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El preso entre barrotes dispara con la pluma a todos los músicos ricos y bohemios

Fuentes: Rebelión

En la cárcel es donde mejor se escribe. En el maco es donde uno mejor se escucha. En el trullo no hay interrupciones. En el chabolo el adjetivo se ventila. En la trena, entre porros y pirulas, la frase es nube de humo. En la mazmorra el lenguaje es otro hierro. Rock y memoria entre barrotes (Soto del Real) con asesoramiento en las duchas de Mario Conde, Gerardo Díaz Ferrán y Nicolás Steegman. La letra taleguera es himnario y solárium, tuesta con vuelta y vuelta, como los filetes de ternera, marca el pulso y ese bisturí que cierra y cauteriza la herida al mismo tiempo, todo en uno, le viste a uno con cremalleras para vivir cosido y superviviente, sin dramas y renacido, entero tras la peor carnicería: la de uno consigo mismo donde la escritura media. Todos los grandes pisaron trena (Quevedo, Cervantes, San Juan de la Cruz, Tomás Moro, Fray Luis de León, Lope de Vega…) y Ortega y Gasset, primera inteligencia europea, lo explicó al raso: “En España todo lo bueno desde El Quijote hasta la Segunda República nació en prisión”.

       Tibu publica sus memorias del temor y del temblor: Memorias de un mánager (Lince Editorial). Pone en orden sus infartos y da su mejor concierto: Cafetería Neguri de los pijos madrileños del barrio de Salamanca, locales del Faico para ensayar por Embajadores, Ñu cuando clonaba a Jethro Tull, Rosendo y Molina en el primer Leño, Burning clonando a los Stones, Obús en Vallecas tras dejar la orquesta de bodas y comuniones, los hermanos De Castro que ya no eran Coz sino Barón Rojo al unirse con Serpa, el bajista de Los Módulos, Asfalto entonces entre Camel y The Beatles, Manolo Tena en Cucharada y el primer Ramoncín, que quiere mear a Fraga desde el escenario y enseña el miembro para abucheo de todos.

       La temperatura es de descampado, ratas como melones, navajas blancas, España en blanco y negro, vino negro y cerveza caliente, mujeres que comenzaban a quitarse el burka, descubrimiento del sexo como lo más barato para ser feliz, con mucho pelo de la dehesa encima y poco bolsillo, cero recursos, país hacia dentro, hambre de extranjero y todo, desde lejía a aguarrás, que echarse al coleto. Pronto la tierra cambia y quien sabe coger la ola, quien se sube al ritmo de los tiempos, inevitablemente se enriquece, caso de Carlos Vázquez Moreno, alías Tibu, formado en conservatorios muy cortos para su mente rápida, familias de derechas con las que él juega al escondite, pronto productor discográfico y mánager con la mejor cuadra de autores aquí y allá del charco: Hombres G, Juan Pardo, Aute, El Canto del Loco, Marta Sánchez, José Mercé, Miguel Ríos, Mago de Oz, Los Suaves, Las Ketchup… interminable la fila de pastores, con mucho burro y más prisa, que caminan hacia Belén.

       Sobrevuela la muerte, la ruptura, un par de décadas por lo general con cada autor hasta el adiós definitivo. José Mercé: al que coge sin saber la diferencia entre un representante y un mánager, y pronto consigue su caché de nueve mil euros por bolo que iría en aumento hasta coches de lujo y chalés que son montañas. Luis Eduardo Aute: de la estirpe, según el preso, de algo muy divertido, los “cansautores”, falsos bohemios intelectuales obsesionados con el dinero sin descanso, megalomaníacos sin respetar funerales a la hora de hablar de pasta gansa, obsesos de Víctor Manuel, entre la maledicencia y la malsinería, que al tenerlo delante se derriten, registradores por lo violento en aeropuertos ocasionales del propio maletín del mánager, sí, por pensar que saca fondos B del país, y cuando la abre sólo descubre documentos y condones, y así Tibu mete en el interior de una gomita cinco euros para luego invitarle a lo mejor: “Ahora te lo metes por el culo”.

       Toda América Latina, toda Hispanoamérica se pliega a su gran gira triunfal: la vuelta de Hombres G, en primeras nupcias, y su gira con El Canto del Loco, en segundas. Directivos de la Warner, de Sony, estadios de fútbol y auditorios nacionales sin un hueco, todas las estrellas brillantes de Televisa y El Tigre (Hijo) con absolutas bendiciones sobre la operación. Dólares, euros, óbolos, monedas de todos los tamaños y billetes grandes y largos como manteles con los que subir a las mejores nubes para no bajar nunca. Fenómenos internacionales con una canción facilona, pobre y casi infantil (“Asejerejé”, Las Ketchup) para la que Clinton y Bowie se convierten en teloneros, cada uno en su momento, y que recorre Irán, Turquía, Rusia, Japón, Estados Unidos y todo seguido, a doble espacio, con varias vueltas al globo terráqueo (las niñas, en los hoteles, solo querían patatas con huevos fritos y comprarse un piso en su pueblo, porque en esto de trabajar sin pausa se suda mucho).

