ahí una de las pocas fallas narrativas, de puesta en escena y de montaje. De resto, impecable.
Entre la primera y la segunda parte, ocurre la secuencia en el tren para entregar el rescate de los 30 millones de yenes, que van en dos maletas con una característica específica que determina el secuestrador Takeuchi: deben tener menos de siete cm de espesor, esto con dos fines: 1. Para que vayan 15 millones de yenes en c/u de las maletas. 2. Para que Gondo pueda lanzar las maletas desde el tren, cuyas ventanas tienen, justo, siete cm de apertura. En el afán de rescate de Shinichi, protagonista, policías y espectadores, todos, suben al tren que entraña un evidente homenaje al filme La rueda (1923), de Abel Gance (3), el mismo de Napoleón, pionero de la pantalla dividida, obra que usó revolucionarias técnicas de iluminación y que describe el rescate, tras un desastroso accidente, de la pequeña huérfana Norma por parte del ingeniero ferroviario Sisif, quien la adopta y con el tiempo se enamora de su propia hija no biológica. A. K. introduce una única toma en color, la del humo rosado, en su filme en b/n…
Aun con la sapiencia de tantos otros cineastas en el manejo/movimiento de cámaras, como Griffith, Chaplin, Preminger, Ford, Truffaut, Fassbinder, Haneke, la verdad es que A. K. es heredero natural de tales destrezas. El movimiento de cámaras en A. K. se caracteriza por dos factores: el propiamente dicho con base en travellings de izq. a der. y viceversa, para reunir o dispersar a los personajes, con base en argumentos o diálogos funcionales con la dramaturgia; y el movimiento mismo de los actores, que los pone en armonía o en conflicto según sean las necesidades de empatía o de corte dramático que requiera la historia que se cuenta o el filme mismo. Caso frecuente en el caso de El infierno del odio, justo cuando Gondo, su esposa y su hijo Jun ya saben que el secuestrado es Shinichi y viene el trauma para ambos niños y el drama para el espectador que, como los propios personajes, no sabe de qué lado estar: como ellos, los personajes, según sus intereses, proyectan ya una imagen, ya otra.
Tal como pasa con Kawanishi, sobre quien gravita el poco delicado encargo de llevar el cheque por 50 millones de yenes a Osaka, para que el primero pueda hacerse al 47% de las acciones de la empresa de zapatos que habrá de competirle a Zapatos Nacional, cuyos otros dueños sólo lograrían un 46%, para un control menor de la empresa. Cuando Kawanishi discute con Gondo, y el espectador detecta una empatía tácita entre el mensajero y su esposa acerca de la necesidad de que cambie el destino del dinero del rescate hacia Shinichi, viene una vuelta de tuerca tan sutil como brutal en la percepción que del ‘traidor’, así lo llama Gondo, se pueda tener ahora: y eso es obra de la maestría de A. K. tanto a nivel de la narrativa fílmica, como de la construcción de personajes exentos de sesgos ideológicos o maniqueístas. En cosa de minutos, si no de segundos, Kawanishi ha cambiado su rol dramatúrgico, y del ser sensible y colaborador deriva en persona interesada, eso sí, sin pasar a objeto de estigma.
Volviendo al filme El infierno del odio, cabe recordar un hecho crucial: cuando para sorpresa de todos, Jun reaparece en la mansión, con sus botas y sus pistolas de sheriff gringo, ya que el secuestrador raptó (aún no se conoce su nombre), como se dijo, por error a Shinichi, el hijo de Aoki, conductor de Gondo, dicha situación no modificará la conducta de Takeuchi pues persiste en exigir el pago del rescate o de lo contrario matará al niño. Ello hace que Gondo se vea inmerso en el dilema de optar por gastar la millonaria cifra para adueñarse de la empresa o verse abocado a su ruina económica por salvar a un hijo ajeno. Otro factor de tensión dramática y psicológica para Gondo, en primer lugar, y su negativa inicial a hacerlo, como luego para su esposa, para ambos niños ahora en distintas orillas y para el padre de Shinichi, Aoki, quien es presa de una neuropatía producto del estrés acumulado a causa de una situación imposible de controlar por las y sus dudas frente a la identidad del secuestrador.
