Todo trabajo merece un salario… salvo el trabajo político. Desde que la democracia se confunde prácticamente con el régimen representativo, la sospecha siempre atravesó la relación entre los elegidos y los electores: ¿pueden los primeros representar verdaderamente a los segundos si con ello obtienen algún interés particular, empezando por una retribución financiera? En 1789, los […]
Todo trabajo merece un salario… salvo el trabajo político. Desde que la democracia se confunde prácticamente con el régimen representativo, la sospecha siempre atravesó la relación entre los elegidos y los electores: ¿pueden los primeros representar verdaderamente a los segundos si con ello obtienen algún interés particular, empezando por una retribución financiera? En 1789, los delegados de los Estados Generales no tenían previsto dejar sus provincias por mucho tiempo.
Apremiados por los gastos en Versalles -cuyos alquileres representaban una bendición para los arrendadores, tempranamente bloqueados en París por la transformación de los Estados Generales en Asamblea Nacional Constituyente-, y lejos de su casa y su familia, estos delegados se encontraron en dificultades financieras más o menos rápidamente en función de su condición social y, para los más modestos, de la amplitud del peculio que les habían asignado sus mandantes. Así pues, el 1º de septiembre de 1789, la Asamblea votó una dieta legislativa de 18 libras por día, con tanta discreción que el voto no fue registrado en el acta de las sesiones. A continuación, el régimen censitario, limitando la capacidad del elector y del elegido al pago de cierto impuesto, y por lo tanto a la riqueza, excluyó del mandato toda remuneración.
Y este principio perduró en los comienzos del sufragio universal: aunque el derecho de voto estaba abierto a todos los hombres (todavía no a las mujeres), era necesario tener una fortuna para ser elegido. ¿Cómo podría un pobre acariciar la absurda idea de ser elegido como representante? En Francia, la dieta legislativa adoptada sin discusión en 1848 con el sufragio universal abrió el camino a legisladores provenientes de ámbitos más modestos. Sin duda, no hubo jamás asambleas más «populares» que las de principios del siglo XX. En países como el Reino Unido, donde la remuneración no estaba legalizada (habría que esperar hasta 1911), esta «democratización» del reclutamiento político pasó por los sindicatos (trade unions), ya que estos últimos se hicieron cargo de los emolumentos de los diputados del partido laborista.
Todos los regímenes políticos instauraron finalmente una dieta parlamentaria: una manera de decir que el cargo no es un trabajo, sino que merece una compensación financiera. A pesar de su lógica elemental, sería un error creer que esta institución fue aceptada tan fácilmente. Al fijar inmediatamente la dieta en veinticinco francos por día, la Segunda República provocó una protesta antiparlamentaria, ya que el salario de un obrero parisino estaba comprendido entonces entre los dos y los cuatro francos. Su supresión por el Segundo Imperio y su posterior restablecimiento por su asamblea legislativa no arreglaron el asunto. Por mucho tiempo todavía, los veinticinco francos por día, restaurados en 1871 -bajo la forma de nueve mil francos anuales-, fueron un motivo de ironía, si no de hostilidad hacia los diputados. A tal punto además que hubo que esperar hasta 1906, y la llegada de una cámara más popular, con el Bloque de Izquierdas, para ver aumentar esta dieta a quince mil francos. También allí la medida fue tan discreta que desató quejas. Sus partidarios se ganaron el despectivo apodo de «quincemilistas».
El 23 de noviembre de 1906, recordando la suerte del parlamentarista Alphonse Baudin, abatido cuando se oponía al golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, Le Matin escribía irónicamente: «Baudin en su barricada moría por veinticinco francos por día. Ayer nuestros diputados decidieron vivir con cuarenta y un francos y nueve centavos». Había que imaginar, pues, otro procedimiento para adaptar la dieta al aumento de precios. En 1938, fue indexada sobre los salarios de la alta función pública, lo que le permitía crecer regularmente sin que los parlamentarios tuvieran que votarla. Al término de esta historia agitada, la institución de la remuneración de los cargos ya parece conseguida. Los manuales de derecho, aunque discretos sobre el tema, hacen de ella un principio democrático.
El sociólogo Max Weber, sin duda más realista, sugería en una conferencia de 1919 (Politik als Beruf) que el pago era «una condición del reclutamiento no plutocrático del personal político» (1). Pero su generalización no resolvió todo, pues falta ponerse de acuerdo sobre su monto y su transparencia (véase el artículo sobre Noruega). El escándalo de las sumas gastadas por los parlamentarios británicos para su uso privado recordó recientemente el carácter explosivo de la cuestión. Hacer más libre al representante está muy bien, pero ¿respecto a quién? La pregunta fue suscitada en los partidos socialistas, donde los militantes veían con malos ojos la retribución legal de sus propios elegidos, sobre todo si -como en el Reino Unido- éstos atendían a sus necesidades antes que al propio Estado. En un primer momento la institucionalización de la dieta parlamentaria desligó a los representantes de sus camaradas, puesto que su reelección ya no dependía del partido sino de los electores. En parte por esta razón, el Partido Comunista en Francia exigía de sus diputados que cedieran su dieta; a cambio, él les pagaba un salario -ajustado al de un obrero calificado- y se hacía cargo de sus gastos. En la actualidad, la cuestión ya no se plantea en esos términos. La investidura partidaria se volvió la condición obligatoria de la reelección de los parlamentarios.
Esta dependencia impone una rigurosa disciplina que los constriñe a votar por el gobierno, o a favor de su bloque, a veces incluso contra sus convicciones. Así se comprende mejor cómo una institución que es aceptada como necesaria engendra nuevas tensiones. En esta ocasión, la retribución de los cargos parlamentarios contribuyó sin duda a «democratizar» socialmente el reclutamiento político, pero con mayor seguridad contribuyó a profesionalizarlo. La política se volvió un oficio en el transcurso de un largo proceso iniciado en el siglo XIX. No era tan fácil para un médico como Georges Clémenceau, vencido en las elecciones de 1893, tener que recuperar una actividad profesional. Se comprende, pues, el creciente lugar que ocuparon los funcionarios en las asambleas después de la segunda guerra mundial (antes era incompatible), ya que la reintegración automática a sus puestos les ofrece una seguridad considerable contra los avatares electorales.
La idea es vulgar, pero cuando perder equivale a conocer la desocupación, se piensa dos veces antes de arriesgarse en política. Además, evitar esta dolorosa experiencia merece concesiones a la disciplina y al compromiso. La evolución se acentuó más en nuestros días, en que algunos dirigentes políticos no han tenido jamás ningún otro oficio sino la política -como asistente parlamentario, por ejemplo-, antes de ganar una circunscripción y de ser siempre reelegidos en su feudo. Otros, incluso, no han ejercido sino un oficio de fachada. Y qué decir de los altos funcionarios cuya carrera se desarrolla entre los gabinetes ministeriales y su lugar de destino. Por supuesto, no hay solamente inconvenientes en estas carreras que parecen asegurar la competencia de los elegidos.
Pero sí los hay, incontestablemente, en el alejamiento de una profesión -que forzosamente tiene sus intereses, sus hábitos, sus relaciones- con respecto a los ciudadanos que debe representar. ¿Hay que ver allí una de las razones de la reducción de las diferencias ideológicas entre las formaciones políticas? La tensión entre vivir de y vivir para la política sigue más viva de lo que permite pensar el consenso aparente sobre las reglas del juego democrático.
1 Max Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1997.
Fuente: http://www.eldiplo.com.pe/el-salario-de-la-pol%C3%ADtica
rCR