       Tibu, el Tiburón, implacable en las negociaciones, animal enjaulado, teclado de oro, dos tristezas a las que el mucho dinero viste como enfermedades reales: 1) Si el artista te pierde un ovni solo cabe una respuesta: ¿de qué color lo quieres? y 2) Si hay un éxito es debido a que el artista es genial y, si no lo hay, la culpa es del mánager que no ha sabido hacer bien su trabajo. Ingratitud, lo que queda después del mogollón, tras el ruido y los vasos vacíos, con el hielo hecho agua o sangre por el suelo y la promesa de felicidad convertida en añicos hasta el siguiente tsunami. Putas, drogas, mujeres caras y baratas, coca, las fiestas de los políticos eran las mejores y sin intermediarios, lo que se llama en el libro “agentes  de zona”, no se conseguían conciertos en localidades destacadas: mentira social, sonrisas para todos, otra forma de trinchar el pollo en el banquete, más vasos llenos, más risas y ruido, nada de ropa y mucho sexo.

       Lo dice por lo fino sin despeinarse: “La industria colgaba de un moco”. No se reparaba en gastos (droga en los presupuestos como gastos para camisetas) y el moco (debido a internet) se cayó al suelo para no volver, junto a las mordidas que acabaron en despedidas, y el humo de toda la fiesta, que es aliento pero también aviso que la chimenea se ha roto, no vuelve, toca de nuevo la música por lo barato, en la calle o por la pantalla del ordenador sin apretón, a lo sumo paja o confesión manual. Tibu fue condenado, apropiación indebida y deslealtad societaria, la Audiencia Provincial pide entonces la libre absolución del acusado y le cae una condena de cumplimiento, todo muy raro, auditoria de Bernaldo de Quirós en ocho o diez tomos impoluta, casi una enciclopedia, aparente ausencia de delito penal y una causa que no se abre por lo civil, sin crédito ya entonces para una defensa hermosa o de calidad, trullo caliente y celda con los barrotes más altos, sin vuelta atrás y con el culo prieto.

       El mánager lo cuenta todo, su vida de representación y sus duelos y quebrantos con Guy Mercader y Tony Caravaca, los representantes internacionales mayores en lo que a música se refiere, de los Stones para arriba y por ahí todo seguido. Conciertos a ochocientos mil euros y operaciones con aforo vendido que son obras de arte, todas ellas basadas  en El arte de la guerra de Sun Tzu: “Todo arte de la guerra se basa en el engaño”. Tú me das “x”, pero yo quiero “3x”, y para despistarte te digo que quiero “z”, y mientras que tú me das “2z”, yo luego ya te conseguí “7x” sin que te des cuenta, porque todo va por teléfono y muy rápido, como si fuera a correrme o los callos de la mano mandasen y marcasen por mí. Las patatas –versión Las Ketchup- no tienen que dejar ver el filete. El yo tiene que cantar menos que un grillo bajo una pala. Mucha “limo” (sine) y mucho flash, y mucha disco, y mucho dinero y alfombra roja, para justo eso, que nos reciban como a Jesús el Domingo de Ramos encima del burro. Un grupo de rock es el vértigo vestido de peligro –dice en otro momento- y da igual, entonces, romper hoteles que poner a un camello en nómina.

       Tibu sabe antes lo que no quiere que lo que quiere, y busca siempre al músico en pleno arte de la improvisación, como Paco de Lucía compuso “Entre dos aguas” o como La Guardia parió “Mil calles”, en un plís, chasquido de dedos, rápido, rápido. Sus éxitos van justificados por el repertorio: “Sin repertorio no hay venta de discos. No conozco a nadie que haya comprado un disco porque suene del copón, o porque el bombo suena increíble, lo que la gente compra son las canciones que le gusta tararear, esa es la única verdad. Lo otro, lo del sonido de calidad, que la batería la haya grabado Bill Cobham o el bajo lo haya metido Swing, sino tienes una buena canción, no hace nada que justifique ese innecesario gasto”. Lo que la gente quiere, Tibu, sí, es cantar por la calle. No hay más. Pero va mucho más allá el profeta del barrote: “La justicia es el triunfo de la razón sobre la honradez”, y así el trullo, el maco, la mazmorra, le ha dado al mánager otro orden interior, letras enteras como vomitonas donde este libro se convierte en el mejor incendio: calienta y enfría a la vez.

       Viste el libro como lienzo negro, y su trabajo en él es el del pintor que, a través de la dificultad, viaja hacia la luz y la verdad entera, al modo “japo”. Desde los inicios tiene bien claro lo que no quiere: “Todo aquel que decía pertenecer a la Movida era guay y producto de ese desmadre fueron despropósitos como Glutamato Ye-Ye, Derribos Arias, Alaska y Dinarama, Loquillo y un largo etcétera. ¿Alguien se imagina a Loquillo cantando rockabilly con esa voz en Estados Unidos? ¿Alaska siendo la musa de la modernidad en Inglaterra? ¡No me jodas! Seguimos con la boina, con los pelos pintados, algunas cresta y ciertas poses copiadas de revistas guiris, pero con la boina”. Fuera de su tiempo tiene su propia brújula: “Ni me seducía tocar con esa gente –que respeto en lo social pero no en lo musical- ni tampoco a ellos un músico profesional les hacía mucha falta, se trataba de reírse, no de sonar bien”. Así hace de músico mercenario, antes de montar empresas y todo el rascacielos económico, con Mari Trini, Georgie Dann y Luz Casal, a punto de triunfar con “Rufino” y llenarle la faltriquera de monedas como melones (una boina idéntica a la que rechaza). Tibu se desnuda y les queda mucho viaje hasta llegar a Vicente Amigo, Mago de Oz, Los Suaves y la película final de rejas, atrás también Manolo Tena y Antonio Flores con la jeringa plateada en vena bajo la Luna verde lorquiana, por la que los valientes emprenden un punto final para seguir aparte, con más tiempo y mejor letra, porque celda y vida se alumbran con  palabras, bengalas de socorro en plena extinción social.