Recomiendo:
0

El orientalismo en EEUU tras la muerte de Edward Said

Fuentes: Al Ahram Weekly

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Las críticas de Edward Said al imperialismo estadounidense, especialmente al que impone en Oriente Medio, son la base real de la reivindicación que varios de nosotros hemos hecho en su nombre como estudiosos y activistas del departamento de Estudios Americanos. Estudioso de gran intelecto y ego justificado, Said fue también el primero en insistir en que no deberíamos venerar a nuestros predecesores, sino situarles siempre históricamente. A partir del mero testimonio de la amplia obra de Said sobre el imperialismo de EEUU en Oriente Medio, desde «Orientalism» (1978), a través de «Covering Islam» (1981) y «Blaming the Victims» (1988) a «Out of Place: A Memoir» (1999), los estudiosos de los departamentos de Estudios Americanos deberían haber emprendido estudios más concertados sobre las relaciones entre EEUU y los mundos árabe e islámico que precisamente hoy están empezando a tener impacto.

Said estaba en efecto «fuera de lugar» en EEUU a ese respecto en la medida en que sus columnas habituales en los periódicos árabes, incluyendo el Al-Ahram Weekly de aquí en El Cairo, eran prácticamente desconocidas en los círculos académicos estadounidenses. La colección de ensayos de Adel Iskandar y Hakim Rustom, publicada justo el pasado año, «Edward Said: Emancipation and Representation«, ayuda a superar ese provincianismo estadounidense, al igual que los muchos estudios valiosos sobre Said publicados en el mundo árabe antes y después de su muerte, incluyendo el número de Alif dedicado en 2005 a su trabajo. Desde luego, la frase «por delante de su tiempo» se aplica con mayor exactitud que la de «fuera de lugar» en relación a la actual anticipación de Said respecto a la nueva atención académica que en los Estudios Americanos está dedicándose a los mundos árabe e islámico.

Mi amistad con Edward Said era profundamente académica y profesional, lo que a algunos puede parecerles una forma fría de describir las relaciones personales, pero para mí poseía una pureza que trascendía las amistades basadas en las trivialidades de cada día, en las incidencias fortuitas y los encuentros casuales. Edward Said y yo conectamos siempre a través del «trabajo», y por tanto mis recuerdos de él en este día de su cumpleaños, aquí en El Cairo, en la Plaza Tahrir, en medio de los acontecimientos políticos que han cambiado de forma espectacular no solo el Egipto que Said amaba sino también el mundo, mi recuerdo debe responder a la mejor lección que me enseñó: Critica a tus profesores.

En la era post-nacionalista en la que hoy inquietamente habitamos, caracterizada tanto por las luchas neo-nacionalistas como por un conjunto vertiginoso de peligros y esperanzas trasnacionales, el comparatismo que Edward Said ejemplificaba en su persona pública y en su distinguida carrera debería ser objeto del trabajo de muchos estudiosos diferentes, procedentes de las muchas y cada vez más solapadas disciplinas como son los departamentos de Estudios Americanos, Estudios sobre Oriente Medio, Religiones Comparadas, Historia, Literatura Comparada, Filosofía, Ciencia Política, Antropología y Lenguas Extranjeras.

Me vuelvo ahora hacia el desarrollo de un «orientalismo estadounidense» que Said pudo haber anticipado, pero no vivió para ser testigo en su estado actual, especialmente puesto de manifiesto en la preocupante islamofobia que se hace tan evidente en ciertas áreas de la sociedad contemporánea estadounidense. Los debates de 2010 sobre la construcción de un centro islámico a dos manzanas de la «zona cero» en Manhattan, que se enzarzaron con los planes de un predicador de una pequeña ciudad en Florida Central de quemar Coranes en el aniversario del 11/S en protesta contra los terroristas islámicos, son ejemplos preocupantes de lo polarizados que han llegado a estar EEUU y el mundo islámico.