La misma neuropatía que, en el epílogo, afectará también a Takeuchi cuando llame a Gondo para contarle los motivos de su odio hacia el empresario. Por contraste, desde el inicio A. K. se vale del humor para tratar de minar la acidez de un asunto de por sí amargo. Entonces, alguno de los detectives se refiere al caso de Shinichi, en su canje fortuito, se reitera, por Jun, como ‘el caso más inteligente que he visto: secuestrar a cualquier niño y pedir el rescate a cualquier hombre rico’. Y otro expresa que tiene razón pues no es chantaje, ni secuestro por interés, sino simple secuestro, por lo que sólo le caerán, al secuestrador, cinco años como mucho. A. K. pretendía con su filme denunciar las penas tan cortas por secuestro en Japón: los autores tenían como límite tres años de cárcel, a condición de que la víctima no muriera. Luego se supo que dicha denuncia incrementó el número de secuestros allí, lo que conduce a la necesidad de repensar la ocasión de lograr ciertas repercusiones en temas tan sensibles…
A Gondo, todo ello le parece una broma y una estupidez pues ese hombre no puede salirse con la suya. Y le dice al inspector Tokura que no es sólo dinero lo que ese tipo quiere de él. Sino que quiere verlo humillado, verlo sufrir, obligándole a tirar el dinero que tanto le ha costado ganar: ‘¡Lo que quiere es reírse de mí! ¡No pienso permitírselo, de ninguna manera! ¡No pienso pagarle!’ La esposa de Gondo, en tanto mujer, está del lado de que se pague el rescate, como se pensaba hacer si se tratara de Jun, su propio hijo. Entretanto, Gondo, quien tan decidido está a no pagar el rescate, de forma inesperada, como Kawanishi, encarna otra vuelta de tuerca para disipar cualquier asomo de maniqueísmo en el actuar de los personajes pues no se trata de estereotipos sino de seres humanos con aciertos y errores, igual que del interés de A. K. por darle prioridad a las personas sobre las cosas, como ya lo creía Marx. Así, quien aparenta ser un ente metálico, así como su mujer no es plástica, deviene humano.
Por contraste, Takeuchi hace suyo lo peor de la condición humana: rencor y ánimo de venganza, envidia e impotencia, sentimientos que lo llevan a la neuropatía y al odio en su más acendrada expresión, como se verá al tratar la secuencia final sobre su diatriba contra Gondo antes que diálogo con él. Gondo, por su parte, carga el fardo, en este caso, de la pasividad, así al mismo tiempo se vea asaltado sin tregua por la impotencia. En particular, cuando choca con su esposa y le enrostra que el lujo es lo único que ella ha conocido y por eso puede hablar de pagar 30 millones de yenes; entonces le grita: ‘¡Es egoísmo! ¡Complaces a tus propios sentimientos!’ Ella lo niega y le replica que, si acaso no siente nada por Aoki, con lo cual su actitud compasiva, o su interés por las personas, se estrella con la avaricia de Gondo, con su codicia o interés por las cosas materiales para desplazar a las personas: choque ya previsto por el marxismo, y que A. K. conocía, con respecto al capital y al dinero en sí…
Como subraya Marx al final de los Manuscritos […] de 1844 (4), justo en el capítulo Dinero: “[…] el dinero, al poseer la cualidad de poder comprarlo todo, de apropiarse todos los objetos, es el objeto, en el sentido eminente de la palabra. El carácter universal de su cualidad es la omnipotencia de su ser; se trata, por tanto, de un ser todopoderoso… El dinero es el alcahuete entre la necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre. Y lo que sirve de mediador de mi vida, me sirve también de mediador de la existencia de los otros hombres. Es para mí el otro hombre”. (…) “Si el dinero es el vínculo que une a la sociedad, a la naturaleza y a los hombres, ¿no es el dinero el vínculo de todos los vínculos? ¿No puede atar y desatar todos los lazos? ¿No es también, por ello […], el medio general de la desunión? El dinero es la verdadera moneda fraccionaria, […] el verdadero medio de unión, la fuerza galvano-química de la sociedad. De ahí que el odio de Takeuchi por Gondo no sea gratuito…
Máxime si se consideran las dos cualidades que Marx destaca en Shakespeare acerca del dinero, y que guardan estrecha relación, como se verá, con la percepción que Takeuchi tiene de Gondo: “1) es la deidad visible, que se encarga de trocar todas las cualidades humanas en lo contrario de lo que son, la confusión e inversión general de las cosas; por medio del dinero se unen los polos contrarios; 2. Es la ramera universal, la alcahueta universal de hombres y de pueblos”. El dinero es, en suma, la esencia genérica alienadora, enajenadora y enajenante de los hombres. Es la capacidad enajenada de la humanidad. A esa potencia enajenante justo se opone Gondo, en especial cuando decide ayudar a Shinichi, y a la vez por ella lo ataca Takeuchi al descargar toda la potencia de su odio de clase. Por eso, cuando le pregunta si se alegra de que vaya a morir, a Gondo sólo le queda preguntarle: ‘¿Por qué debemos odiarnos?’ Takeuchi no lo sabe pues nunca se analiza: así, su odio no podrá dormirse jamás bajo la mesa.
