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El proceso

Fuentes: La Joven Cuba

La censura de un texto en Alma Mater sobre las problemáticas de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) me hizo recordar mis contactos con la organización de la cual, primero por casualidad y luego por decisión consciente, nunca he formado parte.

La mayoría de los militantes que conozco iniciaron «el proceso» de crecimiento a los 14 años, siendo adolescentes, sin formación política y bajo la patria potestad —término afortunadamente extinto en el nuevo Código de las Familias— de sus padres, quienes muchas veces decidían por ellos si entraban o no a la organización, en dependencia de la «marca política» que le conviniera a la familia.

Yo fui muy mal estudiante de secundaria básica. En tiempos de videoclases, sentía que la escuela me aportaba muy poco y llegué a ser el alumno con más ausencias en el noveno grado, según un top ten que hacía la directora en un intento vano por avergonzarnos.

En aquella época —año 2010— todos los meses se celebraba una asamblea donde te clasificaban en tres categorías: «no cumplidor», «cumplidor» y «destacado». El estudiante debía proponer su «evaluación integral» y el resto del aula podía aprobarla o desaprobarla. Los parámetros, si la memoria no me falla, eran «actitud ante el estudio», «actitud ante el trabajo» y «ser crítico y autocrítico», y como yo solo cumplía la última, cuando hicieron «el proceso» nunca se pensó en mí. Sin embargo, recuerdo perfectamente la asamblea al final de curso para decidir quiénes serían los militantes. A quienes no tenían incumplimientos y salieron más de tres meses como «destacados», de forma pública y delante de toda la clase, les propusieron integrar la organización.

Cuando le conté lo sucedido a mi madre, una militante del Partido Comunista de Cuba (PCC) tan disciplinada y convencida como honesta y rigurosa, puso el grito en el cielo. Me dijo que habían violado «el proceso», que el crecimiento debía hacerse de forma individual y siempre respetando el principio de voluntariedad. No sé a qué respondería la violación; a lo mejor al intento de algún secretario general —en algún nivel de la cadena de mando— de apuntarse mérito por haber ingresado a la organización a un grupo de jóvenes que tal vez hubieran dicho que no, de haberse respetado «el proceso». Estábamos en la era de la masividad, cuando la cantidad importaba más que la calidad.

Me viene a la mente el caso de un amigo que dijo que sí solo por la curiosidad de pasar «el proceso». Su madre había tratado de irse varias veces del país, e incluso tenía en la sala de la casa un mural dedicado a los Estados Unidos con recortes de símbolos de la nación norteña, porque alguien le había dicho que eso ayudaba a que las energías cósmicas estuvieran a favor de su salida. Nunca hubo «proceso»: le dieron el carné de forma automática. Llegó a ser el secretario de actas durante el bachillerato y se divertía mucho inventando las relatorías de las reuniones que nunca se hacían. De vez en cuando colaba alguna «gusanería» leve, dejada pasar, obviamente, porque quien leía —si lo hacía— no prestaba mucha atención.

En la universidad la cosa cambió. Mis profesores en general eran buenos y en aquel momento —años 2013-2018, la bendita «era Obama»— la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana era un hervidero de ideas y proyectos; había financiamiento y ganas de trabajar. Sin descuidar la docencia y rehuyendo de actividades netamente políticas, tuve una vida universitaria muy activa. Fui alumno ayudante, colaborador en proyectos de investigación y desarrollo, organizador de conferencias y paneles… tampoco era el único, pues más de la mitad del aula podía y quería involucrarse en al menos una de estas actividades.

Por otra parte, yo era un privilegiado que podía trabajar gratis —un lujo que no puedo darme hoy— porque mis padres cubrían mis gastos para que me dedicara a ser el «estudiante ejemplar» que a veces pasaba 12 horas en la facultad. También era un momento de parcial bonanza, al menos en La Habana: un pan con croquetas costaba cinco pesos y un taxi colectivo, diez. Hoy, con taxis y croquetas a más de cien pesos, es posible que pocos de la actual generación puedan hacer lo mismo que yo entonces, no porque sean menos «ejemplares», sino porque deben dedicar su tiempo a trabajar en lo que aparezca —y en ocasiones bajo condiciones de explotación— para cubrir los gastos complementarios a sus estudios.

En aquella etapa, un profesor, militante del PCC, se me acercó y me preguntó por qué yo no militaba en la UJC, si reunía las condiciones para que me hicieran «el proceso». Recientemente habían nombrado secretaria general a Susely Morfa, luego de un disparatado incidente en la cumbre de Panamá. Yo le dije que no podía militar en una organización a cargo de una persona que no solo mentía diciendo que se había pagado el pasaje en avión con su salario, sino que lo hacía de una forma tan burda que dejaba en ridículo a todos los cubanos que nos considerábamos de izquierda. Me respondió que la «compañera» había estado presionada por la prensa sensacionalista y los grupos «disidentes», y que bajo presión se pueden cometer errores.