Como defensor desde hacía mucho tiempo de la reforma educativa, sobre todo de la educación de los estadounidenses en cuanto al mundo árabe y el Islam, Said había comprendido el fracaso actual de nuestras instituciones educativas como otro ejemplo del orientalismo estadounidense. Mi objetivo es sugerir que las contribuciones de Edward Said a los Estudios Americanos son algo más que meramente disciplinarias y ciertamente más importantes que lo que pudiera haber dicho alguna que otra vez sobre Henry James, Ernest Hemingway y T.S. Eliot. El legado de Said para los nuevos Estudios Americanos y su política cultural debe entenderse como una de sus elaboraciones de ideas-clave para que podamos entender EEUU como potencia global profundamente implicada en las políticas de Oriente Medio.

Cuando Said murió el 25 de septiembre de 2003, se había declarado oficialmente terminada la II Guerra del Golfo y proclamado que nuestro ejército había «cumplido su misión» a través del infame discurso de George W. Bush del 1 de mayo de 2003, aunque la ocupación militar de Iraq iba a durar ocho años más, habiéndose llegado solo en las últimas semanas a esbozar un final formal. Said admitía, desde luego, la bravura militar de Bush y nuestra injustificada invasión en búsqueda de las escurridizas «armas de destrucción masiva» como las causas de la guerra civil que estallaría en Iraq y de la descomposición de la sociedad civil que provocaría la muerte de cientos de miles de iraquíes por la violencia sectaria y que varios millones más de seres tuvieran que escapar del país. Para Said, resultaba un hecho familiar en la historia del imperialismo occidental en la región.

Said predijo también con exactitud cómo el imperialismo estadounidense se metamorfosearía en el neo-imperialismo que iría plasmándose desde la I Guerra del Golfo hasta el postulado de un «Gran Oriente Medio» de la administración de George W. Bush, extendido y asegurado por nuestra desastrosa invasión y ocupación de Iraq en la II Guerra del Golfo. Este «nuevo Oriente» sigue históricamente las pautas del colonialismo europeo en Oriente Medio, especialmente durante el desarrollo y secuelas de las luchas coloniales en el Norte de África y Oriente Medio que rodearon la construcción del Canal de Suez, abierto en 1869, el equilibrio de poderes políticos europeo y la política del Imperio Otomano negociada en la región durante la etapa de la I Guerra Mundial, así como la primera explotación extranjera importante de los recursos petrolíferos del Oriente Medio en la década que se inició en 1920.

Said comprendía también cómo este legado imperial fue moldeando el punto muerto actual entre Israel y Palestina, afectando también a las políticas internas y exteriores de sus vecinos en la región, un punto muerto político prácticamente garantizado por las fracturas territoriales que han hecho que sea tan difícil definir las distintas soberanías nacionales en la región y mucho más mantenerlas. «El imperialismo se impone finalmente sobre una tierra», escribe Said en «Cultura e imperialismo», insistiendo en unos cimientos imperiales que nos advierte no debemos olvidar. Pero hay límites a la mera extensión del modelo imperialista tradicional al neo-imperialismo contemporáneo de EEUU, que data realmente de la Guerra de Vietnam (1965-1975), justo la última de la serie de guerras coloniales en el Sureste Asiático que desestabilizaron la región, aunque también excepcional en el neo-imperialismo que EEUU desplegó para «ganar los corazones y las mentes» en Vietnam, con los desastrosos resultados que siempre solemos olvidar.

La insistencia de Said en la irreducible «realidad» de la tierra como objeto del deseo imperialista puede también marcar la limitación de su perfectamente moderna concepción del Orientalismo como una estrategia clave del imperialismo occidental. Al exponer cómo el Orientalismo oculta la básica usurpación de la tierra por los imperialistas europeos, Said imaginaba una desmitificación relativamente sencilla de las prácticas discursivas occidentales -erudición, literatura, artes visuales, medios de comunicación, et al- que de otra manera enmascaran u ocultan la situación política real en Oriente Medio. Asumiendo él mismo la tarea de traductor cultural y desmitificador, Said se asignó el papel de crítico antiimperialista de un Occidente cuyos protocolos culturales comprendía al nivel profesional de un entrenado teórico continental y comparatista europeo. Como señalé arriba, los estudiosos de EEUU debían haber reconocido algo que ya sabían los estudiosos que yo conozco en las comunidades árabes e islámicas: que el antiimperialismo de Said era también una contribución profunda a los Estudios Americanos.

