Definamos rápidamente la «islamofobia» como el resultado de una doble operación ideológica. La primera consiste en constituir un objeto de conocimiento manejable y adverso: el Islam con mayúsculas concebido como una unidad al mismo tiempo negativa e inasimilable que «hablaría» con una sola voz y dictaría a 1.500 millones de seres humanos, repartidos por todo […]
Definamos rápidamente la «islamofobia» como el resultado de una doble operación ideológica. La primera consiste en constituir un objeto de conocimiento manejable y adverso: el Islam con mayúsculas concebido como una unidad al mismo tiempo negativa e inasimilable que «hablaría» con una sola voz y dictaría a 1.500 millones de seres humanos, repartidos por todo el planeta, una conducta incompatible con «nuestros» valores occidentales. Negar al islam la variedad de cultos y culturas que sin embargo reconocemos al cristianismo, y absorber en una especie de bola sin fisuras sus complejísimas diferencias doctrinales y geográficas, sería sólo una banal expresión de etnocentrismo europeo si no fuese porque afecta a 21 millones de europeos que son al mismo tiempo musulmanes y forman parte de nuestras sociedades.
La segunda operación, una vez constituido ese falso objeto de conocimiento, es la de reunir en él, uno por uno, a todos aquellos individuos que, de manera un poco arbitraria, se «reconoce» como musulmanes. ¿Cómo los «reconocemos»? Esta segunda operación implica una racialización del otro, cuya diferencia -como en el caso del racismo o del machismo- aparece visible e «incrustada» en el cuerpo, donde no podemos modificarla. Pensemos en los «indicadores de radicalización» con los que se instruye a los policías franceses: barba larga sin bigote, cabeza rapada, vestimenta musulmana, piernas cubiertas hasta el tobillo, rechazo del tatuaje y -porque hay una «forma musulmana» de hacer dieta- «pérdida de peso asociada a ayunos frecuentes». Podemos, pues, reconocer de un vistazo a los «musulmanes», aunque sólo después de haber establecido lazos arbitrarios entre signos empíricos y ese Islam mayúsculo descrito de forma negativa y amenazadora. El caso de la «vestimenta musulmana» es ejemplar. Hay muchas musulmanas, por ejemplo, que llevan velo, pero no todas las que llevan velo son musulmanas y hay, además, mil formas distintas de ser «una musulmana con velo». La ecuación velo/islam, allí donde el islam ha sido reducido a fanatismo, violencia y terrorismo, agrava la vulnerabilidad de las europeas musulmanas, víctimas de la mayor parte de las agresiones islamofóbicas (90% en Países Bajos, 81% en Francia, 57% en Inglaterra, 21% en España) y víctimas también del propio feminismo laico islamofóbico que las abandona a su suerte.
Pero esta «racialización» del otro musulmán, minoritario y vulnerable, no sólo instala en el cuerpo del otro esa diferencia negativa inasimilable sino que configura un «cuerpo colectivo»: una comunidad. Los europeos cristianos no constituyen ninguna comunidad y, desde luego, no se habla de ellos en esos términos. Los musulmanes sí. Esta construcción de una «comunidad» imaginaria, contra la que no deja de alertar el filósofo y arabista Olivier Roy, es quizás la obra más peligrosa de la islamofobia, pues acelera el proceso de construcción de un «enemigo interno» que, vinculando de manera fraudulenta la crisis de los refugiados y los atentados del Estado Islámico (cometidos en Europa, no lo olvidemos, por europeos radicalizados en nuestras cárceles), legitima un «sentido común» islamofóbico, promueve medidas securitarias dirigidas, de manera encubierta o no, contra la «comunidad musulmana» y facilita el crecimiento de los partidos xenófobos y de ultraderecha, empujando así a las minorías musulmanas -para cerrar el bucle- a refugiarse en su «comunidad». Este exceso visible de cuerpo -individual y colectivo- se traduce en la inquietante percepción que se tiene en Europa del «número» de musulmanes: en España, por ejemplo, mientras que la cifra real es del 2%, nosotros «vemos» y «reconocemos» a nuestro alrededor hasta un 16%.
Basta una mirada a la historia para valorar los peligros de esta construcción de un «enemigo interno». Se hizo en el siglo pasado con los judíos y se hace todavía, a escala mucho menor, con las mujeres o los homosexuales. Después de muchos muertos y muchas dramáticas resistencias hoy se ha impuesto un discurso políticamente correcto que reprime felizmente las declaraciones antisemitas, machistas u homófobas de nuestros políticos y nuestros medios de comunicación. En el caso de la islamofobia ocurre exactamente lo contrario. Son las instituciones, los dirigentes y los periodistas los que naturalizan -como ocurrió durante siglos con judíos, mujeres y homosexuales- este rechazo «racista» hacia los musulmanes. Si hablamos de España, país donde han aumentado desde 2014 hasta un 500% las denuncias de islamofobia, es muy necesario alertar, antes de que sea demasiado tarde, sobre esta responsabilidad institucional.
En primer lugar las leyes del gobierno y las medidas policiales. Pensemos en la reforma del código penal, el Pacto Antiterrorista o la campaña Stop Radicalismos, que facilitan esta construcción imaginaria de un «enemigo interno». No olvidemos que, de los quinientos detenidos por terrorismo yihadista en España desde el 11M, el 90% han sido puestos en libertad sin cargos. Por desgracia, las operaciones antiterroristas generan noticias -y alerta-; su inconsistencia no.
En segundo lugar tenemos el uso electoral de la «amenaza musulmana» que, a semejanza de lo que ocurre en el resto de Europa, se empieza a hacer también en España . Lo hemos visto en el caso de Vox, Plataforma por Cataluña o el propio PP en 2015, partidos que trataron de movilizar el voto a través de propuestas contra mezquitas, locutorios y restaurantes de kebab o con llamamientos directos a «limpiar» las ciudades de «guetos islámicos».
Pero sin duda los máximos responsables son los medios de comunicación, y ello precisamente porque se les debe exigir un compromiso puramente informativo y, en ese sentido, educativo. Mientras escribo estas lineas tengo ante mis ojos dos casos extremos de irresponsabilidad periodística. Uno es un titular de Periodista Digital que dice: «los musulmanes vuelven a invadir España». El otro, una noticia del ABC que, haciéndose eco de un estudio de Pew Research Center, alerta sobre el crecimiento de la población musulmana en los próximos años con este encabezamiento: «Una Unión Europea cada vez más musulmana». Con estos titulares no es raro que los europeos no musulmanes «veamos» tantos musulmanes en nuestras calles. Nuestros medios de comunicación, en los que se impone a menudo más la prisa y la inercia que la voluntad manipuladora, deberían ser conscientes del papel que juegan y estar muy atentos para desactivar cualquier tratamiento informativo que promueva esta ecuación: islam/unidad/negatividad/racialización/comunidad. Necesitan ayuda; necesitamos su ayuda. Se trata de lograr que nos pareca tan reprochable y escandalosa una agresión o expresión islamofóbica como su equivalente ansisemita, sexista u homófobo. Si permitimos -o alimentamos- la construcción de un «enemigo interno» musulman, el Estado de Derecho estará en grave peligro y con él todas las minorías vulnerables y, en general, los derechos individuales y libertades democráticas duramente conquistados en las últimas décadas.
Fuente original: http://www.fundacionalfanar.org/el-peligro-islamofobico-y-la-responsabilidad-institucional/