La experiencia política de Gramsci y su elaboración teórica nos previenen del mecanicismo aún latente en la izquierda contemporánea, que sigue ligando cambio a excepcionalidad, crisis económica a crisis política terminal
Retrato de Antonio Gramsci. THIERRY EHRMANN
El legado de Antonio Gramsci ha sido reivindicado, desde posiciones políticas heterogéneas, por diversos movimientos del cambio social en las últimas cuatro décadas. En este contexto, ¿cuál sería el núcleo básico que el pensamiento de este autor aporta al debate del cambio en la sociedad contemporánea?
Frente a la extendida afirmación de raíz althusseriana de Gramsci como “teórico de las superestructura”, la pregunta anterior podría responderse de manera más adecuada desde la concepción de Gramsci como “teórico de la coyuntura”.
Al dar importancia al análisis de la coyuntura, se entiende cómo, a pesar de su dispersa obra y de su heterogénea recepción, Gramsci ofrece una posición teórica, muy coherente, marcada por el clima social e intelectual del marxismo posterior a la Revolución rusa, en el que la interpretación de la conciencia revolucionaria ocupa un lugar central.
Esta reivindicación de la conciencia revolucionaria es propia de la generación de comunistas que rompen, como Gramsci, con el determinismo predominante en el movimiento socialista posterior a la derrota de la Comuna de París de 1871. Esto les hace confrontar con la actitud determinista, inspirada en la visión “etapista” del marxismo de la II Internacional, que planteaba, como prioridad, alcanzar la revolución democrática burguesa como etapa previa al socialismo, que era visto como un resultado natural de una evolución lineal de la sociedad europea.
Así, frente a la fórmula de Berstein de “el movimiento es todo, el objetivo es nada”, Gramsci, al igual que Lenin o Rosa Luxemburgo, defiende la recuperación de aquella dimensión del socialismo que había sido abandonada por la vieja socialdemocracia: la dimensión emancipadora de la subjetividad.
De esta forma, el análisis teórico para Antonio Gramsci se pone al servicio de la acción política concreta que permita captar, en cada momento, el problema central y actuar en consecuencia. Algo que él mismo define en términos militares como la necesidad de pasar a la “guerra de posiciones” como alternativa a la “guerra de movimientos”. Existe por tanto una línea de acción principal en cada momento, y esa línea se concreta en los Cuadernos de la Cárcel (1929-1937), con la expresión tomada de Lenin: “Hay que terminar con la idea del asalto para reemplazarla por la del asedio”.
El giro político propuesto por Gramsci adquiere una dimensión estratégica, producto de una reflexión teórica marcada por la derrota del biennio rosso y la llegada al poder del fascismo. Gramsci se pregunta cómo es posible que, después de la Primera Guerra Mundial y de la bancarrota del Estado liberal, el resultado no haya sido el triunfo de la revolución y el socialismo, sino la victoria del capitalismo.
Esta tensión causal entre estructura y superestructura es resuelta por Gramsci desde la investigación histórica concreta, más que en la apelación a una suerte de lógica dialéctica, resultante de la fórmula de entender lo económico como “determinante en última instancia”. De esta forma, junto a la voluntad transformadora de la subjetividad, Gramsci confronta con los postulados economicistas, a través de un “historicismo pronunciado”, resultado de una formación intelectual muy influida por el idealismo y el liberalismo de izquierdas de su juventud.
Este idealismo mitigado por su carácter historicista permite a Gramsci aportar al marxismo una sensibilidad por la dimensión cultural, política, religiosa y, en general, superestructurales de la vida social, que permite comprender cómo los países del capitalismo avanzado disponen de recursos sociales para resistir los intentos de asalto frontal.
Así, para Gramsci el fascismo no es una anomalía histórica, sino la concreción y continuación del dominio burgués en Italia iniciado con el Risorgimento. El fascismo es la respuesta reaccionaria con el que las clases dirigentes inician el proceso de reestructuración autoritaria de la sociedad italiana, tras el fracaso del capitalismo en su forma originaria, donde la coerción no es la premisa principal sino la capacidad de los grupos dominantes para generar consentimiento y persuasión, construyendo la hegemonía que permite liderar a los grupos aliados o subordinados, construyendo la burguesía un bloque dominante a través del discurso nacionalista.
