Quisiera compartir con vosotros las reflexiones que me han surgido a partir de este libro que presentamos hoy, un poemario arriesgado y que anima a la indagación en la palabra y en el papel de la memoria, entre otras múltiples cuestiones. todo tanto está conformado por un tríptico, cuya primera sección se titula todo , […]
Quisiera compartir con vosotros las reflexiones que me han surgido a partir de este libro que presentamos hoy, un poemario arriesgado y que anima a la indagación en la palabra y en el papel de la memoria, entre otras múltiples cuestiones.
todo tanto está conformado por un tríptico, cuya primera sección se titula todo , la segunda tanto y la tercera y última todo tanto , como el libro en sí, y es la derivación natural de la unión de las otras dos precedentes. Intentaré explicitar esta idea. Y para no excederme, dejaré de lado la coda que cierra el libro, un manojo de luminosos aforismos que cuestionan la tarea del poeta especialmente focalizada en la búsqueda del estilo, para animar al trabajo crítico radical del lenguaje, pulverizando la diferencia entre lenguaje y vida, pero que nos llevarían por otro derrotero.
Si de un cuadro se tratara, la primera parte del tríptico, todo , lleva un subtítulo entre corchetes que apunta una definición ambigua, [fallido]. Esta sería la zona de oscuridad, fantasmal, que mira detrás, a las nieblas del pasado. ¿Por qué? Porque «fallido» significa tanto aquello que no resultó como se esperaba, que algo no alcanzó la finalidad que se proponía, como también alude a la idea de «acto fallido», el lapsus verbal que revela lo que habita en el inconsciente y que la censura del yo no consigue evitar que escape (y tratándose de la escritura de un poeta, y de un poeta con el dominio de Arturo Borra, no hay palabra inocente).
Esta sección se define por el peso pertinaz de lo que ha pasado antes del destierro. Porque la voz que nos convoca aquí es la que pertenece al desterrado, en el tiempo y en el espacio, de la Historia y especialmente del lenguaje, al que solo le pertenece la afonía del pasado, lo que no se puede transmitir ni verbalizar, los escombros de la experiencia. Que, no obstante, retornan sin dar sosiego. El yo se debate en un atolladero de la experiencia; del pasado del que sabemos que es el «altar de las fábulas» solo queda lo que no pudo ser, lo que resta, el barro y la asfixia. Tanta experiencia desborda y no se puede asimilar, verbalizar. Interroga así el poeta: «Qué cauce tiene lo propio en un río de desapariciones»… Ha de aprenderse a ser en lo que se escapa, en lo perdido.
Esta noción lleva a la identificación con los demás desplazados, moribundos; la «materia famélica» del ser es la que hermana, da una identidad en la persecución, en el extravío, en lo muerto y desaparecido. Esta semilla que se siembra aquí germinará en el final del poemario. Bajo el desastre planificado que acosa a las víctimas, de cualquier índole, la huida puede ser un bálsamo: «no hay alambre que detenga el salto», aunque no se pueda articular, pronunciar la herida que inflige el mundo.
Si el cuadro que abre el tríptico evidencia la oscuridad, la pérdida, el ahogo, al alcanzar el segundo y más breve apartado del libro, tanto , señalando lo [inadvertido] com subtítulo entre corchetes, nos encontramos con una zona de penumbra donde se hace visible una grieta, que permite la entrada de una mínima luz. Aunque «persisten los desórdenes de la soledad» es posible «detener esa procesión de espectros». Es decir, es factible tramar una estrategia para sobrevivir, poder abrigar la ausencia y urdir/urdirse en esos fragmentos, rehacerse a partir de los escombros, lo inadvertido, que puede llegar a convertirse en nuestro puntal. No todo está anquilosado y resulta irrespirable, impronunciable. Hay que robarle al duelo y buscar, conjugar verbos nuevos, nuevas palabras. Y si no es posible dar con la expresión necesaria, sí lo es «escuchar tu silencio», porque la escritura debe volver a atravesar el «silencio ilegible», dar un sentido a lo que resulta imposible expresar salvo mediante aullidos.
El oficio de sobrevivir radica en gran parte en reanimar las palabras, quitarlas de la asfixia, devolver el calor al lenguaje. Entonces «la caída» se convierte «en paso» para salir de «la patria pulverizada». Y aunque no haya más suelo que el tránsito, es preciso reencontrar la pertinencia del lenguaje, aunque más no sea a través de sus ventanas rotas, a la intemperie.
