«Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa; si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de promisión para la humanidad cansada […]
«Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa; si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justificación: sería preferible dejar desiertas nuestras altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar nunca, los que son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple la ‘emancipación del brazo y la inteligencia'». (Pedro Henríquez Ureña, «Patria de la justicia» (1925), en La utopía de América, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1989 p. 11.)
Aunque el tema central que nos convoca en esta ocasión está directamente relacionado con la vigencia del pensamiento crítico, no es posible efectuar un análisis abstracto del mundo de las ideas al margen de la realidad social en la que vivimos, sin caer en un idealismo vacío e insustancial. Si concebimos al pensamiento crítico como una filosofía de la praxis, debemos referirnos a la historia, a los problemas concretos, a las luchas prácticas y a las expectativas reales de sujetos de carne y hueso en una situación específica. En concordancia con esta proposición, en esta oportunidad quiero referirme a tres tópicos que versan principalmente sobre Colombia, el país de donde vengo y donde vivo. En su orden: primero, la desgracia de ser un país rico en recursos; segundo, el intocable terrorismo de Estado; y, tercero, qué podría hacer el pensamiento crítico en un contexto tan desolador.
1. Colombia: la desgracia de ser un país rico
Colombia, el país en el que vivo, está atravesada por las más tremendas contradicciones del mundo contemporáneo. Es un territorio con una extraordinaria diversidad y riqueza natural y cultural, en cuyo seno se encuentran todos los pisos térmicos y una gran variedad de paisajes y de climas, dos costas, escarpadas montañas, extensas altiplanicies y llanuras, bosques, selvas y ríos caudalosos. Allí se alberga una gran riqueza natural, que es también una de las razones de nuestra desgracia, como les sucede a los países que cuentan con recursos. Como parte de esa riqueza natural contamos con minerales, maderas, agua y biodiversidad a granel. En biodiversidad, Colombia es uno de los cuatro territorios más ricos del mundo, por sus numerosas y variadas especies de plantas y animales, un tesoro invaluable hoy como ayer apetecido por los poderes imperialistas. En esos suelos fértiles desde hace miles de años se han desarrollado complejas sociedades y culturas, un resultado de la mezcla étnica, voluntaria y forzada, como producto de las sucesivas fases de sometimiento de los comunidades aborígenes desde comienzos del siglo XVI. Algunos de los pueblos originarios descendientes de nuestros primeros padres, sobreviven arrinconados en tierras de ladera o en lo profundo de la selva, pese a todas las campañas de exterminio libradas contra ellos en los últimos cinco siglos, por los conquistadores europeos y sus descendientes criollos. En total, en el actual territorio colombiano existen unas 80 etnias, que agrupan a algo más de un millón de seres humanos, con sus propias formas de organización social, costumbres y tradiciones y muchas de ellas conservan sus lenguas vernáculas.
Como parte de esa diversidad cultural, sobresale el aporte de los pueblos africanos que fueron traídos brutalmente como esclavos y que, en medio de la opresión, la discriminación y la explotación, dieron origen a comunidades de libertos y campesinos que se asentaron en diversos sitios del país, en especial en sus zonas costeras, en valles y esteros. La mezcla de europeos, pobres y ricos, con los indígenas y los negros esclavizados dio origen a los campesinos colombianos, mestizos por excelencia que hasta hace no mucho tiempo eran la mayoría indiscutible de la población y que en la actualidad representan el 25 por ciento de todos los habitantes del país.
Colombia es, entonces, un crisol de pueblos y culturas, en donde se hablan más de medio centenar de lenguas, con una notable diversidad regional y variadas costumbres y tradiciones. Esa diversidad cultural está seriamente amenazada por voraces empresas transnacionales que, en alianza con capitalistas locales, se están apropiando a mansalva de las tierras, recursos y saberes autóctonos. Estas prácticas de biopiratería buscan expropiar conocimientos ancestrales, muy útiles a grandes conglomerados transnacionales en su pretensión de mercantilizar la naturaleza. El Tribunal Permanente de los Pueblos que terminó sus sesiones en Bogotá hace pocos días verificó «el peligro inminente de extinción física y cultural de 28 pueblos indígenas, que en la mayoría de los casos están formados por menos de un centenar de personas por pueblo, debatiéndose entre la vida y la muerte». Y concluyó que «su desaparición de la faz de la tierra constituiría, en pleno siglo XXI, además de una vergüenza para el Estado colombiano y para la humanidad entera, un genocidio y un crimen de lesa humanidad por su acción u omisión institucional de atender a estos pueblos que de manera irreversible están a punto de extinguirse».
