…Decíamos ayer que la mayor parte de su historia los españoles han sido súbditos, no ciudadanos. Mejor dicho, súbditos y feligreses, pues el bautismo era en la práctica obligatorio y dar la espalda a la iglesia era comprometedor para el súbdito. En esas condiciones ha vivido la población española de todos los tiempos casi hasta […]
…Decíamos ayer que la mayor parte de su historia los españoles han sido súbditos, no ciudadanos. Mejor dicho, súbditos y feligreses, pues el bautismo era en la práctica obligatorio y dar la espalda a la iglesia era comprometedor para el súbdito. En esas condiciones ha vivido la población española de todos los tiempos casi hasta ayer. La mismísima Constitución de 1812 (sobre la que la mayoría de historiadores apuntan como el momento del nacimiento de la idea de España como nación, aunque oficialmente sólo estuvo en vigor dos años) consagra a España como Estado confesional católico, prohibiendo expresamente cualquier otra confesión. Por su parte el rey, lo seguía siendo «por la gracia de Dios y la Constitución». Por cierto, el texto constitucional no reconocía ningún derecho para las mujeres, ni siquiera el de ciudadanía…
A pesar de ser muy deficiente, vista con los ojos de hoy, esa Constitución da fin al Antiguo Régimen. La burguesía pasa a controlar, en teoría, las decisiones políticas sustituyendo a la nobleza y al clero. Pero en todo caso el siglo XIX es un periodo marcado por constantes cambios y transformaciones políticas y sociales. No obstante, a partir de esa breve Constitución, la historia política de España es la historia de una convulsión permanente; un relato de lo provisional que, con el paréntesis de la guerra civil y un periodo económico bonancible de unos veinte años, explotado en su exclusivo provecho por los que han estado mangoneando en este país durante cuarenta y ahora en su mayoría está rindiendo cuentas a la justicia, sigue teniendo efecto sobre la crónica inestabilidad política y social que llega hasta hoy mismo. Inestabilidad, atemperada por la mera pertenencia de España a la Comunidad Económica Europea, a la que todo gobierno de uno u otro modo debe rendir cuentas económicas pero también políticas de acuerdo con el Tratado. De no ser así, es difícil que no hubiese vuelto España a las andadas del año 36, dado el carácter pendenciero y prepotente de las clases que se han impuesto en esta sociedad desde tiempos oscuros y lo van legando de padres a hijos…
La democracia es un método. El método de organizarse la sociedad. Y como todo método requiere aprendizaje, entrenamiento y ejercicio. No se aprende de la noche a la mañana. Por eso, España no se puede medir ni comparar en el modo de ejercer el método, su método, con países como Francia o Inglaterra que llevan siglos practicándolo. Y por eso en España sólo los necios, juristas o no, jueces o no, magistrados o no, lo tienen todo muy claro y a todo dan pronta respuesta. Pues, habida cuenta que las señales para saber en qué nivel de democracia está un país es conocer hasta qué punto todo el mundo está relativamente insatisfecho, España, la España dominante, la España de la burguesía y del acomodo, razona e interpreta las leyes exclusivamente desde la literalidad. No atiende ordinariamente al espíritu de la ley que precisamente a Montesquieu dio causa para escribir «L’esprit des lois». Como dije en otro sitio, el absolutismo monárquico apenas erradicado, el espíritu dogmático de la filosofía religiosa de siglos apenas debilitado y el espíritu castrense que subyace en los abundantes restos de la mentalidad de la dictadura franquista ofuscan con facilidad a todos, incluidos los «expertos de las leyes» que tienden a atenerse sólo a la letra de la ley según uno o los tres condicionantes. Por eso reina tanta confusión y por eso tanta controversia en tanto asunto delicado que vive este país.
Por ejemplo, ahora mismo se sustancia un proceso penal contra siete dirigentes catalanes que llevan más de un año en prisión preventiva, por un delito que no han cometido pero que el aparato de la justicia de los fiscales sí creyó y cree ver. Sin embargo, los artículos 506 bis, 521 bis y 576 bis del Código Penal Español, antes de 2005 contemplaban penas de cárcel de tres a cinco años de prisión e inhabilitación a la autoridad que convocara procesos electorales o consultas populares por vía de referéndum, careciendo de competencias para ello, y penalizaba a quienes facilitaran, promovieran o aseguraran la realización de tales procesos o consultas. Pero los tres fueron derogados y suprimidos del Código Penal en el año 2005…
Entonces, si están derogados, ¿cómo es posible que no siendo delito convocar una consulta popular que sólo podía ser simbólica y no vinculante, cuya finalidad era despejar para los gobernantes de una Comunidad Autónoma la proporción de los favorables a la independencia y los que no lo eran, terminase encarcelando el Estado a siete personas y desembocando en un «gravísimo conflicto» político de funestas consecuencias personales, sociales y económicas al menos para dicha Comunidad? La respuesta compleja sólo puede estar en el predominio de la mentalidad autoritaria de los poderes del Estado, prolongación de la franquista. Y la respuesta simple, en la bajísima calidad democrática de este país.
Y todo esto ocurre siendo así que, como se ha visto a lo largo de las muchas elecciones celebradas en estos cuarenta años, España, en términos sociales, no es, ni mucho menos, mayoritariamente conservadora, es decir, neoliberal, es decir, privatizadora. Desde luego el número de votos a las izquierdas, más la cifra de los que no votan da un resultado inequívocamente progresista, es decir socializante; habida cuenta que el abstencionismo es fruto de la desgana o del escepticismo, por definición del talante de izquierdas que desconfía del poder, mientras ni la una ni el otro es cosa de las derechas que van siempre a por todas. (Hay, por cierto, un marcado paralelismo en esta cuestión con la democracia estadounidense. Pues en Estados Unidos la población afroamericana y la hispana dan una tasa muy baja de participación por el mismo motivo: una absoluta desconfianza en los poderes del Estado).
En definitiva, en España el retraso democrático hunde sus raíces (casi podríamos decirlo así) en los genes de la población más activa y dominante configurada por una combinación de una religiosidad fosilizada, de un componente abiertamente intolerante y de una idea contumaz sobre el concepto de unidad política: lo que hace mucho más graves los problemas económicos, sociales y económicos que comparten todos los países del sistema. No puede ser más elocuente el siguiente dato: cinco planes de enseñanza contrapuestos entre sí, solamente en cuatro décadas, lo dice todo sobre el déficit democrático en este Estado español, que sigue siendo mitad republicano, mitad franquista; mitad prudente, mitad matona. Como antes de la guerra civil…
Jaime Richart es antropólogo y jurista
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.