Actualmente, la tarea de «informar sobre el Islam» ha asumido determinadas modalidades, no completamente anticipadas por Said, que transforman nuestro entendimiento acerca de lo que debe denominarse «neo-Orientalismo», manipulado por EEUU y derivado solo en parte del Orientalismo occidental tradicional. Voy a considerar unas cuantas de esas modalidades bajo un único titulo toscamente formulado: La internalización del «Oriente» tradicional dentro de la nación estadounidense. En efecto, uno de los rasgos cruciales de esta «nacionalización» estadounidense del Oriente implica un compromiso curioso con los contextos culturales europeos, como queda patente en los intentos de EEUU de transformar las relaciones políticas y culturales desde EEUU y el Oriente Medio hacia EEUU y Europa. Esta modalidad europea complica el proceso y trabaja muy eficazmente a la hora de crear un «discurso-pantalla» que nos distraiga de las verdaderas cuestiones políticas, religiosas y culturales en juego.

El núcleo de esa «internalización» del Otro se deriva genealógicamente del imperialismo europeo que Said comprendía tan bien. En «Orientalismo» analiza brillantemente cómo el orientalismo europeo del siglo XIX trabajó proyectando las propias e inconscientes ansiedades europeas acerca de lo extranjero, lo femenino, lo sexual, lo racial y el irracional «otro» sobre otros pueblos y culturas ocluidos por esta fantasía europea. Sin embargo, aunque Said puso objeciones a la deconstrucción y post-estructuralismo en general, «reconstruyó» a esos «otros» para exponer la psicosis europea, cuyo principal síntoma debe ser su incurable y jamás satisfecho deseo imperialista.

Pero la crítica de Said al Orientalismo llega a su límite cuando se enfrenta a las producciones culturales como la de John Walker Lindh, «el talibán estadounidense», y Azar Nafisi, la iraní estadounidense, cuyo «Reading Lolita in Tehran: A Memoir in books» (2003) fue un best-seller nacional. John Walker Lindh (1981-) es el «enemigo combatiente» (no un «terrorista», a niveles legales, o estaría en Guantánamo, probablemente sin juicio) que fue capturado en Afganistán durante las primeras etapas de la invasión de EEUU en 2001 y sentenciado por un tribunal estadounidense a veinte años de prisión. Azar Nafisi (1950- ) ha conseguido un amplio seguimiento internacional, con especial popularidad en EEUU como nueva «patriota» tanto para EEUU como para los disidentes de fuera y dentro de Irán, representando quizá una casi inconcebible entidad «trasnacional»: «la iraní estadounidense». Quiero utilizar a John Walker Lindh y a Azar Nafisi para ejemplificar el neo-Orientalismo que Said no comprendió totalmente pero del que sin embargo emergieron como figuras públicas ampliamente discutidas cuando Said estaba todavía vivo.

No quiero hacer mucho hincapié en el estatus excepcional de lo que estas personalidades representan en el momento actual. El neo-imperialismo estadounidense de hoy recurre a una muy larga tradición de orientalismo estadounidense que es anterior a la creación de la nación estadounidense y que se empleó eficazmente, junto con otras actitudes xenófobas, para consolidar y legitimar esa nueva nación, como se hizo mediante las Actas de Sedición y Extranjeros de una manera abiertamente legal en 1798 y como viene haciendo desde 2001 la más reciente «Acta Patriótica».

Lindh involucra el «nuevo Oriente» con el por otra parte dispar «terrorismo interior», condensando a los secesionistas David Koresh, Timothy McVeigh, Ruby Ridge (Idaho) con las fantasías populares estadounidenses sobre el Oriente Medio y el radicalismo islámico. En la actualidad, esa relación se ha transformado hasta incluir las luchas antiimperialistas de los políticos de Izquierda en el movimiento contra la Guerra de Vietnam y de esa forma, tácitamente, a los movimientos antibelicistas contra las inmorales guerras en Iraq y Afganistán. La resurrección por parte de Sarah Palin de la asociación de Barack Obama con William Ayers durante la campaña presidencial de 2008, es sintomática de cómo la «crítica» del Presidente Obama respecto a EEUU y la II Guerra del Golfo condensa la Weather Underground de Ayers, cofundada en la década de los sesenta, y la política contra la Guerra de Vietnam con un «odio» más general antiestadounidense que vincula posiciones críticas tan diferentes como los Estudios Americanos críticos como disciplina, las protestas contra la Guerra del Golfo, como las que MoveON.org patrocinó, los grupos neo-nazis y libertarios radicales comprometidos con el aislacionismo y pureza racial de EEUU, y las emergentes manifestaciones de «Ocupa Wall Street» de los «del 99 por ciento» que actualmente se producen en docenas de ciudades estadounidenses.

