La década 1975-1985 fue la de mejor desempeño
socioeconómico en Cuba —soporte de la URSS mediante—. Sobre esa historia
los cubanos estaban parados para perder luego, en promedio, casi 20
libras per capita en los 1990. Los indicadores con los que Cuba llegó a
los 1990, sobre pobreza y desigualdad, estaban entre los más bajos en la
región. El liderazgo cubano de entonces, específicamente Fidel Castro,
por mucho que no le guste a parte de la sociedad nacional cubana, jugó
un papel decisivo en las formas de construir los consensos y lidiar con
los disensos de entonces.
En 2021 muchas cosas han cambiado.
Cuba no cuenta con nada parecido a aquel colchón social ni a aquellas
estadísticas sobre desigualdad ni a aquella inserción internacional ni a
las condiciones que hicieron posible aquel liderazgo. Cuba necesita hoy
muchas novedades.
La actual es una crisis que cabalga sobre
varias crisis previas y concomitantes: crisis económica, crisis
demográfica, crisis de cuidados, que se combinan con la crisis
pandémica, las crisis internacionales —cada vez con periodos más cortos
entre sí— y el agravamiento de la política estadunidense contra Cuba.
Existe
también crisis de horizontes —que se observa muy clara en el potencial
migratorio—, y crisis de confianza en espacios políticos e
institucionales, que se sostienen, en medio de una convivencia difícil,
con otros desarrollos institucionales exitosos como la política pública
de producción y distribución de vacunas anticovid.
En los 1990
mantener la doble moneda fue crucial para evitar que aquella crisis
social fuese aún más explosiva. Con los años, algo más de la mitad de la
población llegó a recibir alguna cantidad de CUC. Una parte de ellos
provenía de formas de pago y estimulación salarial. Otras, las más
importantes, de remesas.
El “Ordenamiento” de 2021 ha eliminado
el CUC, pero nadie en Cuba gana hoy de modo oficial divisa convertible.
Contra la promesa oficial de mantener “bajo control” la dolarización,
disponer hoy de alguna divisa es esencial para comer, usar jabón, o
comprar una batidora para el hijo por nacer.
Desconozco una
cifra confiable de quienes no reciben remesas en Cuba, pero es claro que
estos son los afectados directamente por este tipo de medidas, amén de
lo que les llegue luego por vía de redistribución —recurso que está
experimentado sucesivos recortes, como las eliminaciones de subsidios.
Sin
embargo, se saben algunas cosas: al menos 221 425 personas mayores
viven solas en Cuba, y son mayoritariamente mujeres. El 82,3% de esos
adultos mayores cuenta con ingresos que son consecuencia del trabajo o
la jubilación, pero no tienen otra fuente de ingreso. De los hogares
cubanos, los que forman parejas sin hijos han crecido hasta 23,7%.
Se sabe también que por cada dólar de remesa que recibe
una persona con color de piel negro, una de color blanco puede recibir
hasta tres dólares, debido a la estructura histórica de la migración
cubana.
La reciente medida sobre el dólar no va a crear la
desigualdad en Cuba, pero la va a afianzar en un marco de ausencia de
políticas que reconozcan de modo transparente los problemas crecientes
asociados a la pobreza y la desigualdad.
Esas medidas están
siendo tomadas sin intervenir de modo importante sobre el marco de
respuestas individuales y familiares a la crisis que se han impuesto
desde los 1990. En específico, descargan sobre las familias emigradas
costos de la vida en Cuba —y ahora más, costos de transacciones
financieras impuestas por el bloqueo— y, en el plano interno, “se comen”
el aumento salarial decretado por el Ordenamiento.
A la vez, es
consensuado que si bien la política oficial hacia la emigración ha
experimentado avances, sigue siendo muy insuficiente. El texto de la
nueva Constitución no menciona una sola vez la palabra migración, en un
país que tiene a los balseros de los 90 y a los que cruzaron no hace
mucho la selva del Darién, como marcas de fuego de su memoria nacional.