Colombia es, al mismo tiempo, uno de los países más injustos de nuestra América y del mundo, puesto que a la par con esa inestimable riqueza natural, humana y cultural, existen los más aberrantes niveles de desigualdad, una característica estructural de nuestra sociedad, que explica en gran medida la violencia que nos ha asolado durante los últimos 60 años. En Colombia desde los tiempos de la colonia se formaron poderosos terratenientes, cuyos herederos actuales son amos y señores de cuerpos y almas, apoyados por las altas jerarquías de la iglesia católica y el ejército, en consonancia con la santa alianza entre la cruz y la espada. Eso ha dado origen a una terrible polaridad social, en la cual terratenientes de toda especie (ganaderos, propietarios ausentistas, exportadores de productos primarios, narcotraficantes y paramilitares), que representan solamente el 0.4 por ciento del total de propietarios, son dueños del 61 por ciento de las tierras del país, de las más productivas y de las mejor situadas, y el 54 por ciento de pequeños propietarios (campesinos minifundistas, colonos, indígenas, comunidades afrodescendientes) sólo poseen el 1,7 por ciento de la tierra, como resultado de lo cual existen 8 millones de pobres rurales. En Colombia, a diferencia de otros países de América Latina (México, Cuba o Perú) nunca se llevo a cabo una reforma agraria que intentara democratizar la propiedad y uso de la tierra, y los tímidos intentos de corte redistributivo a la larga terminaron por fortalecer el poder de los terratenientes, ligados a otras fracciones del capital, tanto nacional como extranjero. No es de extrañar, en este sentido, que empresas multinacionales como La United Fruit Company (hoy Chiquita Brands) haya constituido un enclave territorial en la costa atlántica colombiana durante las primeras décadas del siglo XX y que esas mismas empresas estén impulsando ahora mismo una nueva apropiación de tierras y riquezas a lo largo y ancho del país. Eso ha cobrado fuerza en los últimos años con la apertura incondicional a los monopolios transnacionales y nunca antes en la historia nacional se habían registrado tales niveles de inversión extranjera como los actuales -se paso de 3.768 millones de dólares en el 2000 a 10.085 en el 2005- y, por supuesto de utilidades remitidas al exterior -que saltaron de 673 millones de dólares en el 2000 a 6.535 en el 2007, con un crecimiento de casi el 1.000 por ciento.
Esta característica estructural de monopolio terrateniente del suelo, se ha acentuado en los últimos años, con el despojo de cinco millones de hectáreas de tierra por parte de fuerzas paraestatales. Estas tierras, como expresión de una típica revancha terrateniente, han sido arrebatadas a los campesinos y apropiados por viejos y nuevos hacendados, para ampliar sus fincas ganaderas, sembrar palma africana y otros cultivos de exportación, ahora usados para producir necrocombustibles. Este hecho explica el despojo y el destierro de cuatro millones de colombianos en su propio país, lo cual nos ubica entre los dos países del mundo con más desplazados internos, disputándonos palmo a palmo con Sudán un deshonroso primer lugar en tan indigna acción.
Como las clases dominantes de Colombia nunca han querido repartir ni un centímetro de tierra, han expulsado violentamente a los campesinos hacia los límites de la frontera agrícola, con lo cual se ha poblado el país, a costa de indígenas y comunidades afrodescendientes, mientras las mejores tierras siguen en manos de los grandes propietarios. Esa expulsión campesina llegó a las ciudades, desde finales de la década de 1940, originando una urbanización acelerada y profundamente antidemocrática, porque en las ciudades se ha ido reproduciendo, a su modo, la injusticia del mundo rural, pues un puñado de potentados, ligado al capital financiero, se ha enriquecido a costa del hambre de tierras urbanas de los más pobres, que cíclicamente llegan huyendo de la violencia y de la miseria que impera en los campos colombianos. Eso explica que hoy por hoy la mayor parte de la población del país malviva en las ciudades (algo más del 70 por ciento), y millones de personas no cuenten con los más elementales servicios públicos, estén desempleados, vivan del rebusque diario y se encuentren arrinconados en barrios tuguriales. Al mismo tiempo, en esos espacios urbanos, como parte de la lógica injusta del capitalismo, existen guettos de riqueza de las clases dominantes y de reductos de las clases medias, como se aprecia en Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y otras ciudades del país, en donde se vive con todas las comodidades y el confort de las elites de los Estados Unidos o de Europa.
No es difícil documentar la magnitud de la horrorosa desigualdad de la sociedad colombiana: hay veinte millones de pobres y 7 millones de personas viven en la absoluta miseria, lo cual quiere decir que uno de cada dos colombianos es pobre y uno de cada seis es indigente; el desempleo afecta, según cifras oficiales, a dos millones doscientas mil personas y si a ellas le sumamos las que sufren el subempleo y otras formas disfrazadas de desempleo, tenemos que el desempleo real cobija a unas 9 millones de personas, el 41 por ciento de una población económicamente activa de 20 millones. Y la gran mayoría de los que tienen empleo soporta condiciones laborales indignas e inhumanas, como producto de la flexibilización y precarización laboral, de la pérdida de derechos, de la imposibilidad de organizarse sindicalmente, de la contratación temporal y de la ampliación de la jornada laboral, porque en una especie de revolución conceptual en la astronomía, que erizaría la piel de Kepler y Copérnico, el actual gobierno determinó extender por decreto el día de las seis de la mañana a las diez de la noche, para que los empresarios no paguen horas extras ni recargos nocturnos.
Para completar, las reformas tributarias de los últimos años han aumentado la desigualdad, puesto que han disminuido o suprimido impuestos a los ricos con el pretexto de aumentar la inversión de capital privado, tanto nacional como internacional, mientras que se ha generalizado el impuesto al valor agregado y las tributos directos que pagan los asalariados y los pobres. De esta forma, en tanto que un trabajador paga impuestos sobre sus ingresos, las empresas cotizan, cuando lo hacen, sobre sus ganancias y no sobre su patrimonio.