Había que neutralizar ideológicamente a Lindh infantilizándole y ofreciéndole una sentencia «benévola» que además testificara su «adolescente» rebelión contra unos padres yuppies, la permisividad de Bay Area y otros «síntomas» de una generación post-Vietnam que no podían llegar a ser padres responsables porque sus miembros «nunca habían crecido». La explicación neoconservadora de las protestas contra la Guerra de Vietnam, como las que Paul Berman ha proclamado en «A Tale of Two Utopies» (1996) y su secuela «Power and the Idealists» (2005), rechaza las fuertes críticas a la política exterior, el imperialismo y la guerra injustificada por «infantiles» y fuera de contacto con el «mundo real» y con la supuesta «Realpolitik» del ejército estadounidense y de las políticas económicas por todo el planeta.

Es decir, que la fusión del «Oriente» (Yemen y Afganistán en el caso de Lindh) con el «infantilismo» recuerda las sofisticadas teorías hegelianas del «desarrollo» histórico del «bebé» Oriente a través de la adolescencia de Egipto hasta los jóvenes adultos greco-romanos y la madurez total de los filósofos idealistas alemanes como el mismo Hegel.

La domesticación que Lindh hace del radicalismo histórico convierte su rebelión adolescente contra la «modernidad y desarrollo» occidental en un gesto regresivo a través del cual «él» desplaza e incorpora al Islam e instituciones sociales árabes, afganas, yemeníes y otras «orientales», encarnando ese «nuevo Oriente» en el misterioso personaje del joven barbado de Bay Area ante el tribunal estadounidense, confundiendo de nuevo a los hippies contra la guerra de Vietnam con el Islam radical.

En caso de que Vds. piensen que la «narrativa» de John Walker Lindh tiene algo de la olvidada cultura popular de las primeras etapas de la invasión militar de EEUU de Iraq y Afganistán, quiero sugerirles que Lindh proporciona un prototipo «nacional» que regula las recientes racionalizaciones de tales actos a través del asesinato de Anwar al-Awlaki (1971-2011) perpetrado por el ejército disparando un misil desde un avión no tripulado estadounidense en el territorio soberano del Yemen, y Nidal Malik Hasan, el psiquiatra del ejército de EEUU acusado de los disparos de Fort Hood, Texas, el 5 de noviembre de 2009, y estrechamente conectado con al-Awlaki. Aunque ambos son ciudadanos estadounidenses, ni a al-Awlaki ni a Malik Hasan «se les llegó a nacionalizar» de la misma manera precisa que a John Walker Lindh, sino que fueron relegados respectivamente a la categoría de «terrorista extranjero» y «psicótico inestable». En términos de la narrativa cultural que considero ha iniciado John Walker Lindh, Anwar al-Awlaki constituye la irreducible «extranjería» de un «terrorismo» que solo puede abordarse mediante la fuerza militar, mientras que Lindh «aparece» como estadounidense y, por tanto, «reformable», instando un montón de problemas que necesitamos abordar con urgencia. Nidal Malik Hasan supone otra variación, por la cual su «condición de estadounidense» solo puede regularse mediante el juicio absoluto de «locura», algo que se vuelve especialmente irónico cuando consideramos su formación profesional como psiquiatra y su trabajo diario tratando al personal militar que sufría de «desórdenes de estrés post-traumático». Otra versión de esta «reconocimiento especial» es la escritora emigrada iraní Azar Nafisi, cuya autoridad en «Reading Lolita in Tehran» (2003) se presume que es la de una «informante nativa» familiarizada con la historia política y social de Irán tras el brutal gobierno del Shah. Nafisi es, desde luego, solo una de los numerosos escritores emigrados, que ha capitalizado los relatos de testigos, incluido el igualmente célebre Khaled Hosseini, cuyo «The Kite Runner» [Cometas en el cielo] (2003), se supone que nos ofrece el relato de una persona que dispone de información privilegiada sobre el Afganistán de la era soviética anterior al gobierno talibán. Desde luego, habría que juzgar siempre a los testigos con escepticismo, especialmente cuando estamos considerando políticamente sociedades conflictivas que no pueden reducirse a la representación de una perspectiva única. Con bastante frecuencia, la autoridad actual de los nativos no occidentales es Occidente, lo que amenaza las credenciales de los nativos. La autoridad de Nafisi es en realidad la de un doctorado en Literatura inglesa que consiguió en la Universidad de Oklahoma, y no la de su capacidad en hacer el tipo de etnografía social del Irán moderno que identificamos con los nuevos antropólogos y geógrafos culturales.