Olvida, de paso, que quien busca por dentro, hace más fácil sanarse por fuera. Olvida, también, despojarse de los prejuicios y de tal modo poder ignorar que Gondo lo mire como si sintiera piedad por él cuando no la necesita; razón por la cual, de paso, rechaza al cura que busca su arrepentimiento y su piedad. Entre los motivos de su odio, Takeuchi recuerda que su cuarto era tan frío en invierno como cálido en verano y por ello no podía dormir. A ello se sumaba el desprecio por su madre, muerta el año anterior, lo que le evitó tener que soportar ‘su patético lloriqueo’. Desde su minúsculo espacio, la casa de Gondo en Yokohama parecía el cielo: de ahí el título original del filme, Cielo e infierno: como el homónimo del ensayo de A. Huxley (1956) y que figura junto a Las puertas de la percepción (5), sobre su experiencia en México con mezcal/hongos y otros potajes. Los temblores en las manos de Takeuchi no obedecen a droga alguna, sino que es una reacción fisiológica por su aislamiento prolongado.
De ahí se infiere que el secuestrador es una suerte de samurai, practicante del bushido con relación a ciertos preceptos del código guerrero y a la par del budismo zen, sólo que esta vez no van bien encauzados, sino en auxilio del delito. 1. Aunque no tenga padres, hace del cielo y del infierno sus padres. 2. Aunque no tiene poder divino ni parece creer en dios alguno, hace de la honestidad (así esté filtrada por el delito) su único poder. 3. Aunque no tiene enemigos, hace de la imprudencia su único enemigo. 4. Aunque no tiene castillos, hace de la firmeza mental su castillo. 5. Aunque no tiene espada, hace de la acción de su mente una espada (6). Por otra parte, Takeuchi, a su modo, incorpora del budismo zen o meditativo su propio modo de ver a la muerte sin miedo; también, el desapego al mundo material, el interés por lo absoluto, la búsqueda (parcial) del autoconocimiento, la toma de distancia frente a temores, inseguridades, y fallos que puedan derivarse del apego a lo mundano y a lo material.
De lo anterior se desprende que Takeuchi no pueda amar a sus semejantes como a sí mismo ni, por ende, pueda ir más allá, mucho menos a lo fundamental, de ahí que le resulte imposible ordenar su existencia, como se puede extrapolar de lo dicho por Dostoievski en El sueño de un hombre divertido (7). Todo ello lleva a los temas que aborda El infierno del odio: el apego a las cosas, más que a las personas y, en particular, al maldito metal, esa vil ramera de los hombres, que enloquece a los pueblos, a los que refiere Shakespeare en Timón de Atenas, aludidos por Marx en los citados Manuscritos de 1844 (8); avaricia/codicia/soberbia, todo en una como en Fuenteovejuna (1619), de Lope de Vega (9), drama/emblema del poder del pueblo contra opresión, injusticia, en fin, atropello: el mismo que, por paradojas de la vida, Takeuchi ejerce sobre Gondo, en negativo, afanado por equilibrar la balanza socio/política, sin advertir que el atropello le concierne a él y no a quien busca vapulear, humillar o someter.
En conclusión, ya en la década del 60 del XX, A. K. constató que el thriller no era una exclusividad gringa. Así, a la vez que Costa-Gavras echaba por tierra el falso prestigio de las entidades del Poder en filmes como Z (1968) o Él vive (el diputado Lambrakis que enfrentó a la Dictadura de los Coroneles en Grecia), según la obra de Vassilis Vassilikos (10), el Film Noir francés producía clásicos como los de J. P. Grumbach, alias Melville, Bob, el jugador (1955), El samurai (1967), El círculo rojo (1970); El clan de los marselleses (1972), de José Giovanni; o Borsalino & Cía. (1974), de Jacques Deray. Frente a tal panorama, fue que A. K. adaptó El rescate del rey, cuyo resultado fue El infierno del odio, filme a ratos lento, en su lado didáctico, y trepidante y sin fisuras en otros, en su guion y puesta en escena como en la secuencia del tren, sin nada que envidiar al cine negro/gringo: La mujer del cuadro (1944), de Fritz Lang, Los asesinos (1946), de Robert Siodmak, Bajos fondos (1961), de Sam Fuller.