La concentración de la riqueza es de tal índole que hace de Colombia un país terriblemente injusto, como se comprueba con unos pocos datos del Informe de Desarrollo Humano, versión 2005: «58 personas pobres (del 10% de menores ingresos) reciben el mismo ingreso que 1 persona rica (del 10% con mayores ingresos), Colombia es el undécimo país más desigual del mundo con un Coeficiente de Gini de 57,6.; El 20% más rico de los colombianos consume el 62% de los bienes y servicios y el 20% más pobre consume el 3%.». Un dato sintético nos indica que el ingreso acumulado del 80 por ciento de los colombianos es inferior a los ingresos totales del 10 por ciento más rico, los verdaderos dueños del país.
Esta profunda desigualdad de la sociedad colombiana ha sido preservada históricamente mediante varios mecanismos. Al respecto, vale mencionar los elementos ideológicos de que se han valido las clases dominantes en Colombia para mantener su hegemonía, entre los cuales sobresalen los mitos desmovilizadores y, más recientemente, el uso del poder mediático. Esas clases dominantes se han encargado de construir dos mitos de larga duración, tanto para uso interno como fuera del país. El primer mito sostiene que la Colombia actual desde temprana época, a finales del siglo XVIII, se convirtió en una sociedad mestiza, en la que, por ende, nunca ha existido discriminación étnica ni desigualdad racial. Esta falacia, repetida hasta la saciedad, fue construida para invisibilizar a indígenas y afrodescendientes, justificar la apropiación de sus tierras y de sus riquezas, legitimar su persecución y exterminio y entregar sus suelos a empresarios locales o extranjeros, como viene sucediendo con las empresas petroleras desde comienzos del siglo XX. Con este embuste de un pretendido mestizaje democrático, las clases dominantes de Colombia han buscado marginar, cuando no exterminar, a indígenas y negros, considerados como inferiores, para no reconocerlos ni como seres humanos ni como comunidades o individuos con derechos, sino solamente como peones o como carne de cañón y de urna.
El segundo mito desmovilizador, más acentuado que el primero y de difusión internacional, asegura que Colombia es la democracia más antigua y más sólida de América Latina. Esto no deja de ser una falacia o un mal chiste, sobre todo para los que vivimos en ese país. Es una falacia, como puede probarse mencionando, de paso, algunos aspectos políticos, económicos y sociales. En términos políticos, durante más de un siglo y medio las clases dominantes han usufructuado el poder valiéndose de dos partidos, el liberal y el conservador, que se han turnado o han compartido el control del gobierno y del Estado, cerrando cualquier posibilidad de participación política a fuerzas diferentes, mediante el asesinato y la persecución, siendo este otro de los factores estructurales que explica la constante violencia en Colombia, Incluso, cuando en el seno mismo de esos partidos tradicionales han existido personajes que se han atrevido a cuestionar la injusticia y la desigualdad, han sido vistos como sujetos peligros y las clases dominantes no han dudado en eliminarlos, como sucedió con el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
En términos económicos, cuatro grupos monopólicos, estrechamente ligados al capital imperialista, son dueños de las más diversas actividades económicas y productivas, siendo los que finalmente deciden quien hegemoniza el poder político. Esos grupos económicos dominan los medios de comunicación, ahora en alianza con capital español, y por eso en Colombia, dos canales de televisión privados, dos cadenas de radio y un periódico de circulación nacional dictaminan qué se dice y se piensa en nuestra sociedad. Es una dictadura mediática de los grandes grupos económicos, a través de sus empresas periodísticas, que configuran un cartel del terrorismo ideológico y cultural y son los puntales de la guerra informativa contra la población y contra todos los que consideran sus enemigos (como lo han podido comprobar recientemente los gobiernos de Ecuador, Venezuela y Nicaragua). Allí se encuentran pocas familias, como los Santos, Ardila Lule, Santodomingo y los grupos Prisa y Planeta de España. ¿Qué democracia puede haber en un país de 45 millones de habitantes, en el cual sólo unos cuantos empresarios de los medios controlan todo lo que se mueve y produce, incluyendo la información?
En términos sociales, la desigualdad y la injusticia estructural del país se han agravado con la aplicación del recetario neoliberal, la apertura comercial y la arremetida imperialista durante los últimos 20 años. Así, En Colombia se han privatizado las más importantes empresas públicas y la salud, la educación y la cultura se han convertido en negocios rentables para llenar el bolsillo de los capitalistas nacionales o internacionales. Igualmente, Colombia es un país militarizado al extremo, hasta el punto que hoy tiene un ejército de 400 mil efectivos y cuenta con más policías y soldados que profesores, médicos o enfermeros, lo que hace que, en términos de inversión militar con relación al PIB, sea el tercer país más militarizado del orbe, sólo superado por Israel y Burundi. Este crecimiento desmesurado del gasto militar ha sido posible por la «ayuda» de los Estados Unidos que le suministra al gobierno colombiano más de dos millones de dólares diarios para la guerra interna. Por tal razón, tenemos el dudoso privilegio de ser el tercer país en recibir «donaciones» monetarias para la muerte por parte de los Estados Unidos, por debajo de Israel y Egipto. (No por casualidad, como lo ha señalado Noam Chomsky, existe una correlación directa entre ayuda militar estadounidense y violación sistemática de los derechos humanos, como se confirma en el caso de nuestro país).