Las
combinaciones de estas crisis se experimentan, además, en un ambiente
político en el cual hay actores autointeresados en cerrar herméticamente
la crítica frente a todo desempeño oficial. Con ello, hablan
exclusivamente consigo mismos y suman exponencialmente problemas
políticos a la crisis, como el acceso a derechos de participación y a la
intervención en la deliberación pública. Son máquinas de producir
enemigos, elefantes sobre las cristalerías de los complejos acuerdos
sociales cubanos.
Por ese camino, ese sector político bloquea
saberes y experiencias de vastas zonas sociales al etiquetarlas como
“enemigas”. Han “programado” un algoritmo de la exclusión que impide la
formación de consensos, obstaculiza respuestas colectivas, y mina la
confianza social en la concertación de esfuerzos propios y en la
capacidad de instituciones para dar respuestas públicas a problemas
colectivos.
A la vez, la política estadunidense de bloqueo, que
el año próximo cumplirá sesenta años, pica y se extiende. Es una trampa
justificar cualquier comportamiento represivo del Estado cubano a través
del bloqueo, pero relativizarlo es otra trampa. Justificarlo, más aún,
es un crimen. No abrirse a la consideración de todas las alternativas
posibles para combatirlo es otro crimen. Cualquier alternativa
patriótica cubana tiene que tener en la condena incondicional del
bloqueo un núcleo de sus convicciones.
La experiencia histórica cubana muestra maneras de
manejar las crisis. En 1898 casi la mitad de La Habana vendía melcochas a
centavo, pues solo sobraba el azúcar. En esas condiciones, el
independentismo cubano, a través de una enorme lucha de masas pudo
derrotar la línea anexionista de la facción “jingoísta” de la política
estadunidense y de sus aliados en Cuba. Tras la crisis de 1929, que
impactó en Cuba como en ningún otro país de la región, hubo olas de
suicidios en la Isla. En esas condiciones, el pueblo cubano dio la
“batalla por la Constituyente” de 1940, y consiguió la legislación
social más profunda de la historia nacional hasta entonces.
En
1958 el producto Interno Bruto por habitante de Cuba ocupaba el tercer
lugar de la región, superado solo por Venezuela y Uruguay. Sin embargo,
la politización de la desigualdad existente, y el régimen dictatorial de
Batista, hizo intolerable la situación. En ese contexto, vecinos de
Santa Clara derrumbaron paredes de sus propias casas para evitar el paso
de tropas batistianas durante la batalla en esa ciudad, y el pueblo
cubano construyó un enorme arco ideológico de oposición al tirano. Tras
la Revolución, las situaciones de crisis se manejaron apelando a
soluciones colectivas. La crisis de octubre puso a cargo de las baterías
antiaéreas a muchachos de toda Cuba, cuyos testimonios de hoy no dicen
que fueron forzados a hacerlo. La crisis de los 90 experimentó, al menos
hasta 1996, un ambiente de apertura relativa de los debates sobre las
alternativas cubanas, como hicieron espacios como el Centro de Estudios
de América, y como hizo la promesa, y en bastante medida la realidad, de
vivir de modo parejo la crisis.
Toda esa historia contiene
lecciones lo mismo para quienes pretenden llamar “mercenaria” a cuanto
crítica se ejerza en Cuba y apuestan por resolver por vía policial toda
disidencia, como para los que naturalizan la injerencia estadunidense
sobre la nación.
Las respuestas colectivas, las articulaciones
sociales, la elaboración inclusiva de lo que se considera como el pueblo
cubano, la defensa de nociones democráticas de la soberanía nacional,
la ampliación de los espacios de discusión sobre las alternativas
posibles, fueron el sustrato democrático de las soluciones a esas
crisis.
Una lección clave, en resumen, parece ser que gestionar
la crisis ampliando derechos, tanto políticos, como sociales, es el
camino mas firme para las soluciones del futuro.