Tras presenciar la encarnizada batalla, aunque por tramos silenciosa, entre la opulencia y la pobreza, la nobleza y el rencor, en fin, el hombre como lobo para el hombre, no hay duda sobre la eficacia de A. K. en la creación de personajes, la producción de atmósferas, el poder para mostrar los abismos del ser humano: como cuando se asiste a ese antro de heroína, en el que las mujeres parecen zombis, como las que hoy consumen fentanilo, en cualquier esquina del planeta Tierra, mientras los políticos se divierten contando sin mirar las víctimas de las que ellos, en buena parte, son responsables pero se las achacan a su contradictor, opositor o enemigo y, al cabo, todos terminan como Pilatos, sólo que lavados en sangre, no con agua. Tampoco puede obviarse la destreza en el manejo simultáneo de cámaras, para describir una situación, revelar un aspecto oculto de sus personajes, narrar un hecho con imágenes y sin palabras. Como cuando Gondo queda solo en la sala, mientras los demás continúan reunidos.
En dicha secuencia, lo que importa es el hecho de que un hombre (en modo niño) está en peligro, como le gustaba definir el cine a Mr. Hitchcock, ese único patán soportable del oficio. Pero también, no se olvide, hay un adulto, Gondo, enfrentado al joven aprendiz de enfermería Takeuchi, quien se ha desviado de sus objetivos nobles, altruistas, filantrópicos, en suma, humanistas y ha caído en la red de esa lacra llamada heroína. Lo que ya hace del suyo un actuar dentro de morbidez, chantaje, impiedad, lo que permite ver casi como hecho natural que, una vez condenado a muerte, le pida a Gondo que lo visite en la cárcel, porque le gustaría que pensara que ha muerto nervioso o llorando. Antes le ha esbozado el croquis de su sentir al señalar que viendo su casa en la colina empezó a odiarlo hasta que, por último, ‘el odio hizo que mereciera seguir viviendo’. Pero, ¿es eso vivir? Parece ignorar, o no le importa, que el infierno del odio es para quien lo provoca, no para el receptor o provocado…
Al thriller, se suman el suspenso y el drama psicológico, ante todo en la secuencia final con Takeuchi enfrentado a la muerte, con ella pisándole los talones, supeditado a ella en tanto sorpresa desagradable. Y, sin embargo, sostenido por la soberbia y el rencor, combate contra la vanidad y el discreto encanto de la pequeña burguesía, encarnado por ese hombre tan seguro de sí mismo, que más parece prestado que dueño de sí. Que aun con la distancia social que los separa, se hallan de momento en un mismo tinglado: como lo sugieren las imágenes superpuestas de ellos en el cristal de la celda del secuestrador. Sus rostros se funden en uno solo, sus identidades parecen intercambiables, c/u parece estar en el lugar equivocado, así uno siga, al menos en teoría, en la vida y el otro vaya hacia el inexorable lugar de la muerte, por decisión de unos jueces tan humanos y a la vez despiadados como cualquier otro sujeto. ¿Será que el fatum del desafortunado está definido a priori o no por la suerte del afortunado?
En El malestar en la cultura Freud se preguntaba si después de constatar las experiencias de la vida y de la Historia, alguien se atrevería a refutar que el hombre sigue siendo lobo para el hombre (11) y uno viendo a un sujeto como Takeuchi pudiera pensar que eso sólo atañería a él, corre el riesgo de equivocarse en tanto han sido, para infortunio de obreros y trabajadores, humillados y ofendidos, oprimidos y maltratados, sujetos como Gondo los que han incidido en peor forma para que la Humanidad esté tan postrada como está, a merced de opresores, élites y tiranos, sin nadie que remedie la situación. Aun así, la única situación de poder en que Gondo está con respecto a Takeuchi es la del cambio personal que lo habita, al ver la desgracia ajena de quien no fue capaz o no tuvo la voluntad de poder necesaria para dejar atrás prejuicios de clase y dedicarse a mejorar su vida, si no a cambiarla, para elevarse a la condición de ser humano, sujeto de dignidad y no objeto de la violencia, la droga o la muerte.