Como lo subrayó el Tribunal Permanente de los pueblos: «Colombia parece presentarse (…) como un verdadero laboratorio político institucional donde los intereses de los actores económicos nacionales e internacionales son plenamente defendidos a través del abandono por el Estado de sus funciones y de su deber constitucional de defensa de la dignidad y de la vida de una gran parte de la población, a la cual se aplica, como si de un enemigo se tratara, la doctrina de la seguridad nacional, en su versión colombiana». Con todas estas características, si se pudiera usar el término de democracia para hablar de Colombia, lo cual es un verdadero contrasentido, habría que hablar de una «democracia genocida».
2. 60 años de terrorismo de Estado y de impunidad
Ufanarse por parte de las clases dominantes que Colombia es la democracia más antigua y sólida del continente, ha servido para ocultar ante la faz del mundo el terrorismo de Estado más prolongado de nuestra América y uno de los más constantes en todo el planeta. En efecto, en mi país ha existido en los últimos 60 años (desde poco antes del asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948) una interminable impunidad estatal -junto desde luego, a la impunidad de las clases dominantes-, que ha sobrevivido a todos los cambios experimentados en nuestro continente y en el mundo. Mientras que en el cono sur y en Centroamérica se terminaron las dictaduras militares de seguridad nacional, con su estela de sangre, terror y desaparecidos, en Colombia no hubo necesidad de recurrir a la dictadura abierta, porque con el régimen existente, aparentemente civil y democrático, se han podido cometer, hasta ahora, tantos o más crímenes que los realizados por las dictaduras de Videla, Pinochet o los generales brasileños, todos juntos. Según la ONU, Colombia es uno de los pocos países de nuestra América donde todavía hoy se sigue practicando la horrorosa práctica de la desaparición forzosa. Aunque la guerra fría terminó hace dos décadas, en Colombia se mantiene, con la misma lógica anticomunista y contrainsurgente de siempre, puesto que el solo hecho de pensar, no digamos diferente, sino simplemente de pensar es un delito, del que se derivan todas las consecuencias posibles: acoso, persecución, señalamiento, cárcel, exilio, desaparición o muerte. Es bueno enfatizar que en Colombia no se prohíbe la disidencia o la protesta, sino que simplemente se mata al que disienta o proteste, como alguna vez lo dijera el periodista Antonio Caballero.
Mientras en otros lugares (El Salvador, Guatemala) se dieron procesos de paz que implicaron para las clases dominantes de esos países impulsar algunas tímidas reformas sociales, económicas y políticas y reconocer la existencia de los adversarios como interlocutores válidos, en Colombia la oligarquía criolla no quiere repartir nada, ni un centímetro de tierra, ni redistribuir ingresos, ni mejorar las condiciones de vida de la población, y por ello ha optado por la vía de la tierra arrasada, mediante el Plan Colombia y la instalación de bases militares de los Estados Unidos en nuestro suelo.
Ese terrorismo de Estado, tan prolongado e impune como el de Israel (cronológicamente coinciden con terrible exactitud) y solamente superado por el campeón mundial del terrorismo de Estado (por supuesto el de Estados Unidos), ha perdurado mucho más tiempo que las dictaduras de Stroessner en Paraguay, de los Somoza en Nicaragua, de los Duvalier en Haití, o de Trujillo en República Dominicana. Se ha mantenido incluso más allá de la «dictadura perfecta», la del PRI mexicano.
Ese terrorismo de Estado, apoyado en grupos paramilitares, utiliza símbolos y nombres similares en dos períodos históricos distanciados por medio siglo, en la época de la primera Violencia y en la actualidad. Los sicarios conservadores de la década de 1950 se autodenominaban pájaros y el más famoso de ellos era conocido como El Cóndor, amigo íntimo de políticos conservadores y de militares que llegaron a la presidencia de la República. Hoy los grupos emergentes de paramilitares se proclaman como las águilas negras, y su cercanía con el poder político y empresarial es evidente, como para comprobar que no es mucho lo que ha evolucionado la fauna parasicarial en Colombia, ya que en medio siglo sólo se ha dado una mutación semántica que nos ha llevado de los pájaros a las águilas negras.
La persistencia del terrorismo de Estado en Colombia ha dejado una impresionante secuela de victimas, una contribución a la historia universal de la infamia, de la cual solamente quiero recordar algunos hechos. En los últimos 20 años han sido asesinados 3000 dirigentes sindicales, constituyéndose en el país del orbe más peligroso para ejercer cualquier actividad gremial, hasta el punto que de cada 10 sindicalistas asesinados en el mundo, 9 lo son en Colombia. En esa lógica de terror contra los trabajadores, con la participación de empresas multinacionales (Coca-Cola, Chiquita Brands, Nestlé, La Drumond…), han sido aniquilados sindicatos completos, como sucedió con el de los bananeros en Urabá o con el de la palma africana en el departamento de Cesar y otros han sido sistemáticamente perseguidos, como la Unión Sindical Obrera que agrupa a los trabajadores petroleros, cien de cuyos dirigentes y miembros han sido asesinados después de 1988.
