No cabe la menor duda, que fue Lenin el primer político revolucionario del siglo XX, quien se dedicó, entre otras cosas, a diseñar y construir el eslabón organizativo-con toda su genialidad y capacidad intelectual-, que une la teoría de Carlos Marx y Federico Engels con la praxis revolucionaria en el contexto de la lucha por […]
No cabe la menor duda, que fue Lenin el primer político revolucionario del siglo XX, quien se dedicó, entre otras cosas, a diseñar y construir el eslabón organizativo-con toda su genialidad y capacidad intelectual-, que une la teoría de Carlos Marx y Federico Engels con la praxis revolucionaria en el contexto de la lucha por el poder político. El aporte teórico-práctico del revolucionario ruso a la Weltanschauung marxista dio origen a la interpretación marxista-leninista de la historia. Los conceptos políticos de hegemonía, vanguardia, estado y poder enhebrados en ella, están íntimamente ligados al carácter y contenido del partido revolucionario leninista, que sería, según Lenin, la columna vertebral de la organización de la clase obrera. Noción, que dicho sea de paso, no fue compartida por todos los pensadores marxistas y políticos de la izquierda europea de la época y en particular, la rusa.
Lenin planteó, y defendió a capa y espada, la tesis que el proceso de concientización de clase-para sí-no puede desarrollarse única y exclusivamente a partir de la lucha por las reivindicaciones económicas de la clase obrera, que era el planteamiento de la oposición menchevique representada por Martinov. Lenin era de la opinión, que «…Al obrero se le puede dotar de conciencia política de clase sólo desde fuera, [original en cursivas] es decir, desde fuera de la lucha económica, desde fuera del campo de las relaciones entre obreros y patronos…»[fin de la cita]. Esta función político–inoculadora le correspondía al partido revolucionario, que de acuerdo a Lenin, estaría compuesto por un grupo reducido de cuadros políticos o político-militares altamente especializados en la lucha política, ideológica y organizativa, y que además, eran excelentes propagandistas y agitadores. La organización de los revolucionarios-de carácter conspirativo-en la concepción leninista tenía que ser centralizada y vertical, cuyos integrantes eran cuadros «profesionales de la revolución», dedicados a tiempo completo a estimular y a catalizar políticamente a la clase obrera para facilitar el proceso de concientización de clase para sí y la toma del poder político-militar. Huelga decir, que estos «profesionales de la revolución», por el carácter mismo de sus funciones revolucionarias-una especie sui generis de división del trabajo revolucionario-, no podían estar insertos en el sistema laboral común como el resto de la clase obrera. Lo cual significaba, que para poder vivir y desempeñar sus actividades revolucionarias, estos cuadros dependían económicamente del partido. «…Nosotros, los revolucionarios de profesión, -escribió Lenin en su ¿Qué hacer?- debemos dedicarnos, y nos dedicaremos, a ese «estímulo» cien veces más…» «…Los alemanes han alcanzado ya suficiente desarrollo del pensamiento político, tienen suficiente experiencia política para comprender que, sin «una docena» de jefes de talento (los talentos no surgen por centenares), de jefes probados, preparados profesionalmente, instruidos por una larga práctica y bien compenetrados, ninguna clase de la sociedad contemporánea puede luchar con firmeza…». De más está decir, que fueron controvertidas discusiones y acalorados debates los que tuvo que enfrentar Lenin en la defensa de su concepción de partido.
Cada etapa de la lucha de clases tiene su propia dinámica y su particularidad. Obviamente, la genialidad política de Lenin facilitó la elaboración de una estrategia y táctica revolucionaria para la toma del poder político. El ¿Qué hacer?, escrito en 1902 resume la teoría y la práctica de los revolucionarios rusos en la etapa de la lucha por el poder político. En ésta etapa de la lucha de clases, la consolidación de la «organización de los revolucionarios», es decir, células de cuadros profesionales, centralizadas y rigurosamente compartimentadas entre sí, con carácter y contenido subversivo fue una tarea estratégica, históricamente necesaria y cuya validez, como el medio idóneo -en el contexto de la lucha de clases de la Rusia zarista-para la toma del poder, quedó demostrada el 23 de octubre de 1917.
No es mi intención analizar el concepto leninista-ventajas y desventajas- de la «organización de los revolucionarios», ya que soy de la opinión que el tipo de organización revolucionaria, en un momento histórico determinado, no es un acto voluntarista ni arbitrario ni depende de la brillantez y del talento o genio de un dirigente político, sino que más bien, son las condiciones concretas-objetivas y subjetivas -de la lucha de clases, las que en definitiva determinan los métodos y formas de lucha. No obstante, me parece importante señalar que el «profesionalismo revolucionario» leninista, que se oponía diametralmente a la chapucería politiquera del economicismo sindical, guardaba un peligro latente de desviación ideológica. Por una parte, el carácter subversivo, clandestino, jerárquico y profesional del trabajo político de estos «expertos revolucionarios», encerraba el peligro inherente a cualquier grupo de especialistas, herméticamente cerrado y desligado de la actividad normal y cotidiana del resto de la sociedad, de convertirse en un grupo «especial» y selecto, dueño de la verdad absoluta, es decir, en una secta política. Quien sino Lenin, combatió y criticó el sectarismo político en el interior del partido bolchevique.
El «Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», escrito en 1920, es el compendio clásico que trata del sectarismo político. Como podemos constatar empíricamente, el sectarismo político deviene por exceso de conocimiento o por su carencia, por fortaleza o debilidad, por soberbia o estupidez.
El sectarismo político inhibe la lucha de clases y dificulta la acumulación de fuerzas revolucionarias y progresistas. Las fuerzas políticas son vectores con una magnitud, dirección y sentido determinado, cuando el vector resultante de la suma o multiplicación dialéctica de estas fuerzas, apunta en la dirección y sentido correcto, entonces es lícito establecer alianzas tácticas y/o estratégicas. Por el contrario, rehusar a formar alianzas políticas por principio o por capricho, sin analizar concienzudamente los pros y los contras, o lo que es peor aún, aceptar alianzas por motivos de oportunismo político, es una irresponsabilidad política imperdonable, que a la larga tiene su costo.
Respecto a las alianzas, Lenin dijo en «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo» lo siguiente: «… rechazar los compromisos «por principio», negar la legitimidad de todo compromiso en general, es una puerilidad que es difícil tomar en serio. El político que quiera ser útil al proletariado revolucionario, debe saber distinguir los casos concretos de los compromisos que son precisamente inadmisibles, que son una expresión de oportunismo y de traición, y dirigir contra tales compromisos concretos toda la fuerza de su crítica, todo el filo de su desenmascaramiento implacable y de una guerra sin cuartel, no permitiendo a los socialistas, con su gran experiencia de «maniobreros», y a los jesuitas parlamentarios escurrir el bulto, eludir la responsabilidad, por medio de disertaciones sobre los «compromisos en general»…»
Si la lucha de clases es el motor de la historia, el sectarismo político obtuso es el freno de mano.
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