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El péndulo de la idea de Revolución: del evento al proceso

Fuentes: Rebelión

La historia de la izquierda contemporánea está marcada por una profunda división entre dos conceptos de revolución: revolución como evento y revolución como proceso. La lucha entre las dos ideas se libra desde la Revolución Francesa. Hasta 1848 la noción de revolución como evento fue claramente dominante. Eran muchos los eventos revolucionarios que mostraban su […]

La historia de la izquierda contemporánea está marcada por una profunda división entre dos conceptos de revolución: revolución como evento y revolución como proceso. La lucha entre las dos ideas se libra desde la Revolución Francesa. Hasta 1848 la noción de revolución como evento fue claramente dominante. Eran muchos los eventos revolucionarios que mostraban su pertinencia. Tras la derrota de las revoluciones de ese periodo, la idea de revolución como proceso pasó a ser hegemónica, alentada por el auge de una socialdemocracia que asumió plenamente la senda de la revolución de tiempos largos. Tras morir Marx, Engels abandonó paulatinamente el concepto de revolución con toma de poder en favor de la transformación por vía parlamentaria. Bernstein, discípulo de Engels, llevó esta conclusión a sus últimas consecuencias: el abandono de la idea de revolución. En agosto de 1917 la posibilidad de una revolución similar a las del periodo 1789-1948 parecía tan remota como lo parece actualmente. Lenin recuperó la noción de revolución como evento -situación excepcional que abre la posibilidad de una transformación radical del orden existente- y Lucaks desarrolló la filosofía leninista del evento revolucionario. De nuevo el concepto de revolución como evento será predominante hasta la derrota de las revoluciones de 1968. De manera similar a las filosofías y religiones de la resignación que emergen históricamente cuando los sistemas parecen imposibles de cambiar, la visión de revolución como proceso se convierte en mayoritaria tras las grandes derrotas políticas de la izquierda. Hasta hoy la noción de revolución como proceso ha mantenido la hegemonía y ha sido reforzada por nuevos aliados, como el renovado anarquismo, el postestructuralismo y el postmarxismo.

Es creciente el número de autores que, como Jorge Vestrynge, opinan que habría que abandonar el concepto «marxista primitivo» de revolución como algo instantáneo e irreversible. La revolución, asegura, puede durar cientos de años si quiere modificar radicalmente las relaciones de poder. Vestrynge asigna al marxismo temprano la visión de revolución como evento y a un marxismo más avanzado y sofisticado la noción de proceso. Un error: el espaciamiento en el tiempo de la revolución no es lo que la define como proceso. Tampoco el hecho de que sea o no violenta. Lo que distingue la revolución como evento de la revolución como proceso es la existencia o no del momento en que la revolución se completa: el momento en que el grupo subordinado deja de serlo. Este momento no existe en la idea de revolución como proceso; si existiera, constituiría un evento. Por eso la idea de proceso descarta la consecución definitiva de la revolución. Entre los defensores de la revolución como proceso no faltan quienes argumentan que la acumulación de etapas en el proceso lleva a la consecución definitiva de la revolución, pero la mayoría simplemente afirma que el proceso nunca culmina. Se puede argüir, por ejemplo, que una clase dominada puede en una democracia liberal ganar votos progresivamente hasta obtener la mayoría en el parlamento. Al superar un determinado umbral de escaños parlamentarios se produciría un cambio cualitativo. La posición de la revolución como evento niega esta posibilidad. La mayoría parlamentaria es impotente en un sistema que se articula en función de las relaciones económicas de propiedad. Al llegar a ese punto en la esfera política se produce necesariamente un golpe de mano que impide el salto cualitativo -el evento revolucionario- o lo provoca.