Su argumento, aunque tenía parte de verdad, no me convenció, porque en esa misma situación estuvieron otros «compañeros» también militantes, quienes, si bien defendieron la postura del gobierno, fueron mucho más coherentes y aduces. La organización, y quienes la rectorean, decidieron premiar la repuesta más «enérgica» y también la menos inteligente. Por otro lado «la compañera», luego de nombrada, en sus discursos y declaraciones a la prensa partidista —sin presión visible— no me pareció mucho más lúcida. Era un problema estructural.

Cuando empecé a trabajar, otra militante del PCC —a quien respeto muchísimo, por su talento, laboriosidad y valentía— me propuso hacerme «el proceso». Yo dije que no, y ella, con la ética que la caracteriza, no me preguntó nada más.

***

Ahí terminó mi relación con la UJC. No obstante, ¿qué hubiera pasado, si siendo un adolescente sin formación me lo hubieran propuesto en un contexto que me presionaba a aceptar? Tal vez me hubiera enfrentado a la situación, o tal vez me hubieran excluido por «bocón» o, como hicieron algunos conocidos, hubiera extraviado mi expediente al cambiar de enseñanza, pues, con el nivel de desorganización imperante en la organización —valga la redundancia—, esa táctica es la más socorrida para quienes no quieren seguir militando, sin explicar por qué dejaron de creer, o reconocer públicamente que nunca creyeron.  

En mis ya casi treinta años he visto de todo. Personas que —como dijo Lisbeth Moya en un texto recientemente publicado en este mismo medio— hoy son más comunistas que cuando estaban en la UJC; otras —como una antigua secretaria de la FEU, ferviente militante, que nunca hizo nada por cambiar las cosas desde adentro— al cruzar el Atlántico, pasaron a militar en el ala más radical de la oposición.

También están los que se aferran a revivir la organización y es comprensible. Lo veo como quien tiene a un ser querido en estado vegetativo, y, contra cualquier pronóstico médico, se reúsa a desconectarlo sin haber hecho antes todo lo posible e imposible —en el mundo terrenal y espiritual— para devolverle la vida y la salud. Para mí, si es sincero, es un acto tan descartable desde la razón como admirable desde la empatía.

Hay un cuarto grupo al que pocos tratan de comprender: los que militan pasivamente. Estos jóvenes pagan su cuota, van a las reuniones o buscan excusas «plausibles» para no asistir, aceptan una tarea de vez en cuando y tratan de cumplirla de la mejor manera posible —sin involucrarse más allá de lo que sus circunstancias les permiten—; postean alguna que otra consigna o alabanza en Facebook, con su perfil real o con uno falso que se crearon para no molestar a la «tía gusana» que manda dinero a la familia para que puedan comprar lo poco que hay en las tiendas en «emelecé» o paquetes por Katapulk.

Los que no tienen «tía gusana» —que no son pocos— o lo que manda «la tía» no alcanza para vivir en abundancia, sobreviven «nuestro proceso» de forma muy similar a muchos otros no militantes. Están en las colas y escuchan a la gente maldecir, culpar de todos los males al gobierno que defiende su organización, pero la mayoría de las veces se callan, pues, aunque su compromiso sea «defender la Revolución en todos los espacios», es mucho más fácil enfrentarse a «los odiadores» en las redes que a una cola indignada.

¿Qué hacemos los no militantes con ese militante pasivo? ¿Lo avergonzamos por su incoherencia, cuando todos en algún momento de la vida también lo hemos sido, cuando pocas veces cuestionamos a «la tía» que en «tierras de libertad» se la pasa hablando de democracia, pero condiciona el cariño y la ayuda a su «sobrino» a su manera de pensar?

En ese pueblo, militante o no, está la mayoría de Cuba. Tal vez no sea muy diferente a otros pueblos en un continente saqueado por colonialismos, neocolonialismos y administraciones corruptas. Tal vez lo utópico fue ver en ese «proceso» algo extraordinario cuando la clave siempre estuvo en lo cotidiano.

Nos hemos desgastado discutiendo el horizonte, si es rojo o verde, si es de «Patria o Muerte» o «Patria y Vida», si está en héroes de ascendencia burguesa que, no obstante sus privilegios de clase, subieron a la Sierra en 1956 a tumbar una probada dictadura con miles de muertos y torturados, o en pobres descamisados que, sin casi ningún privilegio, salieron el 11 de Julio, algunos sin tener claro qué querían, pero sí que lo querían ahora.

Mientras la oposición logra instaurar la democracia liberal donde las elecciones pluripartidistas solucionarán todos nuestros problemas, o la Revolución logra construir la sociedad comunista en la que no habrá clases sociales y los medios de producción serán de los trabajadores, ¿qué hacer para aliviarles la espera a los poco más o poco menos de 11 millones de cubanos que vivimos en la Isla? ¿Qué hacer para ayudarlos/nos más o al menos joderlos/nos menos? No tengo respuesta, pero un buen comienzo podría ser que todos, más allá de nuestras militancias, quitáramos la vista del horizonte para ponerla en el timón. Si el barco se hunde nos moriremos todos: los tiburones, como las bombas, no distinguen carnés.

Fuente: https://jovencuba.com/el-proceso/

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