Como parte de esa lógica del terror, en Colombia se planificó y ejecutó el genocidio político de una organización de izquierda, la Unión Patriótica, que fue aniquilada en las décadas de 1980 y 1990, con el asesinato de 5000 de sus militantes, incluyendo senadores, concejales y alcaldes.
El asesinato de dirigentes campesinos, de defensores de derechos humanos, de periodistas, de profesores, de estudiantes, de luchadores sociales ha sido y es la pauta típica del terrorismo de Estado hasta el día de hoy, sin que sus responsables, asociados en gran medida al capital privado, a las fuerzas armadas y a los terratenientes, sean condenados y antes por el contrario hoy sean vistos como prósperos empresarios o salvadores del país, que se pavonean orondos de sus crímenes, tanto en Colombia como en el exterior.
En este país se ha generalizado el terror de múltiples formas por parte de sectores de la extrema derecha, mediante matanzas indiscriminadas desde 1981, cuando apareció en escena el primer grupo paramilitar en el Magdalena Medio. Desde entonces hemos vivido horrores indescriptibles, masacres de una inconcebible sevicia, crímenes que son el telón de fondo de lo que en forma benigna se ha llamado la parapolítica, por lo cual están detenidos más de 30 senadores de la coalición de gobierno. La parapolítica simplemente es un eufemismo para camuflar la magnitud de los delitos de lesa humanidad que ha producido la alianza macabra de grupos de matones con políticos, terratenientes, militares, empresarios y multinacionales, con la finalidad de eliminar a todos los seres humanos considerados como enemigos y obstáculos de la acumulación de capital mafioso imperante en Colombia. Porque, de paso, en ese país si que se aplica la notable distinción de Leonardo Sasccia, cuando dijo que «la mafia es un capitalismo ilegal, mientras que el capitalismo es una mafia legal».
De la misma manera, en Colombia hay miles de desaparecidos por razones políticas o reivindicativas desde 1977, cuando fue raptada y luego desaparecida en la ciudad de Barranquilla por organismos de seguridad del estado Omaira Montoya Henao, una bacterióloga de 34 años y militante de izquierda. Esta práctica criminal no ha cesado y se mantiene hasta el día de hoy.
Si se hiciera un minuto de silencio por cada uno de los muertos, torturados y desaparecidos que se han presentado en Colombia en los últimos sesenta años, tendríamos que permanecer callados, por lo menos, durante dos años continuos. Tal es la magnitud de la impunidad del terrorismo de Estado imperante en Colombia, del cual es cómplice y copartícipe el imperialismo estadounidense y ese conjunto de delincuentes que se autodenomina comunidad internacional. Por todos aquellos que he nombrado (sindicalistas, indígenas, dirigentes campesinos y populares, defensores de derechos humanos, estudiantes, profesores, mujeres e intelectuales) y que han sido asesinados, torturados o desaparecidos nunca se ha convocado a una marcha por parte de la poderosos medios de comunicación, ni se han organizado conciertos para escuchar a cantantes destemplados, como si, sencillamente, esos muertos y desaparecidos nunca hubieran existido o no fueran importantes. A esos colombianos humildes y pensantes que han sido asesinados y masacrados por el capitalismo colombiano quiero recordarlos en esta ocasión y rendirles un tributo de reconocimiento, porque su lucha forma parte de la memoria y de la dignidad de quienes no se han resignado a creer que la violencia en Colombia es un castigo divino, sino que es producto de un sistema profundamente injusto y desigual y que han soñado con un país decente, muy distinto al actual, gansteril y mafioso.
Bombardear un país vecino, violar el derecho internacional humanitario y las leyes de guerra -usando los símbolos de la Cruz Roja, TeleSur y de una ONG humanitaria de Barcelona- calumniar e inculpar a presidentes de otros estados, oponerse al derecho de asilo…, son prácticas terroristas que han evidenciado ante la faz del mundo en el último año, pero sólo son un pálido reflejo del terrorismo de estado que los colombianos comunes y corrientes han soportado durante más de medio siglo. Lo que está aconteciendo ahora confirma que en Colombia, el Estado y las clases dominantes se han convertido en fichas incondicionales de los Estados Unidos en nuestra América, para fungir como el portaaviones terrestre de la guerra preventiva y como punta de lanza de los intereses del imperialismo en su sed insaciable de apropiarse de riquezas y recursos. Para hacerlo posible, Estados Unidos directamente o por intermedio de Colombia necesita sabotear los procesos autónomos y soberanos que se impulsan, entre logros y tropiezos, en distintos países sudamericanos.
Desde luego, ese comportamiento internacional del Estado colombiano tampoco es nuevo, puesto que durante los últimos sesenta años, para vergüenza de nuestra América, sucesivos gobiernos han respaldado o participado en hechos tan lamentables como la Guerra de Corea, a comienzos de la década de 1950, o la criminal invasión a Irak en los últimos cinco años. El gobierno colombiano actual ha sido el único de la región en aplaudir las maniobras de la IV flota imperial de los Estados Unidos en el Mar Caribe y en respaldar a la Unión Europea en su directiva xenófoba y racista contra los inmigrantes. Como parte de esa historia de traición de los gobiernos colombianos a otros países sudamericanos, recordemos que en 1982, el presidente de entonces fue el único de Sudamérica en respaldar al Reino Unido y a Estados Unidos en el conflicto de las Malvinas. ¡Todos estos acontecimientos demuestran que el síndrome de Caín también es una característica estructural de las clases dominantes de ese sufrido país!