La divergencia entre evento y proceso no es paralela a la división entre socialismo y anarquismo. Tanto Marx (en ocasiones) como Bakunin o Lenin creían en el evento revolucionario, el alzamiento que se produce en una situación de crisis y destruye manera fulminante el sistema existente. La diferencia de visiones sobre la idea de revolución arranca del debate entre Marx y Proudhon. La emancipación económica de los trabajadores es para Proudhon el principal objetivo y todo movimiento político debe subordinarse a ese fin. La prioridad no es la toma del poder estatal -posición hoy dominante en los movimientos sociales- ni la revolución política, sino la acción obrera directa y la gestión de las fuerzas económicas. Por el contrario, Marx defiende la unificación de esas luchas económicas, la centralización de la acción, la toma de conciencia de clase y la adopción de una teoría común. En síntesis: la acción política organizada. Proudhon también defiende la existencia de un partido revolucionario, pero sin delegación de poder, centralismo, autoritarismo o liderazgo de intelectuales y teóricos que guíen la práctica política: la práctica debe ser espontánea. Si para Marx la centralización es necesaria para ganar, para Proudhon conlleva la pérdida de la libertad. La acción proletaria, insiste Proudhon, debe ser prefigurativa, adoptar ya la forma de una sociedad futura que está inscrita y anunciado en el mismo acto revolucionario. La revolución no es un momento privilegiado de la historia en el que desaparece el sistema de repente, sino un proceso continuo, que puede acelerarse al desaparecer la propiedad, pero que nunca termina. Es la lucha permanente, no la insurrección pasajera, la que transforma las relaciones de producción. La soberanía del pueblo no debe ser delegada en la revolución, porque inevitablemente se transforma en dictadura. La acción revolucionaria debe ser también anarquista. Debe negar todos los sistemas políticos.

La noción de revolución como proceso vuelve a tornarse hegemónica a partir de los años 70 con la crítica de Marcuse a los conceptos marxista y leninista de la revolución y su rechazo de la idea de revolución como evento. Según Marcuse, lo que determina la potencialidad de una clase revolucionaria en el capitalismo de la segunda mitad del siglo XX no es el empobrecimiento, como pensaba Marx, sino la opresión. El equivalente del trabajador industrial de los tiempos de Marx hoy en día es una minoría completamente aburguesada y la esperanza descansa en otros grupos sociales, como los estudiantes, las minorías étnicas, las mujeres o las nacionalidades oprimidas. Consecuentemente, una revolución proletaria clásica, con toma del poder estatal violenta por parte de la clase trabajadora industrial, es inviable. Tampoco es posible en las sociedades capitalistas avanzadas el evento revolucionario, el colapso que derriba definitivamente al capitalismo, aunque sí en las menos desarrolladas. A juicio de Marcuse la transformación social es un largo proceso que pasa por emprender una «larga marcha a través de las instituciones», con el fin de crear contrainstituciones. Kernell ha señalado una notable contradicción en el pensamiento de Marcuse sobre la revolución. Por un lado, rechaza tanto el (mal entendido) leninismo como la socialdemocracia, apostando por la tradición de los consejos obreros y la autogestión revolucionaria de los trabajadores. Por otro, insiste en que el proceso revolucionario debe ser impulsado por intelectuales, en la medida en que la clase trabajadora se encuentra totalmente integrada en el sistema. Pero entonces coincide con el leninismo vulgar que defiende la tesis de que la conciencia revolucionaria en los trabajadores debe llegar de fuera, una idea que proviene de Kautsky, no de Lenin. Marcuse radicaliza la noción del intelectual colectivo de Gramsci y postula al intelectual como puntal de la vanguardia revolucionaria que activa el proceso de cambio social. Pero Gramsci situaba al intelectual en el centro de la lucha social y en las organizaciones políticas, mientras que Marcuse lo ubica en las universidades e instituciones. Allí se encuentra desde entonces, sin signos aparentes de volver jamás. Por eso buena parte de los actuales movimientos sociales están liderados por intelectuales postmarxistas, anarquistas y socialdemócratas que comparten la visión de la revolución como proceso.

La derrota de las revoluciones de 1968 produjo en la izquierda un fortalecimiento del concepto de revolución como proceso en detrimento del concepto de revolución como evento. La noción de proceso ha vuelto a ser hegemónica. La revolución como evento es vista como falsa o no conducente a una verdadera revolución (un cambio fundamental en la estructura social). La idea de revolución como proceso ha convergido con la idea anarquista de rebelión. La idea de revolución imperante en la izquierda a comienzos del siglo XXI ha adoptado la premisa teórica básica de la rebelión anarquista: el abandono de la voluntad de conquista del poder político. El marxismo mutado en postmarxismo y postestructuralismo ha repudiado la visión de la revolución como evento y abrazado la noción de proceso, confluyendo con la visión anarquista y conformando una nueva y extraña socialdemocracia libertaria. Una especie de cruce entre Proudhon y Bernstein.

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