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El ser intrascendente

Fuentes: Rebelión

En estos tiempos, aparte de otras muchas singularidades, es signifi­cativo el desdén por casi todo lo que hasta hace pocos años, pocos comparados con los que abarca el tiempo histórico, tantos apreciábamos: la sensibilidad, el conocimiento riguroso, la estética de las formas, el saber estar, la honestidad, el interés por todo, valo­res que da la […]

En estos tiempos, aparte de otras muchas singularidades, es signifi­cativo el desdén por casi todo lo que hasta hace pocos años, pocos comparados con los que abarca el tiempo histórico, tantos apreciábamos: la sensibilidad, el conocimiento riguroso, la estética de las formas, el saber estar, la honestidad, el interés por todo, valo­res que da la impresión no han perdido las sociedades de la Europa eterna. La lectura, por ejemplo. La lectura deleitosa, sosegada, repo­sada de una novela o de un ensayo, no la lectura urgente y superficial de cualquier cosa generalmente breve o a descifrar. Las nuevas tecnologías han contribuido poderosamente a ello, pues han desvirtuado conceptos y valores y han desplazado severamente la atención, antes presta a aspectos de la vida que requerían seguimiento, casi a lo inmediato, desvaneciendo la perspectiva. El pre­sente se volatiliza rápidamente. Nada dura lo suficiente para saborearlo. Ni siquiera para ser analizado. Todo análisis requiere tiempo y un proceso, pero no hay tiempo para esa delicadeza. Todo se juzga fácilmente sobre la marcha. A todo se le pone inmediata­mente una etiqueta pese a que siendo casi todo previsible, raro es lo que no es un artificio frecuentemente torpe. Apenas hay espacio para la sorpresa y menos para la transición. Los sentimientos amoro­sos se desfiguran o vacían pronto por el sexo, y duran poco. Al menos poco por la referencia de lo que antes duraba una amis­tad, ahora reemplazada por el placebo del amiguismo y del segui­dor, o por lo que duraba un amor cuyo fin llega a menudo porque falta el brillo en unos ojos. Los continuos cambios, más bien vaive­nes, a que la informática obliga alcanzan a todo, y poco escapa a lo prontamente obsoleto. Pese a que algo, un programa, una aplica­ción o un procesador de textos lleguen a alcanzar la «perfección», la supuesta perfección se sacrifica una y otra vez al cambio inevita­ble de la «actualización» aunque de ese modo se mutile. Y así, ese frenesí, esa neurastenia del cambio por el cambio alcanza a todo y sin reposo: política, enseñanza, estabilidad de la pareja, creciente desconfianza en el mundo mercantil, o la difícil distinción entre la noticia veraz y el libelo. Pues también al pensamiento se le exige «actualizado», como si no hubiese valores intemporales o eternos en la sociedad civilizada. Como si no hubiese «verdades» útiles y la actualización no recurriese a actitudes «nuevas» con ideas o tenden­cias viejas: adivinación, superstición, esoterismo y filosofías a menudo empapadas de helenismo mal reinterpretado, de orientalismo o de remedos de ideas mitad religiosas mitad filosóficas que atienden más al oportunismo que a la imposible esen­cia de lo vapuleado por los cambios. Siempre hubo evolu­ción. Las generaciones, salvo que hubiera mediado guerra, se iban reem­plazando generalmente en suaves transiciones. Pero hoy no creo exagerado afirmar que, al menos en España, la deriva es más bien frac­tura… 

Por todo ello me pregunto ahora ¿serían aplicables los paráme­tros, diagnósticos y conclusiones de la psicología académica, si es que puede haber academicismo en esa disciplina? ¿Serán válidas las ideas sobre espiritualidad de tantos autores que han reciclado ideas de pensadores consagrados occidentales y orientales, al humano inicial de la prehistoria y de la protohistoria? Evidente­mente no. Cuando no conocía religiones ni tenía otro conocimiento que la técnica o la astucia necesarias para sobrevivir y luego la fuerza para dominar a cualquier otro ser vivo, humano o no y luego para imponerse en el clan, aquel homínido en nada se parece a nin­guno de los individuos de la historia, ni tenía un solo rasgo del humano de hoy más común. La evolución lo ha metamorfoseado tanto que no me extrañaría que estemos ante especies vivas diferentes.