Cabe preguntarse, ¿por qué ha persistido durante tanto tiempo ese terrorismo de Estado con todas sus secuelas de sangre y horror? Puede responderse diciendo que una razón fundamental se encuentra en la permanente resistencia de importantes sectores de la población al modelo capitalista gansteril existente en nuestro país. Porque, a pesar de la violencia estatal y paraestatal, en Colombia en las últimas décadas se ha dado un extraordinario proceso de resistencia con variadas formas de lucha, en donde han participado indígenas, campesinos, comunidades afrodescendientes, trabajadores sindicalizados, estudiantes de escuelas y universidades públicas, trabajadores de la cultura y algunos intelectuales y entre la que hay que situar también el surgimiento de la insurgencia armada. El terrorismo de estado existe porque, a pesar de todos los esfuerzos y propaganda, las clases dominantes no han podido erradicar de importantes sectores de la población colombiana, la semilla de la rebelión, de la inconformidad y de la resistencia.
3. ¿Qué puede hacer el pensamiento crítico?
En el contexto antes señalado, vale preguntarse qué función tiene el pensamiento crítico en una sociedad como la colombiana, en la cual se ha impuesto, tal vez como en pocos lugares del continente, el pensamiento único de clara estirpe neoliberal, impulsado por los medios de comunicación, las clases dominantes y las multinacionales, todo lo cual, junto con la violencia, ha llevado al arrinconamiento y a la asfixia de la intelectualidad de izquierda, la mayor parte de la cual fue cooptada por el propio capitalismo en las últimas décadas. Esto ha hecho que ciertos escritores, investigadores y profesores universitarios, provenientes de la izquierda, se convirtieran en los intelectuales orgánicos de las viejas y nuevas formas de dominación capitalista e imperialista, llegándose al extremo de que hoy algunos plumíferos justifican y aplauden como legítimas las acciones ilegales del régimen colombiano. Estos mercenarios del pensamiento, que han alquilado y vendido su conciencia a muy bajo precio, cumplen la función de justificar el terrorismo de estado contra la población colombiana a nombre de la pretendida guerra contra el terrorismo, de las supuestas ventajas del libre mercado y de las migajas que les caen al asumir una postura de genuflexión incondicional ante Estados Unidos. Todo eso, además, sólo busca hacer presentables las políticas más antipopulares y vendepatrias que se registren en los anales de la historia nacional. A todos esos burócratas del pensamiento, pueden aplicárseles de manera textual las palabras de Bertolt Brecht: «Quien no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal».
En contravía con ese pensamiento sumiso y servil, en «estos tiempos de mentira e infamia», como diría Antonio Machado, los intelectuales críticos deben preservar en la labor de desentrañar todas las formas de explotación, opresión y sometimiento, asumiendo el papel de cuestionar las mentiras que a diario nos repiten los medios de intoxicación masiva y los intelectuales domesticados, que sólo buscan embellecer al capitalismo y nublar el entendimiento de la gente. En el mundo incierto en el que nos ha tocado vivir, a esos intelectuales críticos les corresponde ayudar a diseñar instrumentos analíticos, adecuados a las urgencias de nuestra época, que ayuden a entender lo que está pasando, recuperando al mismo tiempo las innumerables luchas y rebeliones que los humillados y ofendidos han librado a través de la historia y contribuyendo a construir alternativas que recuperen la esperanza. Como no podemos permitir que los medios piensen por nosotros, puesto que eso sólo conduce a que se ame a los opresores y se odie a los oprimidos, es imprescindible seguir pensando y actuando en contra de los lugares comunes que pretenden eternizar al capitalismo. Por eso, hemos querido dilucidar el sentido de las patrañas terminológicas de moda (expresadas en términos vacíos y sin sentido como «sociedad del conocimiento» o «imperio», y muchas más), pero no para quedarnos en la pura crítica, sino para invitar a profesores, estudiantes, líderes sociales, activistas, dirigentes populares y sindicales a que con esfuerzo intelectual superen los múltiples obstáculos y ayuden a diseñar alternativas al capitalismo realmente existente.
La propuesta que ha sido desarrollada en esta obra, busca recalcar que el conocimiento tiene una función social, máxime si presume de ser crítico, porque en la actualidad es urgente recrear la educación política de las nuevas generaciones, evitando los manuales que tanto daño nos hicieron, para incentivar a la gente a pensar por cuenta propia, a no tragar entero lo que dicen los medios de desinformación, ni a creer en toda la propaganda que nos anuncia a diario que estamos ante el fin de la historia y que enfrentar al capitalismo es inútil porque ante el mismo no existen alternativas. En este sentido, reivindicamos un tipo de reflexión proscrita en el mundo académico, que recupera el lenguaje clásico de diversas vertientes emancipatorias, entre las cuales sobresalen variadas interpretaciones marxistas, ambientalistas, feministas, anarquistas, indianistas y críticas de la razón instrumental. Esa reflexión no ha buscado quedarse en la mera contemplación, sino que busca construir con comunidades educativas, docentes y sindicales, entre otras, propuestas teóricas y metodológicas que permitan acercarnos a la comprensión de este mundo incierto, así como en el diseño de instrumentos de conocimiento que integren a grupos humanos, a partir de sus necesidades y expectativas concretas.