Aunque tanto Nafisi como Hosseini representan los tradicionales «ideales de asimilación», no trabajan para «olvidar» su cultura nativa como se supone que hacen las minorías asimiladas. En vez de eso, estos nuevos subalternos construyen activamente «culturas» fantásticas iraní y afgana dentro de EEUU, tanto en sus libros en lengua inglesa como en su especial valoración de las comunidades de refugiados iraníes o afganos en EEUU como modelos a seguir para aquellos que finalmente «regresarán» a sus patrias.

Una tercera internalización del Oriente es la adaptación de arquetipos y narrativas nacionales míticas ante las nuevas incursiones extranjeras en Oriente Medio, como sucede con las diversas interpretaciones de Jessica Lynch en el contexto de las narrativas puritanas sobre cautiverios y la condensación de los conflictos fronterizos internos en la II Guerra del Golfo. Esta modalidad es mucho más convencional en términos de ideologías nacionalistas que la figurae de John Walker Lind y Azar Nafisi, porque los protagonistas de estas narrativas culturales se convierten en estadounidenses «representativos», mientras que a los actores del Oriente Medio se les sataniza por lo general como «enemigos combatientes» o, en el mejor de los casos, como «mediadores» subalternos. En los casos de Lindh y Nafisi, la narrativa «transforma» a cada personaje: Lindh se convierte en un «talibán estadounidense», problemáticamente capturado en el campo de batalla en Afganistán y del que se pueden rastrear hasta sus estudios en Yemen; a Nafisi, transformada por sus experiencias como emigrante en EEUU, se la muestra desde su experiencia de estudiante que se manifiesta contra la guerra a la «buena» ciudadana que defiende la nación contra el Imperio del Mal en Teherán.

Los últimos desarrollos en la mitología de Jessica Lynch, incluido el rechazo por parte de la misma Lyndh a cómo se relataron los hechos en el melodrama de su heroico rescate por el ejército estadounidense, parecen subvertir esta mitopoeia. En realidad, la creación actual de mitos culturales tiene que ver con la «circulación» o con lo que los expertos en porcentajes de popularidad denominan «tiempo en antena», y en función de esa medida, el desmentido personal de Jessica Lynch acerca de su heroico rescate y su crítica a las representaciones de los medios de comunicación sobre ella solo han servido para añadirle popularidad, haciendo de su nombre un sinónimo de la invasión y ocupación estadounidense de Iraq. La rapidez con la que Jessica Lych se adaptó de hecho y adoptó las preocupaciones internas es sintomático de mi concepción general acerca de la «nacionalización estadounidense de las crisis internacionales» como medio de contener y controlar esas crisis.