Y alcanzamos el apartado tercero, todo tanto que aclara también entre corchetes que se trata de los [resquicios]. ¿Cuáles? ¿Resquicios de la vida, del lenguaje, de la memoria, de la política? Aquí lo primero con que nos encontramos es con la metamorfosis de ciertas presencias del pasado, se trata de imágenes benefactoras que le pertenecen, un «riachuelo donde bañar la infancia». Lo que lleva a «remover lo enterrado». El pasado se presenta y nos interpela: «lo lejano está próximo».
La voz poética afirma que el refugio «sólo existe como fuga». Pero hallamos otra definición clarividente: «un pozo es además cantera».
En esta zona de todo tanto, el destierro inicial (de un lugar, de una época, de un momento histórico) que encontrábamos en la apertura del libro, se transforma en diáspora. ¿Qué quiero decir con esto? Que la experiencia lo atraviesa y lo fusiona con los demás, en el tiempo y en el espacio. La diáspora da un sentido colectivo al destierro: supone la contingencia de los hechos y la genealogía, que emparenta con los antepasados, con los coetáneos y especialmente con los descendientes. Así aparecen poemas cuajados de verbos que tienen que ver con los brotes, la siembra, la germinación, el presagio de una simiente («para que alguien crezca») y explícitamente la referencia a la infancia, tanto del Yo poético (aquí se recupera el sentido etimológico del verbo re-cordar, que significa «volver a pasar por el corazón») como de su descendencia.
Se adivinan entonces cuáles puedan ser los resquicios para sobrevivir: el cuerpo con su respiración, la capacidad de soñar, la relación con los hijos (volver a ver a través de sus ojos), los asedios que declinan, la asfixia que se aligera…: «lo que fue afonía será obertura».
Pertenecer a una diáspora abriga un poder potencial: moviliza el pasado como el presente y por consiguiente el futuro; también el lugar original como el de residencia, uno o múltiple. Y el sentido de esa noción, que implica una identidad y una lucha, asimismo es asumido en todo tanto: hay que «hacer madriguera: seguir cavando otros túneles» […] «como una guerrilla nocturna insistiendo en otra vida».
Se vislumbra así otra vida que es posible en los resquicios: se puede balbucear, imaginar, avanzar en lo no vivido aún, en la ligereza y la posibilidad del espacio y del tiempo nuevo, «en la respiración de los otros» .
Y marco la ligereza en oposición a la gravedad, al peso por lo perdido, lo desaparecido, los fantasmas de la memoria. En el presente se pueden hallar el destello de lo fugaz, el florecimiento, un modo de aprender a vivir en el tránsito permanente. Y transformar el dolor en germinación, como la «primavera tardía, floreces en un árbol talado».
Entre los resquicios de este apartado del libro nos encontramos con un neologismo muy señalado, luminoso: «experienza», término que aúna experiencia y esperanza. Y estos contenidos se fusionan en la tarea de enseñar los nombres de las cosas a un hijo o en «urdir una manta para los que vienen llegando». Será la calidez del afecto, la micropolítica cotidiana de la ética. Así lo explicitaba Arturo Borra en una entrevista realizada por Laura Giordani cuando le preguntaba sobre la posibilidad actual de construir un contramundo, a lo que respondía: «se trata de vivir ahí, en esa ética de lo real. No se trata de una ética ligada a mi mundo particular, sino del deseo de construir un contramundo que nos implica junto a los demás, en ese campo de batalla que es el mundo cotidiano». Es decir, a través de los afectos y de la vinculación con los demás, con nuestras carencias y limitaciones, hacer otro tiempo, otro mundo posible.
El calor del afecto es el que da respiro y nos permite aprender «a habitarse», quererse, conocerse a través del otro, recrearse para el tiempo venidero, porque «habrá tiempo todavía».
Y si no hay tiempo futuro que contemplar, queda el presente: «qué importa luego si ahora» sostiene. Es preciso hacerse un sitio en la frontera permanente en la que hacemos equilibrio, vivir en el «entretanto», en la grieta, en las rendijas de un sistema totalizador, hospedarse ahí en el hueco, socavar ese momento, vivir como un desheredado, sin abundancia, reinventar el lenguaje, crear una nueva subjetividad.
Agradezco de corazón a Arturo este libro tan pertinente. Y dejarme compartir su palabra esta tarde.
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