Para terminar, El infierno del odio es un filme sin final feliz ni moraleja al frente: tan sólo la verificación del choque entre el bien y el mal, sin ardides maniqueos, y con una fluidez tanto narrativa y visual, gracias a un guion que parece resistir a convertirse en cadáver exquisito y al movimiento de cámaras que logra plasmar la idea de Otto Preminger sobre el filme ideal: aquel que por los efectos mismos de sus planos hace olvidar dicho movimiento por el camino. Al fluir de la trama, a la forma de ir soltando personajes e historias, música, ruidos y sonidos, se suma la capacidad de alternar empatía y desencuentro, quietud y movimiento, expresión e inexpresividad. Detrás de todo ello, subyace la potencia para producir alegría y desazón, emoción y dolor, caídas y clímax dramatúrgicos, sin crear apócrifas expectativas ni producir engaños facilistas y antes bien, por contraste, permitir comprobar que, pese al inconsciente deseo de G. Takeuchi, el odio, bajo ningún motivo, hace que merezca la pena seguir viviendo.
A mi padre, Luis Jorge, más que a su memoria, en sus 106 años de nacido: 22.feb.2024.
A Santiago, hijo adorado, ser humano integral ajeno por completo al odio o a la envidia.
A Marthica, mujer sin la cual el disfrute de la existencia no sería pleno: apenas parcial.
Notas, enlaces y bibliografía:
(1) http://codigocine.com/el-infierno-del-odio-kurosawa/
(2) Con fotografía del alemán Robby Müller. https://www.imdb.com/list/ls085369615/?ref_=tt_rls_4
(3) La Roue, filme cuya versión original duraba siete horas y media o nueve, y que se lanzó el 17.feb.1923.
(4) MARX, Karl. Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Grijalbo, México, 1968, 160 pp.: 155 a 158.
(6) PUIGDOMÈNECH, Jordi, EXPÓSITO, Andrés, JIMÉNEZ S., Carlos. Akira Kurosawa – La mirada del samurai. Ediciones JC, PDF, 224 pp.: 82-83.
(7) DOSTOIEVSKI, Fiódor M. El sueño de un hombre divertido (o ridículo). Panamericana Ed., Bogotá, 2008, pp. 155 a 223: 222. En: Cajón de cuentos, libro donde además aparece El cocodrilo, pp. 33 a 153.
(8) Íbidem, Nota 4, 160 pp.: 156.
(9) https://www.resumenlibro.com/fuenteovejuna
(10) VASSILIKOS, Vassilis. Z. Ed. Sudamericana, Bs. Aires, 1974, 439 pp.
(11) https://drive.google.com/file/d/1ppH0eOC-loN_vZKGKFa70PwwuWylaems/view
FICHA TÉCNICA: Título original: Tengoku to Jigoku. En español: Cielo e infierno / El infierno del odio / La casa en la colina / Arriba y abajo. País: Japón. Año: 1963. Gén.: Thriller / Suspenso / Drama psicológico. For.: 35 mm; b/n; 143 min. Dir.: Akira Kurosawa. Guion: A. K. / Eijirô Hisaita / Hideo Oguni / Ryuzo Kikushima, basados en El secuestro del rey, de Ed McBain. Mús.: Masaru Satô. Fot.: Asakazu Nakai / Takao Saitô. Prod.: Ryuzo Kikushima / A. K. / Tomoyuki Tanaka. Mon.: A. K. Int.: Kingo Gondo (Toshirō Mifune); Esposa de Gondo (Kyôko Kagawa); Inspector Tokura (Tatsuya Nakadai); Detective Arai (Isao Kimura); Secretario de Gondo (Tatsuya Mihashi); Ginjirô Takeuchi (Tsutomu Yamazaki). Prod.: Tōhō / Kurosawa Production Co. Dist.: Tōhō. Estreno: 1.mar.1963, Japón.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento. (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine, de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín Cultural de EE, 5.jun. 2012; columnista, 23.mar.2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por la UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con su ensayo sobre MZO y su novela Changó, el gran putas, fue lanzado por la UFES, el 20.feb.21. Invitado por Pijao Editores al Encuentro Nacional de Narrativa Colombiana vista desde las Regiones (Ibagué, 1º a 4 nov.23) Invitado por la UFES al Congreso Literatura, Soberanía Nacional y Multipolaridad (Vitória, Brasil, 25.nov.23). Autor en ARC, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en Rebelión, Magazín EE, Las2Orillas.
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