La fascinación de EEUU con el destino de Patrick Daniel «Pat» Tillman (1976-2004), asesinado en Afganistán por «fuego amigo», sugiere también que las complicaciones ideológicas, incluso las contradicciones, contribuyen a la nueva mitopoeia. De nuevo, tanto Lynch como Tillman son extensiones de las tan familiares narrativas nacionales estadounidenses sobre la «cautividad» y el «fuego amigo» que pueden rastrearse hasta en formas anteriores a la nación como la «narrativa puritana de la cautividad», en la que los personajes cogidos entre las cambiantes alianzas durante las guerras india y francesa sufren a menudo heridas y muerte desde identidades políticas «equivocadas». Tanto Jessica Lynch como Pat Tillman siguen siendo figuras de interés mientras continúen representando las contradicciones de la II Guerra del Golfo y nuestra guerra en curso en Afganistán, y al hacer eso traen esas guerras «a casa» con todas sus complicaciones políticas no resueltas.

La popular serie de televisión «24″, en la cual el investigador Jack Bauer (Kiefer Sutherland) se enfrenta a graves amenazas terroristas sobre territorio estadounidense con solo veinticuatro horas para poder frustrar esos intentos, sigue la lógica de las más convencionales narrativas imperiales de EEUU. Aunque Bauer se enfrentaba a un amplio abanico de «terroristas» internos e internacionales, las historias volvían invariablemente a las psicologías personales de los personajes estadounidenses, reforzando así el «choque de civilizaciones» tan odiosamente representado en el libro de tal título del difunto Samuel Huntington. Mucho se ha escrito sobre la serie «24″, pero se nos dicen relativamente muy pocas cosas nuevas sobre el imperialismo cultural estadounidense. La serie «24″ concluyó este año, el décimo aniversario de los ataques del 11-S, y parecía haber agotado su alcance como terapia cultural, pero la nueva serie de éxito, «Homeland» [Patria], que debutó el 2 de octubre de 2011, es un intrigante producto derivado del anterior que ofrece nuevas pruebas para mi tesis de un neo-imperialismo que funciona mediante la importación de problemas internacionales como parte de una más amplia globalización estadounidense.

«Homeland» se aprovecha del complot redentor de la narrativa de la cautividad, pero con una diferencia radical. El sargento de la marina de EEUU Nicholas («Nick») Brody vuelve a casa después de ocho años de permanecer cautivo del enemigo en Afganistán. Brody es recibido por todos como un héroe sufriente, cuya cautividad bajo Al-Qaida le dejado con innumerables heridas físicas y psicológicas. Solo Carrie Mathison, que se culpa a sí misma por no haber previsto los ataques terroristas del 11/S, sospecha que Brody no es quien parece ser, sino que en realidad bien podría ser un operativo de al-Qaida. Los detalles de esta nueva serie se están desarrollando en los primeros capítulos, pero el esbozo total queda claro ya. El antagonista «extranjero» parece ahora un «estadounidense», cualquiera que pueda realmente ser tal apariencia, y la trasposición de las cualidades del «terrorista» a los «disidentes» internos será más fácil mientras que el trabajo cultural que hacen esas series de televisión sirve para reforzar los eslóganes populares en EEUU del tipo que todos los viajeros leen en los carteles de los aeropuertos de EEUU: «Si ves algo, dilo». Recordando la famosa película de la era de la Guerra Fría, que ha vuelto filmarse, «The Manchurian Candidate», «Homeland» se aprovecha de la amplia paranoia que padece la población general de EEUU.

La narrativa cultural más amplia es el Efecto-Vietnam en ambas Guerras del Golfo y en la de Afganistán, a través de nuestras incursiones en un «Oriente» (Sureste de Asia) que parece condicionar nuestras políticas posteriores en otros dos muy diferentes «Orientes» (Iraq y Afganistán), confundiendo las tres regiones por mera asociación nominal. Desde luego, estas prácticas psicológicas sociales de proyección y sustitución son cruciales para el orientalismo europeo del siglo XIX que empezó con sus propias fantasías acerca del exótico «Oriente» y sustituyó esas ficciones por regiones que ni eran del «este» ni «orientales».

La diferencia del nuevo orientalismo es la cohibida importación de esas fantasías. En el imaginario del siglo XIX, la distancia era un factor crucial que preservaba el exotismo de los pueblos y tierras lejanos, especialmente importante cuando la gente de esas tierras emigraba a los centros metropolitanos del imperio. Pero, en la actualidad, el neo-imperialismo depende de convertir en familiar, en cercano, lo distante y exótico.

