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El sentido de la historia

Fuentes: Rebelión

En enjundioso artículo aparecido recientemente en la digital Rebelión, «Apuntes para el socialismo del siglo XXI», Michael Löwy y Samuel González nos desgranan asertos e interrogantes semejantes al impacto en la mejilla con que se nos suele sacar de un desvanecimiento: «La crisis de civilización que hoy experimentamos es el resultado de más de dos […]

En enjundioso artículo aparecido recientemente en la digital Rebelión, «Apuntes para el socialismo del siglo XXI», Michael Löwy y Samuel González nos desgranan asertos e interrogantes semejantes al impacto en la mejilla con que se nos suele sacar de un desvanecimiento: «La crisis de civilización que hoy experimentamos es el resultado de más de dos siglos de modernidad capitalista, un proceso histórico que nos ha conducido a un panorama de miseria social y a una temible crisis ecológica que amenaza la vida sobre el planeta, lo cual anuncia una (…) crisis de sentido para la vida y para la historia de nuestras sociedades. ¿Acaso la modernidad falló tanto en su apuesta liberal como socialista? ¿Acaso la historia perdió sentido; acaso se haya fatalmente condenada?»

¿Quién que es, o se precie de ser, no intentaría responder, a su manera, la «requisitoria»? Sobre todo teniendo en cuenta que esta refleja una verdad tan sólida como una lápida. Y perdonarán el símil necrológico, pero la cosa huele precisamente a eso: a muerte. Porque sobre la humanidad parece gravitar una suerte de fatum, trasuntado en gases de efecto invernadero, uso irracional de la energía, deforestación, acidificación de mares y lluvias, deshielo polar, agricultura contaminante, cambios climáticos…

La Parca, huesuda e indolente, parada ante ¿el futuro? de la especie, al extremo de que ya en el «Reporte Planeta Viviente (octubre de 2008)», del Fondo Mundial para la Naturaleza, rezaba: «Vamos camino de una crisis ´crediticia´ ecológica. Si nuestras demandas continúan aumentando al ritmo presente, a mediados de 2030» precisaremos «el equivalente a dos planetas para mantener nuestro estilo de vida». Estilo aupado por lo que filósofos como Isabel Loureiro estiman concepción dominante del progreso, de carácter iluminista, ingenuo y optimista, con sus orígenes en la idea de que el avance permanente e inexorable del conocimiento científico -que permite el dominio creciente de la naturaleza y la sociedad- se erige en el camino secreto hacia el Paraíso preconizado por Francis Bacon.

Si me dispensan la cita propia, lo reiteramos. En la revista Marx Ahora (La Habana), la intelectual nos recuerda que Descartes y Bacon, con la cuantificación y la experimentación, inauguraron una nueva era y construyeron los fundamentos de la moderna civilización occidental, muy pagada de sí misma, pues «un elemento constitutivo de su ideario es que debe ser universalizado, lo que en la práctica significa que el progreso (o la modernización-desarrollo) en los moldes occidentales debe ser impuesto al mundo entero (…)».

Por supuesto que no se trata de modernización en abstracto, como considera una parte del movimiento ecologista y de los partidos verdes, nacida en oposición a esa doctrina pero incapaz de apreciar que los problemas ambientales y sociales derivan mayormente de la lógica de acumulación del capital, y solo podrían resolverse por medio de una transformación radical de la sociedad capitalista, en el leal saber y entender de Loureiro, que sigue aquí el hilo discursivo de Herbert Marcuse, conocido crítico de la «ideología del progreso», así como del modelo económico tecnocientífico de la civilización industrial, con su «razón subyacente».

A estas alturas, no puede uno dejar de rememorar las reflexiones surgidas al calor de la lectura, compulsiva, de El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido (Editorial Caminos, La Habana, 2006). En ese libro, Franz J. Hinkelammert describe una escena inolvidable. Al hablarle a un empresario sobre las consecuencias de los ajustes estructurales (neoliberales) en América Latina, entre ellas la destrucción del ambiente y la pauperización de la población, el interlocutor le replica: «Todo eso es cierto; pero usted no puede negar que la eficiencia y la racionalidad económica han aumentado.»

He aquí el epítome airosamente hallado de un enfoque de la modernidad como el período histórico en el cual toda la sociedad es interpretada e igualmente tratada a partir del concepto de la racionalidad formal o, en palabras de Max Weber, de la racionalidad medio-fin. De la que absolutiza un criterio de costos: determinado objetivo con el mínimo de medios.

O sea, la eficiencia y la racionalidad como aportaciones de la competitividad, en nombre de la cual son transformados los valores supremos. «Esta competitividad borra de la conciencia el sentido de las cosas. Las percibimos ahora como una realidad virtual. El trigo, aunque alimente, no debe ser producido si su producción no es competitiva». Incluso, «una cultura humana que no produce competitividad tiene que desaparecer. Niños que previsiblemente no podrán hacer un trabajo competitivo, no deben nacer. Emancipaciones que no aumenten la competitividad, no deben realizarse».

