«El rey necio» fue uno de los cinco libros que aspiraban a hacerse con el premio Euskadi en la categoría de literatura infantil y juvenil en castellano. El jurado, compuesto por Rosario Alza, Patxi e Itziar Zubizarreta, Mikel Ayerbe y Elisabet Mas, declaró por unanimidad desierto el premio. Según he oído, cinco libros eran muy […]
«El rey necio» fue uno de los cinco libros que aspiraban a hacerse con el premio Euskadi en la categoría de literatura infantil y juvenil en castellano.
El jurado, compuesto por Rosario Alza, Patxi e Itziar Zubizarreta, Mikel Ayerbe y Elisabet Mas, declaró por unanimidad desierto el premio. Según he oído, cinco libros eran muy pocos candidatos como para obtener el galardón y, además, por si no fuera bastante con tan exigua competencia, ninguno de los cinco libros observaba la «calidad suficiente».
Yo soy el autor de «El rey necio» y resignado acepto que cinco ejemplares les parezcan escasos. Es posible que diez también lo sean. La verdad es que ignoro qué cifra pudo haber convertido en éxito el fracaso de la convocatoria. Pudo haber sido uno, sólo un libro, tal vez «Harry Potter» y aún sería más frustrante el descalabro, pero el mismo jurado que se ocupara por unanimidad, así fuera inducida o natural, de invocar el desierto por la poca concurrencia, también unánimemente resolvió que los cinco libros presentados no reunían la suficiente calidad. Obviamente, no concursaba «Harri Potter». Y si lo hubiera hecho, a su autora no la habría sorprendido ni decepcionado la sentencia porque, antes de que una editorial aceptara su relato, otras doce prestigiosas editoriales inglesas le habían cerrado la puerta en sus narices, dado que su propuesta no reunía la suficiente calidad. Que finalmente se le abriera un resquicio se debió a que Alice Newton, de 8 años e hija del dueño de una modesta editora a quien su padre le había dado el libro para que lo evaluara, no sólo apreció esa imprescindible calidad suficiente sino que se interesó por la segunda parte.
En cualquier caso, acato la unánime sentencia, tanto si se adoptó antes o después de que el jurado deliberase su desierto. En última instancia, con el subjetivismo de las letras acabaríamos topando y el mismo derecho que asiste a un jurado para evacuar un desierto, lo tuvo otro jurado en Nueva York para otorgar al «Rey necio» el premio Letras de Ultramar, un oasis que hizo posible la edición de mil ejemplares por la Editora Nacional de la República Dominicana y que ya se ha secado. La mayor parte de la edición se agotó en el Caribe y también las decenas de ejemplares que recibí y he repartido entre amigos y vecinos de Azpeitia, Azkoitia e Iruña.
Está mal que yo lo diga pero «El rey necio» es un hermoso cuento, con todos los ingredientes que debe tener un cuento, incluyendo un inusual componente en la literatura infantil y que, sin embargo, los interesados agradecen: el humor. Todo al servicio de una bella metáfora: la de un rey necio que apenas mide medio metro y que ha prohibido en su reino cualquier cosa que se levante por encima de su cabeza, razón por la que las montañas han sido demolidas, las casas derribadas y prohibidas las nubes y los pájaros. A ese inhóspito desierto el azar empuja a Irene, una niña jardinera, y a un perro realengo que dice llamarse Sir Remy Crafford Loringan Wellington de Archibald and Archibald del ilustre condado de York. Un viejo árbol clandestino que todavía se resiste al hacha, les cuenta que un día, tal vez por un hechizo, todos perdieron la memoria en el lugar y el más ruín aprovechó el común olvido para erigirse en rey, en el rey necio.
En ese desolador reino Irene y Remolón (aunque podemos seguir llamándole Sir Remy Crafford…) se encontrarán con las rataposas, mariposas que por preservar sus alas renunciaron a volar; cruzarán el pantano de las palabras, donde si dices mentiras te hundes y si hablas la verdad te salvas; y acabarán finalmente capturados por el rey necio y su séquito de babosas con cuernos, ofidios con plumas y cucarachas lecheras. Mientras tanto, en su largo viaje, Remolón nos irá poniendo al tanto del pedigrí, nombres y hazañas de su aristocrática familia: Sin Can Guro, Sir Can Delabro, Sir Can Timplora, Sir Can Alla, Sir Can Sado, Sir Can Dongo, Sir Can Ijo…
Tenía la esperanza de que una editorial se interesara en su publicación en Euskadi y a ello hubiera servido, confiaba, un juicio menos mezquino, menos desértico, pero acepto el fallo, más allá, incluso, de esta pataleta.
Lo que sí no acepto, es haber perdido los seis ejemplares de «El rey necio», últimos que me quedaban más uno que me reintegró un vecino, libros que tuve que remitir a la organización del premio y cuya insuficiente calidad debe estar ahora mismo contaminando las surtidas bibliotecas de los miembros del jurado, si es que no han logrado todavía deshacerse de ellos. La verdad es que agradecería su devolución.
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