En un artículo juvenil publicado en 1916 en El grito del pueblo, el gran teórico marxista Antonio Gramsci denunciaba las matanzas de armenios en Turquía y se dolía de la dificultad de los hombres para sentir como propio el dolor ajeno: «Es siempre la misma historia. Para que un hecho nos interese, nos toque, es […]
En un artículo juvenil publicado en 1916 en El grito del pueblo, el gran teórico marxista Antonio Gramsci denunciaba las matanzas de armenios en Turquía y se dolía de la dificultad de los hombres para sentir como propio el dolor ajeno: «Es siempre la misma historia. Para que un hecho nos interese, nos toque, es necesario que se torne parte de nuestra vida interior, es necesario que no se origine lejos de nosotros, que sea de personas que conocemos, de personas que pertenezcan al círculo de nuestro espacio humano». Muchos siglos antes el filósofo Aristóteles había demostrado en su Retórica que la compasión, en efecto, es una cuestión de «distancia» o, si se quiere, de «media distancia»: el dolor de los que están demasiado cerca nos resulta «horroroso», el de los que están demasiado lejos «indiferente».
¿Qué tiene que pasar para que a un ser humano le resulte indispensable el placer e insoportable el dolor de otro ser humano? Eso les ocurre, por ejemplo, a las madres de ambos sexos cuando ven gozar o sufrir a sus hijos. Pero incluso si la radical «ocupación del lugar del otro» propia de la maternidad tiene una potencialidad universal, su objeto no deja de ser limitado y particular, restringido al más cercano parentesco. Cuando esta «ocupación» -que nos hace intolerable el dolor ajeno- se extiende a cualquier otro y alcanza a los desconocidos, nos encontramos frente a lo que Tzvetan Todorov ha llamado «moral de simpatía»: ese impulso de identificación total con los demás, de sumersión completa en las emociones del otro, que llevó a algunos no-judíos, al margen de principios o ideologías, a subirse de un salto a los vagones con destino a Auschwitz, sin pensárselo dos veces, como por un reflejo moral incondicionado y absoluto que no les permitía no sufrir lo mismo que la más sufriente de las criaturas de este mundo. Ese mismo impulso llevó, por ejemplo, a la filósofa y mística francesa Simone Weil, refugiada en Londres, a dejar de comer y morir voluntariamente de inanición para compartir así las penalidades de las víctimas del nazismo y de la guerra en Europa.
Digamos que es antropológicamente normal una cierta ceguera emocional frente al sufrimiento lejano y que hay algo excepcionalmente ejemplar en la «santidad» del que experimenta como propio el dolor ajeno, por remoto o anónimo que sea. Durante los últimos años, desde estas páginas, he tratado de describir el capitalismo, desde el punto de vista social, como una especie de «ruptura antropológica» que imponía la indiferencia como norma de todos los intercambios humanos, y esto no como consecuencia de una doctrina o de un discurso sino de la generalización y aceleración de la forma «mercancía»: el tiempo de la digestión -con sus imágenes publicitarias inmediatamente solubles, como el Nescafé- ha sustituido al tiempo narrativo, que es el de las montañas, la maternidad y la poesía. Es la mercancía misma, y el hecho de devenir todo mercancía, lo que impide un compromiso emocional -ni siquiera visual- con los otros cuerpos. En ese contexto, la búsqueda de intensidades placenteras, sucesivas y desconectadas entre sí, hace imposible, como he escrito otras veces, tanto la consistencia misma de las cosas como el desarrollo, en sentido estricto, de una «biografía». No tenemos ni objetos ni experiencias; sólo emociones puras, autistas, emancipadas de todo referente exterior.
La paradoja estriba en que la emoción misma es tan indiferente al objeto que podemos apetecer, como una golosina, la experiencia en el propio cuerpo del dolor ajeno. Queremos experimentarlo todo, la gama entera de las emociones humanas, como en un banquete queremos probar todas las carnes y todos los pasteles. Es sin duda el colmo del nihilismo; es decir, de la ruptura de todo vínculo con la realidad. ¿Me moriré sin haber comido ancas de rana o caviar? ¿Sin conocer Tombuctú? ¿Sin haber hecho el amor en un avión? ¿Sin haber vivido un terremoto? ¿Sin haber sufrido un asalto armado o una violación?
Así están las cosas. Hasta ahora queríamos conocer sobre todo las emociones del poder o de la fuerza y había agencias turísticas que organizaban cacerías de prostitutas desnudas con rifles de pintura o incluso ataques reales a la población palestina en Israel. Pero queremos saber también qué sienten los débiles, los sometidos, los marginados. En el Estado de Hidalgo, en México, el parque EcoAlberto ofrece aguas termales, paseos en kayak y barbacoas espectaculares. Pero la máxima atracción es otra. Por apenas 6 euros adicionales, grupos de entre 50 y 100 turistas pueden vivir la experiencia simulada de un viaje ilegal a los EEUU a través del Río Grande. Durante cuatro horas de marcha nocturna a través de realistas recreaciones paisajísticas, los aventureros vadean ríos fangosos, afrontan temibles serpientes, atraviesan desiertos y desafían a las patrullas fronterizas, que les persiguen con sirenas ululantes y altavoces amenazantes. El miedo, la incertidumbre, el frío y el dolor se convierten en emociones manufacturadas, consumibles en pequeñas tabletas, para los turistas estadounidenses. Queremos saber también lo que sienten ellos; es nuestro derecho -pues somos ricos- experimentar lo que sólo los pobres experimentan. Esa es la diferencia: ellos nunca podrán darse un masaje en una estación termal, pero nosotros podemos permitirnos el lujo de recibir una paliza, por probar, a manos de un policía de aduanas.
A medida que la crisis se agrave en Europa y más gente viva a la intemperie o haga cola para comer una sopa de caridad, veremos cosas como ésta. Puede ser un buen negocio. Los pocos ricos que queden pagarán grandes cantidades para saber lo que se siente y pasar una noche durmiendo a nuestro lado entre cartones; o buscar al amanecer en la basura un raspa de pescado; o vestir unas horas unos andrajos. Nada humano me es ajeno. Con dinero se puede probar de todo. ¿A quién no le gustaría experimentar las emociones de Auschwitz con un guía oficial y sin gas de verdad en la última parada?
Es así cómo el dolor del otro, en la propia carne, se convierte en la forma extrema de la indiferencia. Quiero saber qué placer se siente al ser tan desgraciado como tú.
El capitalismo, sí, es un nihilismo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.