Debemos añadir a esta fórmula el mito igualmente poderoso de EEUU como «sociedad colonial», cuyos valores sociales fueron moldeados por los inmigrantes. Desde luego, la reivindicación convencional de la «excepcionalidad» de EEUU a este respecto ignora el hecho de que prácticamente todas las sociedades se formaron con emigrantes, siempre y cuando uno retroceda lo suficientemente lejos. La diferencia es cómo la singularidad de la «sociedad de colonos estadounidenses» se ha utilizado no solo para ignorar los derechos y la historia de los indígenas sino también para tratar a otros pueblos y naciones soberanas en esta era de la globalización. Esa vieja fantasía británica del «mundo inglés» en el que todos dentro del Imperio Británico hablarían inglés y se comportarían de acuerdo con el estándar británico de sociedad civil se ha metamorfoseado en el imaginario de un «fin de la historia» cuando todo el mundo venga a EEUU a cumplir su destino. Y, desde luego, por implicación, «EEUU» estará en todas partes. En este punto de vista distópico, se anima a los estadounidenses a encerrarse en sí mismos ante nuestros problemas internos para trabajar las cuestiones de política exterior en espera de que les lleguen los problemas «extranjeros» que les llegarán, como se les advierte a los estadounidenses que sucederá. Demasiado a menudo es la tal fantasía de la «universalidad estadounidense» el modelo para el nuevo cosmopolitismo, incluido el del propio Said, que nos dice que el neo-imperialismo estadounidense no es tanto sobre la tierra, los recursos naturales, incluso el poder militar o económico global, como, fundamentalmente, una identidad nacional que seguimos sin poder definir.

Los nuevos orientalismos son múltiples, superpuestos y estratégicamente confusos, permitiendo que sus autores reemplacen con discusiones de política exterior cualquier auténtico debate histórico sobre los pueblos vietnamita, iraquí, israelí, palestino, libanés y afgano. La ironía de esos procesos culturales de internalización, domesticación y desplazamiento es que se producen a través de un modelo nacional estadounidense que nunca ha sido tan frágil y ficticio, irrelevante en cuanto al poder estatal global ejercido por las administraciones Reagan-Bush a través de coaliciones trasnacionales, los aliados de EEUU en el Gran Oriente Medio, los intereses petrolíferos en las zonas colindantes del Mar Negro en Afganistán y la dependencia global del capitalismo en la modernización y desarrollo chinos.

La administración del presidente Barack Obama ha intentado crear una imagen de relaciones internacionales más cooperativas y de una política exterior menos militante, incluso aunque EEUU prosigue emprendiendo guerras en nombre de la «seguridad nacional» más en consonancia con las políticas de los presidentes George H W y George W Bush que con el «Nuevo Orden Mundial» policial de EEUU. La nueva política exterior y la imagen internacional de la administración Obama depende aún del fuerte excepcionalismo estadounidense, y Barack Obama es irónicamente el más elocuente defensor de ese excepcionalismo de los últimos años. EEUU no es solo el «líder» del «mundo libre» sino el ejemplo democrático de diversidad y tolerancia política, económica religiosa, racial y étnica, de género y sexual. El «Oriente» está en todas partes, sobre todo en casa, en los EEUU.

¿Qué hubiera pensado Edward Said de semejantes complicaciones neoimperiales aplicadas a una narrativa cultural más cercana que nunca a los intereses geopolíticos de EE.UU.? Desde luego, habría tratado de comprender la intersección entre cultura y política que ocupa inestablemente las posiciones estadounidenses, europeas y arábigas, mientras cultivaba su perspectiva crítica «fuera de lugar».

John Carlos Rowe es Profesor de Humanidades y Presidente del Departamento de Estudios Americanos y Étnicos de USC Associates en la Universidad del Sur de California. Ha escrito numerosos libros. Sus proyectos académicos actuales se centran en los siguientes temas: Culture and U.S. Imperialism since World War II, The Rediscovery of America: Multicultural Literature and the New Democracy y Blackwell’s Companion to American Studies.

Fuente:

http://weekly.ahram.org.eg/2011/1071/cu1.htm