Luego si eso es así, si se afirma la evolución frente al creacio­nismo y al igual que no es lo mismo ni externa ni internamente un ser humano que otro o un ignaro que un sabio, y puesto que las ideas, las teorías y los sistemas se han ido superponiendo en la evolu­ción, a su compás los cerebros y la mente individual como la colectiva se han ido adaptando a esa misma superposición. Y si lo que llamamos «realidad» puede ser también el sueño calderoniano, no menos puede ser un edificio gigantesco compuesto por simples construcciones mentales más allá de la existencia escueta de cada in­dividuo por separado y de cada ser material e inmaterial aislada­mente considerado. A partir del fonema, llega luego la fabri­cación de palabras concretas para comunicarse, y luego las abstrac­tas. Y sin una motivación particular, van haciendo cada vez más comple­jas la psique del individuo aislado, el alma de la sociedad y la totali­dad de la existencia, individual y colectiva. Pues, una vez que el gruñido se hubo convertido en sonidos articulados y con arre­glo a ello se pasó del desconocimiento total al conocimiento pro­gresiva­mente acumulado, así se fueron asentando los cimientos de lo que llamamos sociedad humana. A partir de ahí, el edificio del co­nocimiento colectivo, sin otros topes ni más barreras que el error, «la realidad» crece constantemente a base de dichas construc­ciones. Construcciones mentales y realidad que no pueden contener más grado de verdad que la resultante de una convención, es decir, acuer­dos de sucesivas minorías en cada país y en el mundo, y en cada una de las superestructuras de la sociedad en su conjunto.

Sea como fuere, podemos decir que ninguna de todas las teorías que hoy son verdades por convención, son aplicables al hombre anterior angustiado por la idea de un dios implacable o de dioses ideados por fundadores de una religión. Pero tampoco son aplica­bles al hombre desinteresado o al interesado exclusivamente por su supervivencia. Las teorías, todas las habidas hasta ahora, son para el hombre fáustico. Fausto vende su alma a Mefistófeles a condi­ción de que le permita gozar de todo y conocer sin límites bus­cando sin descanso, sin detenerse nunca en su deseo de saber. Y cuando Charcot, Freud y Jung hurgan en la personalidad del «ser» concreto agitando (si no despertándola) la angustia vital tratando de corregirla, es cuando el ser humano empieza a interrogarse frenéti­camente sobre sí mismo ayudándose a menudo del psiquiatra, del psicólogo o del adivinador. Tomando esas teorías más adelante, a partir del hombre recreado por el maquinismo y luego, ahora, por las tecnologías, el camino de otros vericuetos. Pues si antes no se concebía la vida terrenal sin una explicación más o menos artifi­ciosa, la cosa no ha cambiado y la sociedad humana sigue empe­ñada en la explicarlo y dar respuesta a todo, por peregrina que sea, siendo así que también es posible que no la tenga.

Pues el ser fáustico, aunque está a punto de declinar, sigue siem­pre insatisfecho, no detiene nunca su curiosidad, su verbosidad incesante, y una acción constante y proyectos que rara vez culmina. Lo que no puede evitar en cuanto dedica un solo instante a mirar en su interior que, a menos que muera joven como don de los dioses que decían los antiguos, perciba lo que le espera: deterioro, decaden­cia, decrepitud o desahucio….Y decía que está a punto de de­clinar, porque toca ya el ser «intrascendente», que ni afirma ni niega, que prescinde de dios y de la curiosidad que satisface en un instante en internet, que se arrellena si acaso en la armonía, en la estética y en la ética, que se ayuda de una razonable actividad física y de la moderación, que no se empeña en ser feliz porque se contenta con no ser desgraciado y que no presenta reparo a admitir la realidad como resultado de una convención compuesta por una infi­nidad de acuerdos cada día; que, técnicamente, la vida entera res­ponde concluyentemente a una construcción mental, y que las «verdades» son eso, acuerdos sucesivos sobre el relato de las cosas en el que se velan las verdaderas causas y los verdaderos actores, si los hay: desde el informe policial y los hechos probados del juez, hasta como tratar un cáncer o cómo manejar un acelerador de partículas. Y que, al igual que los antiguos griegos viví n la mitología «como si creyesen en ella», él vive su realidad como si fuese real pero sin creer en ella porque no lo necesita. Es el ser capaz de pres­cindir de todo soporte que no esté dentro de sí mismo. Le basta para huir del espanto, del desengaño y de la desesperación, pues deja en suspenso todo pronunciamiento sobre cualquier materia. Ha abrazado el senequismo y el escepticismo como únicas actitudes prácticas y racionales conformes a la singular época que vivimos. Es el ser que nada busca porque nada espera, y que no trata de encontrar respuesta a las verdades cambiantes porque ya no hay nada ni nadie que merezca su confianza. Verdades cambiantes, primero por su permanente actualización forzada por la cibernética, y luego por la consciencia plena de que la «verdad» no está nunca a nuestro alcance y pertenece exclusivamente a un movimiento pen­dular que cada día y en un pepetuum mobile va de una construc­ción mental a otra, y que a eso, hace mucho que nos dio por lla­marlo «realidad». Todo lo que, desde el punto de vista biológico, es­piri­tual, mental y sanitario, es el modo adecuado de afrontar la humani­dad un presente sobre el que se cierne a partes iguales tanto la gloria como el abismo: otra realidad, además de la convencional y de la virtual…

 

Jaime Richart, Antropólogo y jurista

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