Condenado a la cárcel por el régimen de Mussolini, los estudios históricos y sus reflexiones teóricas persiguen un claro objetivo político con el que pretende responder a la pregunta ¿por qué la revolución en Italia ha sido derrotada? Gramsci entiende que la derrota es consecuencia del aislamiento del proletariado del norte, de la falta de apoyo de otros sectores populares, en especial, del campesinado del sur de Italia. El pensador italiano responsabiliza de ello al Partido Socialista Italiano (PSI), el cual incurre en una política de corte elitista, que solo contemplaba a la clase obrera industrial y a los países centrales de Europa (como era el norte de Italia), como los únicos protagonistas del cambio político.
Pero Gramsci concluye lo contrario, que el cambio político del momento histórico que le toca vivir solo es posible tomando en cuenta a actores que la tradición socialista tomaba como marginales, como el campesinado, así como el valor antagonista que adquieren los países semiperiféricos como Rusia o coloniales como los asiáticos. En su traducción a las condiciones italianas del momento, Gramsci concluye que el cambio es imposible sin el campesinado y la Italia meridional (la cuestión meridional), realidades con las que articular un nuevo bloque histórico, desde las que construir la hegemonía política y cultural de las clases subalternas en Italia. Es en este punto, donde el pensamiento gramsciano se nos presenta como sugerente para nuestra coyuntura de cambio contemporáneo.
Al igual que Gramsci y los revolucionarios de su generación cabría preguntarse hoy ¿cuáles son los actores que irrumpen como condición necesaria para el cambio socialista en las sociedades contemporáneas?
En el marco de la crisis iniciada en 2008, el cambio político debe ser entendido no como una respuesta a la crisis del fordismo y la socialdemocracia, sino como una alternativa a la crisis del posfordismo y el neoliberalismo.
El triunfo de Boris Johnson y el brexit en Gran Bretaña, junto con la elección como presidente de EE.UU. de Donald Trump forman parte de la reacción de las clases dominantes del centro capitalista ante las consecuencias no deseadas de la globalización que ellas mismas impulsaron.
La visión “largoplacista” con la que Wallerstein propone situar el análisis de la crisis de la globalización implica un proceso de cambio tecnológico acelerado que condiciona sustancialmente la expansión de las fuerzas productivas y la forma que adopten las mismas en el futuro, lo que a su vez, significa que, en situación de crisis, los cambios en la división internacional del trabajo se intensifican. De este proceso se desprende la doble realidad que los nuevos sujetos de cambio plantean, derivados del papel geopolítico que juega la periferia en el sistema mundo y la aparición del nuevo asalariado urbano.
Desde este punto de vista político, la posibilidad de cambio político pasa por la comprensión de cómo las transformaciones en las bases materiales de nuestras sociedades son consecuencia de la formación de un nuevo modelo social y económico marcado por el capitalismo flexible como realidad dominante. En la Europa meridional de la especialización flexible, sus países pasan a ser la fábrica de bienes de consumo de masas de gamas medias y bajas para el consumidor europeo y las zonas del turismo de masas, que hacen del sur de Europa un “enclave del ocio” al servicio de las zonas ricas de Europa.
Este proceso supone una redistribución geográfica de los centros de trabajo en función de la fase del proceso productivo que realizan, base para el surgimiento de una nueva cuestión meridional a escala europea, cuyos efectos segregadores son claves para la comprensión de la crisis de la Europa actual.
Se multiplica así una economía de servicios atrasados a la producción que, escalonadamente, realizan tareas cada vez más menos cualificadas y que se distribuyen por los grandes corredores industriales de las coronas metropolitanas, o al otro lado de sus fronteras, despoblando las zonas rurales del interior, efectos que configuran la nueva lógica espacial del capitalismo flexible, convirtiendo a las periferias urbanas en las protagonistas de la nueva geografía del malestar en las sociedades meridionales europeas.