En esta investigación se plasma un esfuerzo de síntesis que intenta romper con las especializaciones restringidas en el ámbito de las ciencias sociales que tanto nos constriñen, y analizar grandes problemas de la humanidad, tales como el ecocidio planetario, las formas de explotación del trabajo, la mercantilización de todo lo existente, el impacto contradictorio de la tecnociencia, las transformaciones educativas y su relación con las políticas imperialistas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional…. El objetivo ha consistido en presentarles a los profesores, activistas y dirigentes sociales un panorama amplio de los principales cambios mundiales e indagar cómo inciden en diversos aspectos de nuestra realidad cotidiana, y cómo podría aprovecharse esa información en el trabajo intelectual y político práctico en el aula de clase, en el barrio, en el sindicato y en otros espacios. Esto se ha hecho porque consideramos que el conocimiento no debe quedar en manos de expertos que lo monopolizan, sino que el saber tiene una función social que debe ayudar a la gente a enfrentar, con razones y argumentos, los problemas que la afectan. A este respecto, son iluminadoras las palabras del poeta cubano Roberto Fernández Retamar cuando afirma: «La tarea de los intelectuales latinoamericanos y caribeños no puede ser repetir miméticamente lo que una y otra vez Occidente nos propone como verdades (desde el mentido ‘Descubrimiento’ hasta la supuesta evaporación del imperialismo), sino arribar al pensamiento propio de lo que Bolívar llamó un ‘pequeño género humano’: el cual, por otra parte, sólo de ésta manera logrará desembocar de veras en esa patria que es la humanidad, como sentenció José Martí».
En esta perspectiva, quisiera bosquejar algunas de las tareas del pensamiento crítico en estos momentos, a saber su irreducible carácter anticapitalista y antiimperialista, recuperar la idea de totalidad concreta para el análisis y comprensión de la imposición mundial del capitalismo, y, por último, vincularlo a las luchas históricas de los oprimidos.
De una parte, consideramos que el pensamiento crítico, en Colombia y en nuestra América, tiene que ser anticapitalista y antiimperialista, porque si ha de ser crítico tiene que ir a la raíz de los problemas y quien quiera entender y transformar la injusticia y la desigualdad hoy en nuestro continente en el sentido profundo del término se encontrara en el camino, tarde o temprano, con el capitalismo y el imperialismo, algo evidente en el caso colombiano. Sin esas categorías analíticas no es posible entender la acumulación mafiosa de capital y la constitución de una burguesía gansteril, que se ha hecho hegemónica no sólo en Colombia sino en otros países de nuestra América y el mundo.
En la obra que hemos escrito se encuentran innumerables ejemplos de las diversas formas de explotación y de dominación ejercidas por el capitalismo y el imperialismo en los más diversos campos, que van desde la economía, hasta el medio ambiente, pasando por la cultura, la ciencia y la técnica. La óptica anticapitalista permite, en nuestro entender, ir al fondo del asunto de lo que hoy acontece en el mundo y en nuestro continente, porque nos recuerda que es menester ir más allá de las apariencias relucientes de las mercancías y de los supermercados, hasta los hombres y mujeres de carne y hueso que soportan en la vida diaria la explotación, en las maquilas, en las zonas francas, en las fábricas de sudor y de muerte, pero también en las oficinas, en las escuelas, en los consultorios y en todos los lugares de procesamiento informático. Porque los trabajadores siguen existiendo, a pesar de las transformaciones experimentadas por el mundo laboral en las últimas décadas, y continúan siendo el soporte fundamental del capitalismo, quien recurre como siempre a la extorsión de fuerza de trabajo como fuente de acumulación y de ganancia, sin importar la forma ni el tipo de trabajo que se realice.