¿Reducción al absurdo? ¿Exageración de un columnista que se goza en volver sobre lo mismo, con saña ímproba? No; interés en grabar sobre estas páginas una convicción. De ese modo, inherente al mercado desalado, el capitalismo no choca simplemente con una clase social, sino con la humanidad en pleno, pues induce una crisis de supervivencia que Hinkelammert resume alegóricamente con la lidia de dos que cortan la rama del árbol sobre la que están sentados, tratando cada uno de ser el primero en cumplir la tarea, «el más eficiente». Como este hecho vendría a suponer el suicidio, no entraña ningún significado en puridad racional, pues «quien elige la muerte, elige la disolución de todos los fines posibles». En pro de una racionalidad utilitaria, se olvida a la persona, a la medida de todas las cosas según el célebre griego.

Por tanto, nuestro autor concluye que la racionalidad medio-fin aplasta la vida humana y la de la naturaleza, lo cual evidencia su carácter potencialmente irracional. Porque, y esto lo subrayábamos con el economista Michel Husson, el capitalismo quiere responder a las aspiraciones legítimas como sanar a los enfermos de sida o limitar las emisiones de gases que originan el efecto invernadero a condición de que todo ello pase bajo las horcas caudinas de la mercancía y el beneficio. «Es la ley del valor la que se aplica, con su propia eficacia, que no es la de curar al máximo de enfermos sino la de rentabilizar el capital invertido».

A no dudarlo, hay más tela que cortar. Siempre la hay. Para Adolfo Sánchez Vázquez, «la sospecha de que la técnica -como el trabajo humano- puede tener consecuencias deshumanizantes se vuelve certidumbre desde mediados del siglo XIX, como se advierte claramente en la crítica de Marx al papel de la máquina en el capitalismo de su tiempo». En el reino del «hombre burgués», obcecado en la producción material a ultranza, porque «solo desarrollando las fuerzas productivas puede satisfacer sus intereses económicos y sociales»

En la actualidad somos conscientes de lo que el genio de Tréveris había columbrado, «sino en El Manifiesto, sí en El Capital; a saber: que ese creciente desarrollo productivo no solo tiene consecuencias negativas para el trabajador, sino también para la naturaleza. Hoy sabemos bien que el progreso tecnológico tiene un lado perverso, inhumano, pero en grado mucho más alto que el que conoció y previó Marx (…) Hoy ya es evidente que la pretensión de imponer la sujeción total de la naturaleza amenaza la existencia misma del hombre.»

Concordemos, pues, en que el antropocentrismo -devenido antropoexclusivismo- debe ser revisado, para armonizar las relaciones entre el ser humano y natura. Lo que exige «trazar límites al dominio sobre ella» o, más exactamente, «dominar ese dominio, para ponerlo efectivamente» a nuestro servicio. Algo que implicaría romper con «la visión occidental, capitalista, orientada hacia la producción y el consumo ilimitados». Lo que no supone la renuncia a la técnica, sino su «control social y democrático…»

Y, en aras de la objetividad, reafirmemos que el llamado socialismo real no estuvo al nivel del verdadero socialismo, concebido con capacidad de no reproducir la lógica de desarrollo de las fuerzas productivas-destructivas -tal las calificaba Manuel Sacristán- y pensado igualmente contra esa forma de enajenación que convierte a la técnica en poder extraño, que se impone al homo sapiens, trocándolo en simple cosa, medio o instrumento.

Por eso, siquiera en son de pábulo para el debate, admitamos con Löwy y González que «una reorganización del conjunto del modo de producción y de consumo es necesaria, basada en criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales de la población y la defensa de los equilibrios ecológicos. Esto significa una economía de transición al socialismo en la cual es la misma población -y no ´las leyes del mercado´, o un Buró Político autoritario (como en el «socialismo real»)- quien decide, democráticamente, las prioridades de la producción y el consumo».

Esa transición conduciría no solo a un nuevo modo de producción y a una sociedad más igualitaria, más solidaria y democrática, sino también a un modo de vida alternativo, a una nueva civilización, ecosocialista, más allá del reino del dinero, de los hábitos de consumo artificialmente inducidos por la publicidad, y la producción al infinito de mercancías inútiles. Se trataría de la simultaneidad de la defensa de la naturaleza y la lucha por la opción socialista. De hacer que coincidan las bregas sociales y políticas con las ecológicas en una perspectiva de transformación radical.

¿Falló, entonces, la modernidad en su apuesta capitalista? Decididamente sí. Y ¿en la socialista? Bueno, en la que se autotituló de esa guisa, agenciándose el sospechoso adjetivo de «real». Sospechoso porque significaba el reconocimiento tácito de que no se había concretado el ideal primigenio, el que niega que el producto interno bruto medre a expensas del producto terrestre bruto, nuestro pecado original en opinión de Leonardo Boff. Aceptarlo podría constituir uno de los pasos para dar el sentido que queramos a la historia. Y condenados estaremos solo si nos cruzamos de brazos, a esperar el milagro que no brote de nuestra acción concertada.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.