En coincidencia con esto, en «Pedagogía del oprimido» Paulo Freire señala: «Para los opresores, la persona humana son solo ellos. Los otros, son objetos, cosas». Como consecuencia de esta concepción racista, imperialista y elitista, se instauró un proceso de dominación-subalternización y resistencia-liberación desde el cual se le atribuyen rasgos negativos de inhumanidad, incivilización, atraso, primitivismo, salvajismo, animalidad, superstición, ignorancia, fealdad, barbarie y violencia primitiva a todas las culturas, pueblos y territorios que han sido oprimidos bajo las premisas de la ideología colonialista y neocolonialista del eurocentrismo o modernidad. De esta manera, la modernidad (o eurocentrismo) dividió a la humanidad en dos grandes segmentos: por un lado, las personas, la religión y la cultura civilizadas, modernas, racionales y superiores que corresponden a los europeos (y a sus herederos, Estados Unidos) y, en oposición a ellos, los seres inferiores, irracionales, primitivos y tradicionales que moran en los demás continentes, derivando en exclusiones, empobrecimientos, marginaciones y humillaciones de toda clase, sin dejar a un lado los crímenes de lesa humanidad o genocidios cometidos impunemente. Todo, afincado en la idea de la raza y el racismo instituida desde Europa y, de alguna forma, sostenida hasta el presente por los mismos oprimidos; naturalizándola y degradándose a sí mismos y a sus congéneres.
El patrón de poder mundial capitalista (regentado, básicamente, por el imperialismo gringo) requiere que este proceso de dominación-subalternización y resistencia-liberación no resulte alterado en favor de los intereses de quienes sufren su opresión, desmanes e injusticias. A este le acompaña una colonialidad cristiana que inferioriza y sataniza todo dios y credo ajenos a sus preceptos; basada más en supersticiones y mitos que en algo racionalmente aceptable. De este modo, la civilización, el progreso, el desarrollo y la modernización son vistos por sus promotores y grandes beneficiarios como la culminación inexorable de la historia humana, tal como lo pensaron al eclosionar la Unión Soviética y proclamar el fin de las ideologías.
La tendencia a la concentración de capital en un círculo cada vez más reducido de conglomerados europeos y estadounidenses ha logrado imponer dicho patrón al resto del planeta, en un tipo de subordinación servil que no solo afecta la validez de las soberanías nacionales sino la existencia -en condiciones materiales aceptables- de millares de seres humanos. Entre estos últimos, muchos se han ilusionado con alcanzar el mismo estándar de vida que hay en Europa o Estados Unidos, abandonando sus países nativos, pero con el grave inconveniente de sufrir, en una gran mayoría, el rechazo y diversas descalificaciones al acusárseles de usurpar derechos que no les corresponden con lo que se crea una matriz de opinión favorable a quienes expresan discursos y actitudes abiertamente fascistoides, xenófobos y racistas, sin que el hecho merezca mayor desaprobación que la de algunas organizaciones filantrópicas y políticas de izquierda.
Como clase hegemónica u opresora, los grandes capitalistas obedecen al impulso sádico, en palabras de Erich Fromm, «en convertir un hombre en cosa, algo animado en algo inanimado, ya que mediante un control completo y absoluto el vivir pierde una cualidad esencial de la vida: la libertad”.
La compleja coyuntura global (signada, sobre todo, por las tensiones cada vez más crecientes y frecuentes entre Estados Unidos, China y Rusia), no ha impedido el surgimiento y la propagación de lo que, en su artículo titulado «Utopías (y distopías) libertarias», Luis Diego Fernández llama
«un giro fascistizante, populista de derecha, en el marco del cual la producción de utopías misioneras o imperialistas está atravesada por una estética hiperbólica y grotesca visible en las utopías paleolibertarias del siglo XXI, cuyo ejemplo más acabado quizá sea Jake Angeli, actor y líder del movimiento conspiracionista qanon, cuya imagen entrando al Capitolio con un megáfono, cuernos de búfalo en la cabeza y el cuerpo repleto de tatuajes chamánicos, paganos y nórdicos es el emblema del trumpismo utópico».
Como trasfondo, la guerra sigue siendo el recurso más utilizado por este patrón de poder mundial capitalista para conseguir configurar del mundo según sus intereses geopolíticos y económicos, cuestión que empezó a tener una mayor relevancia a partir de la era reaganiana; lo que se manifiesta en los conflictos generados entre Ucrania y Rusia, siendo sus instigadores los gobiernos de Estados Unidos y demás países integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte; entre palestinos e Israel, amenazando con extenderte a todas las naciones de Oriente Medio; entre los gobiernos de Guyana y Venezuela, además de los existentes en suelo africano.
No se puede negar, en consecuencia, que la globalización neoliberal está orientada a debilitar y a hacer desaparecer cualquier alternativa (revolucionaria o reformista) que se plantee sustituirlo, llámese socialista o no. Con este fin, ha decretado guerras globales mediante aparentes planes estratégicos contra el narcotráfico o el terrorismo y, durante las dos últimas décadas, con las revoluciones de colores, a lo cual se añade su perversa concepción del «caos constructivo». En todos los casos, su portavoz y su principal instrumento y beneficiario, el imperialismo gringo, nos impone el argumento respecto a que estaríamos viviendo una transición hacia un nuevo orden mundial, lo que comienza a insertarse en la mente de muchos gracias al dopaje mediático logrado a través de internet y la industria cinematográfica del entretenimiento.
Todo ello, en conjunto, busca causar un desorden distópico en el cual no quepa la posibilidad de que exista la esperanza de un mundo mejor, contrariamente al que actualmente existe. En ello le acompaña, a veces de una forma inconsciente y desfasada, en otras, de una forma plenamente consciente y servil, la izquierda organizada en partidos políticos, desprovista de alguna estrategia efectiva para llevar a cabo una revolución social de amplia envergadura y de argumentos ideológicos sólidos que capten la atención de las masas populares.
Además, desde hace décadas, la estrategia neoliberal apunta a la total autonomía de los bancos centrales, una medida que sus apologistas consideran un elemento clave para hacerle frente a la inestabilidad económica y a las interferencias políticas que se suscitan en algunos países, en especial los ubicados en nuestra América, cuyas burguesías están prestas a asumir siempre su rol dependiente, antinacional y rastrero.
Como contramedida frente al auge de este patrón de poder mundial capitalista es preciso incentivar (como siempre) entre los sectores populares una toma de conciencia basada, sobre todo, en un rescate de su memoria histórica, la que no se ha escrito y hecho valer según sus propios intereses y luchas en vez de darle continuidad a los paradigmas creados por la ideología de los sectores dominantes. Lo otro es abrir verdaderos espacios de debate y de participación desde los cuales los sectores populares puedan organizarse de un modo independiente y asuman el ejercicio de la democracia de una forma directa y creadora.
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