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El regreso del activismo militante

Fuentes: Rebelión

A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había […]

A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. 

Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo -se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de «grupos sectarios»…

La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.

Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: «el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería».

Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.

La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.

Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la «revolución de los claveles», así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo «por las buenas», mediante las mayorías legales y la negociación.

Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los «reformistas» del «antiguo régimen». Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.

Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como «modernidad», desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha «modernidad» en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.

Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de «profesional» al «activista»- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los «principios» del 15-M era aquella de «!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡».

Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como «mano de obra barata» para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La «profesionalidad» de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de «servir al pueblo». La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.

Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que «no les fallaría». Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA.

Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que «se la jugaron» entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron «la alegría de la lucha».

Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la «profesionalización». Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del «modelo activista», es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del «fin de la historia».

Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.

Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.

Estamos asistiendo a muchas pocas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos «clásico», al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.  

 

Notas

1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)

2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo. En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán -que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.