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El oro de Federico Engels

Fuentes: La Jiribilla

Al terminar el milenio una encuesta dio a Carlos Marx como el hombre más importante de ese lapso. Recientemente en otro sondeo, realizado por la BBC, el filósofo alemán estaba entre los primeros cinco de todos los tiempos. Y es justo, muy justo porque, aunque las encuestas en una buena parte carecen de valor científico, […]

Al terminar el milenio una encuesta dio a Carlos Marx como el hombre más importante de ese lapso. Recientemente en otro sondeo, realizado por la BBC, el filósofo alemán estaba entre los primeros cinco de todos los tiempos. Y es justo, muy justo porque, aunque las encuestas en una buena parte carecen de valor científico, a la larga cuando un nombre resulta incluido es porque por lo menos «suena». Marx, por su obra y entrega a luchas justas, y por la manera que se ha divulgado desde la mitad del siglo XIX aparece como el centro de la filosofía, el marxismo, que puso al derecho a todos los cuerpos filosóficos anteriores.

Tal vez, la actitud humana excepcional de Federico Engels es la que ha propiciado que casi todo el mérito de esa cosmovisión singular recaiga en Marx.

Engels, filósofo brillante, políglota como pocos, fue el hombre aún joven que se dedicó al «vil comercio», según sus propias palabras, para poder sostener a la familia de Marx mientras este ocupaba todo su tiempo a investigar y escribir lo que luego sería El Capital. Esa sola razón bastaría para que el marxismo se hubiera acuñado como marxismo-engelismo desde su nacimiento porque sin General, como lo apodaron las hijas del matrimonio Marx, no habría libro ni polémicas.

Pero si a este desprendimiento poco común, de sacrificar la obra propia por la de otro, se le añade que para Marx a Engels le llegaba todo primero y no hacía más que seguir sus pasos, se comprende que Engels no era, como se dice o ha sugerido, un segundo violín. Fue Engels quien terminó y publicó los dos tomos últimos de El Capital, sin que su firma apareciera. En las ciencias naturales y en la historia militar, era el especialista supremo, al que acudía Marx para confirmar sus datos.

Desde el encuentro en 1844 de los dos colosos del pensamiento, no puede decirse, al margen de la firma que lo sustente, que un texto pertenezca a uno u a otro. Marx y Engels (o Engels y Marx) devinieron dúo, incluso, para los trabajos dirigidos a la prensa, los que eran traducidos, casi en totalidad, por Engels.

Caricaturista, hacedor de una partitura que nunca se tocó, adorador de la «Quinta sinfonía de Bethoven», jinete, esgrimista, catador de vinos y de mujeres, incluso hasta luego de cumplir los setenta años, la llegada de Engels al hogar de los Marx era la entrada de un hombre carismático, culto, conversador y buen bebedor. Si para el dueño de la casa el hecho devenía la posibilidad de largas y enjundiosas charlas, además de jornadas enteras de revisión y escritura de textos, las jóvenes hijas de Carlos y Jenny, se disputaban la atención de su distinguido tío, el General.

En esa comunión familiar e ideológica se fraguó el marxismo que sí tuvo en Marx el tronco más visible, tenía en Engels la savia imprescindible que determina el crecimiento.

El General, que decidió que sus cenizas fueran arrojadas al mar (tal vez para huir de flores poco sinceras en su tumba o porque quería seguir viviendo en los peces) trazó una estrategia para dar siempre el primer puesto a su amigo. Consideraba que Marx le resultaba más necesario a la lucha que él. Pero, ese inmenso ser humano, tuvo y tiene derecho a ocupar el lugar que merece. Marx desde el principio lo valoró, lo quiso y lo respetó como lo que era, otro genio.

Si el marxismo sigue siendo una asignatura pendiente para la gran mayoría de los terrícolas, incluidos filósofos y filósofas de hornadas recientes, Engels dentro de esa asignatura merece un estudio especial.

En un renacer del marxismo (es inevitable porque aún no ha sido superado) quizás el General alcance la medalla dorada, compartida con Marx, en el podio que premie a dos hombres que le permiten al resto pensar y repensar el mundo para transformarlo.