El modelo de paro-precariedad-flexibilidad está en la base de la aparición y consolidación de una nueva clase trabajadora de servicios, con características distintas a la clase obrera industrial o la conformada por los trabajadores de servicios públicos y capas profesionales urbanas. Estamos ante algo nuevo, el “proletariado sin conciencia” el nuevo asalariado urbano que puede acabar convirtiéndose en un actor fundamental del conflicto social futuro.
El contexto en el que se construye la obra teórica de Antonio Gramsci es el de la crisis de la primera globalización de finales del siglo XIX. Dicha crisis es sancionada con el nacimiento de los imperialismos que se dirimen en la I Guerra Mundial. El coste para el capitalismo de este periodo es la Revolución socialista en Rusia y el crac económico del 29, crisis que da lugar a la aparición del fascismo, proyecto bajo el que surge el primer proyecto continental europeo triunfante del siglo XX.
Para Gramsci, la reconstrucción de un proyecto socialista en aquel contexto requería de formas y sujetos nuevos, situando esa nueva referencia ahí donde antes se había negado todo potencial de cambio, es decir, en el desarticulado campesinado del Mezzogiorno italiano.
Como respuesta a la derrota del biennio rosso, Gramsci percibe en la cuestión meridional el “nudo” fundamental para el cambio en Italia, para lo cual, ya en el marco de los Cuadernos de la Cárcel, el líder italiano desarrolla conceptos clave de su pensamiento, en especial, el de bloque histórico y hegemonía.
Antonio Gramsci es el primero en Occidente que se esfuerza en comprender filosóficamente el significado histórico mundial de la revolución que estalla en Oriente, en un país atrasado como Rusia, y se convierte en un crítico implacable del PSI, con el cual rompe, por su incapacidad de entender el papel que juega el campesinado y el significado de la cuestión meridional como cuestión nacional.
La experiencia política de Gramsci y su elaboración teórica nos previenen del mecanicismo aún latente en la izquierda contemporánea, la cual sigue ligando cambio a excepcionalidad, crisis económica a crisis política terminal. Sin embargo, y tras un intenso ciclo de movilizaciones, la crisis de la segunda globalización ha traído los nuevos fascismos que avanzan en Europa la reconstrucción de proyectos reaccionarios en Gran Bretaña y EE.UU. y la respuesta proimperialista de sectores importantes de las capas medias en América Latina. Proyectos sustentados no solo en las clases dominantes, sino que cuentan con el apoyo de importantes sectores populares.
La transmisión de las relaciones de explotación contemporáneas sugieren un patrón geográfico o espacial que tiene como eje el concepto de periferia, cuya dimensión social tiene como referencia al nuevo asalariado urbano resultante del proceso de transformación del trabajo en el marco del capitalismo flexible. Pensar el cambio social pasa por la comprensión del valor central de lo considerado hasta ahora como marginal, del “proletariado sin conciencia” que habita en las periferias urbanas de los países europeos. En esa plebe precaria de la periferia se encuentra la nueva cuestión meridional.
Sin embargo, el peso social de esta nueva clase trabajadora no corresponde con su peso político y cultural, lo que la convierte en un sector infravalorado y nada representado en el marco político europeo. Una izquierda que, si no reacciona, puede ser responsable de provocar una neutralización decepcionada de un sector popular, que quedará a disposición de sucumbir a demagogos fascistas de última generación.
Eddy Sánchez Iglesias es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM y director de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM).
NOTAS
1. Lo que en palabras de Manuel Sacristán “le supuso aceptar que la ideología, es la única instancia mediadora entre la fuerza social y la acción” (Sacristán, 1998: 20).
2. Mezzogiorno o Mediodía, se refiere a la zona sur o meridional italiana. Zona de la que proviene el propio Gramsci, el cual nace en la pequeña localidad de Ales, Cerdeña.