Ese pensamiento, decimos, precisa ser antiimperialista, porque si algo se ha querido escamotear en las últimas décadas es la existencia de la dominación internacional y de la opresión nacional. El término imperialismo incluso avergüenza a sectores de izquierda que en lugar de usar esa denominación han optado por emplear nociones insustanciales y banales, como las de «globalización» o «era de la información», con los cuales nos quieren dar a entender que las relaciones internacionales se trasformaron hasta el punto que ya no hay ni dependencia ni dominación entre países, sino interdependencia y ayuda mutua, como expresión del triunfo del mercado. Esa retórica insustancial ha sido desmentida por la dura realidad en los últimos tiempos, como se demuestra con las guerras típicamente imperialistas libradas por Estados Unidos desde diciembre de 1989, cuando fue invadida Panamá. Desde entonces, las continuas agresiones a los países pobres han evidenciado que el imperialismo sigue siendo tan cruel como siempre. En consecuencia, en vísperas de conmemorarse el bicentenario de la primera independencia, hay que proclamar con José Martí la imperiosa urgencia de una segunda emancipación de nuestra patria grande, de todos los imperialismos, incluyendo el europeo, que hipócritamente se presenta como defensor por excelencia de los derechos humanos, mientras, aliado con los Estados Unidos, preserva sus pretensiones de superioridad sobre los pueblos de otras latitudes y respalda el terrorismo y los crímenes de Estado en Palestina, en Afganistán, en Irak, en Turquía, en Colombia…
No por azar el reino de España, una caricatura del imperio que fue desarticulado en América mediante la lucha organizada de los pueblos de las colonias en el siglo XIX, pretende dos siglos después reescribir junto a las clases dominantes de nuestra América la historia heroica de los mantuanos y sus descendientes, que tanto temor le han tenido siempre a los indígenas, negros, zambos, mestizos, pobres y humildes, la sabia vital que con sus variados colores tiñe las sociedades de este lado del mundo. En concordancia con sus intereses empresariales, esa España monárquica participa activamente en la celebración oficial de la independencia que preparan las clases dominantes de estos países, para presentarse juntos como los adalides de la libertad y de la democracia, mientras auspician la penetración de las empresas y bancos españoles en todo el continente, los cuales no se distinguen precisamente por respetar ni a la gente ni a los ecosistemas.
Otra característica del pensamiento crítico que nosotros reivindicamos en esta obra estriba en pensar los cambios experimentados por el capitalismo a partir de la idea de totalidad, construyendo explicaciones que permitan entender la lógica central del capitalismo en esta fase de despliegue planetario. Casualmente, los sucesos del 11 de septiembre de 2001, demostraron la ineficacia de las teorías débiles y fragmentarias para poder explicar lo que estaba sucediendo -es decir, la imposición mundial del totalitarismo capitalista- y a partir de ese momento diversos autores rescataron la importancia de la crítica de la economía política, como eje analítico medular para entender la lógica del capital y todas sus contradicciones. Escudriñar los mecanismos actuales del sistema capitalista requiere de un esfuerzo por integrar diversos saberes que nos permitan aproximarnos al conocimiento de la forma como el capital se despliega y subordina todo lo que encuentra a su paso, incluyendo la naturaleza. Y ese esfuerzo analítico también precisa de una gran apertura mental, que no se opone a la firmeza política, para interrelacionar lo que pasa en el mundo y lo que sucede en nuestros países, a partir no de un universalismo abstracto sino de un análisis concreto que integre lo mejor del pensamiento emancipatorio universal con el legado de nuestros grandes pensadores, los que han vivido y luchado al sur del Río Bravo, y que desde el siglo XIX se han atrevido a eso, a pensar, y no simplemente a copiar y a imitar, porque como indicaba José Martí: «Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen el decoro de muchos hombres. Estos son los que se rebelan como fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos la libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana».
Por último, una característica distintiva del pensamiento crítico radica en plantear y volver a insistir en que no se conoce por conocer sino con una finalidad política expresa de carácter emancipatorio, yendo contra las tendencias pasivas, contemplativas y conformistas. Por ello, el pensamiento crítico debe seguir acompañando las luchas de los oprimidos, aprendiendo de la historia y de la realidad de esas luchas y bosquejando salidas a la crisis civilizatoria de nuestro tiempo. Estamos convencidos de la urgencia para el pensamiento crítico de rescatar las luchas de los oprimidos y de los vencidos, porque, como decía Walter Benjamin, solamente andando con aquéllos sin esperanza no es permitida la esperanza. O como lo planteaba más cerca de nosotros José Martí: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores».
Es imprescindible recuperar la historia de las luchas de los pobres, oprimidos y explotados del continente, porque ellas son un espejo para el presente y el futuro. Las experiencias de indígenas, afrodescendientes, campesinos, colonos, obreros, mujeres pobres, recorre la historia de Colombia y América Latina, como un ejemplo vivo y palpitante. Con sus sueños y expectativas han proyectado otro tipo de vida y de sociedad, con valores de igualdad, ayuda mutua, cooperación, sacrificio y entrega. Todos estos valores cobran actualidad, ante la avalancha individualista propia del capitalismo, que pregona todos los días, como características supuestamente innatas al ser humano, el egoísmo, la sed de ganancias, el aplastamiento del adversario, el fetichismo de la mercancía y del dinero.
El pensamiento crítico no parte de cero, sino que recupera una memoria de esperanza y dignidad, una evocación de las luchas anticapitalistas y antiimperialistas que se han dado a lo largo de la historia de nuestra América y que han cobrado actualidad en los últimos años en Venezuela, Bolivia, Ecuador, México, Cuba, Argentina, Colombia, Brasil y en muchos otros lugares, porque como dice el poeta Juan Gelman, con esto termino: «Llegó la muerte con su recordación/ nosotros vamos a empezar otra vez/ la lucha/ otra vez vamos a empezar/ otra vez vamos a empezar nosotros/ contra la gran derrota del mundo/ compañeritos que no terminan/ o arden en la memoria como fuegos/ otra vez/ otra vez/ otra vez/».
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Texto íntegro leído por el Dr. Renán Vega Cantor con motivo de la entrega formal del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2007, el día 7 de agosto de 2008 en el Teatro Teresa Carreño de la ciudad de Caracas.