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Reseña de la película Ágora, de Alejandro Amenábar

El silencio del universo

Fuentes: Rebelión

Y si alguien atraviesa una hoguera por defender su doctrina,¡qué demuestra eso! Mayor cosa es, en verdad, que de supropio incendio salga su propia doctrina. Friedrich Nietzsche En el fragor de un cruenta batalla que enfrenta a paganos y cristianos, uno de éstos, que aún no ha hecho pública su confesión de tal, atraviesa con […]

Y si alguien atraviesa una hoguera por defender su doctrina,
¡qué demuestra eso! Mayor
cosa es, en verdad, que de su
propio incendio salga su propia doctrina
.

Friedrich Nietzsche

En el fragor de un cruenta batalla que enfrenta a paganos y cristianos, uno de éstos, que aún no ha hecho pública su confesión de tal, atraviesa con su espada al centurión que le incita a la pelea y, antes de abrirle la cabeza a Teón (Michel Lonsdale), padre de Hipatia, se vuelve hacia nosotros, los espectadores, y grita a modo de justificación: «¡Soy cristiano!»

Decía Nietzsche que los fanáticos son pintorescos y que «…la humanidad prefiere ver gestos a oír razones» [1]. Todo parece indicar que los gestos espectaculares del film de Amenábar impiden ver con nitidez los elementos discursivos que lo habitan en su más profunda determinación formal: la que articula (pero no ilustra) un alegato contra la sinrazón religiosa, contraponiéndola a una dialéctica del conocimiento llevada hasta sus últimas consecuencias. Ágora es, en ese sentido, una película nietzscheana que se sirve de los elementos de la superproducción para reflexionar sobre nuestro momento presente. Tal vez por ello ha suscitado las iras de la ultraderecha española y la incomprensión de ciertos sectores de la crítica especializada, que sólo parecen haber permanecido en la superficie del arsenal retórico de sus imágenes.

La figura del fanático, introducida en el tipo del redentor, provoca las mayores invectivas de Nietzsche cuando se encarna en un hábito sacerdotal: «Viciosa es toda especie de contranaturaleza. La especie más viciosa del hombre es el sacerdote. Contra el sacerdote no se tienen razones, se tiene el presidio» (p. 111). Los planos cenitales que muestran, en movimiento acelerado, el ajetreo de los monjes parabolanos concede a éstos la categoría de cucarachas movidas por un ciego instinto destructor. Es obvio que Amenábar establece un isomorfismo entre los guardianes de la fe cristiana de ayer y los talibanes de hoy, defensores de la ortodoxia islámica. Pero no hace falta que vayamos tan lejos: conjugando idéntico paradigma religioso, los actuales representantes de la Conferencia Episcopal Española, también de negra catadura, son los nuevos alcabaleros de la muerte cuando movilizan a sus huestes para salir a la calle en defensa de los derechos de ciudadanía de los embriones (¿?), no condenan la pena capital, legitiman y amparan a sangrientos dictadores como Franco y Pinochet y, desde la institución papal, prohíben a los católicos el uso del preservativo en países (Uganda) donde el sida causa estragos. Y todo ello, se nos dice, en pro de un ideal de santidad. «La santidad vacía, antitética, se convierte en el concepto dominante: originariamente = divino, ahora igual a sacerdotal, clerical –como si lo divino estuviese contrapuesto a lo mundano, a lo natural, por caracteres externos-» (p. 129).

«Tú puedes tener tus creencias, pero yo debo cuestionarlas», dice Hipatia (Rachel Weisz) a Orestes (Oscar Isaac), antiguo discípulo y ahora Prefecto romano de Alejandría. El imperativo de la razón -cuando se la interroga, Hipatia dirá que sólo cree en la Filosofía- basta para oponer a la astrónoma y matemática al poder cristiano. «La ciencia es lo prohibido en sí, ella es lo único prohibido. La ciencia es el primer pecado, el germen de todo pecado, el pecado original. La moral no es más que esto. «No conocerás»: el resto se sigue de ahí» (p. 84). El gesto enunciativo más extremo del film, en el que la cámara, tras hacer un violento giro, se invierte antes de volver al eje de acción, no solamente expresa que «…la armonía del círculo (el techo de la biblioteca) es quebrada por la impureza de la violencia» [2], sino que es la grafía más elocuente para mostrar una inversión de los principios mismos de la Historia: poniendo cabeza abajo a los destructivos parabolanos, Amenábar nos dice que estamos ante un momento donde el saber de la Antigüedad es destruido por el sólo hecho de ser pagano y se abre paso un nuevo concepto de humanidad. «Esa especie de hombre [sacerdotal] tiene un interés vital en poner enferma a la humanidad y en volver del revés, en un sentido peligroso para la vida y calumniador del mundo, los conceptos «bueno» y «malvado», «verdadero» y «falso»» (p. 51).

Si hay un gesto moral que dota de una dignidad incuestionable al personaje de Hipatia, éste se produce cuando Davo (Max Minghella) trata de apagar el fuego pasional que le invade y restriega su cuerpo contra el de ella, tras lo cual reclama un castigo mediante el filo de la espada. La respuesta de Hipatia consiste no sólo en dejar el arma a un lado, sino también en quitar del cuello de Davo el dogal que emblematiza su destino de esclavo: una liberación civil y moral, porque el joven discípulo profesa una religión que lo atenaza aún más en su condición. «El pecado, digámoslo otra vez, esa forma par excellence de autodeshonra del hombre, ha sido inventado para hacer imposible la ciencia, la cultura, toda elevación y aristocracia del hombre; el sacerdote domina merced al invento del pecado» (p. 86). Es en escenas como ésta donde se aprecia el abismo interpretativo que separa a Rachel Weisz, en su perfecta encarnación de Hipatia (por lo sereno y comedido de su registro dramático) del elenco masculino del film, que salvo (naturalmente) la veteranía de Michel Lonsdale se hunde en inconsistentes gesticulaciones y desmesuras. Asimismo, la horrenda música de Dario Marianelli, entre el coro litúrgico y la salmodia, se opone por el vértice al lúcido discurso laico de Ágora.

La muerte de Hipatia tiene lugar desde la letra de la Ley cristiana: una misógina admonición del apóstol Pablo, cuya epístola se muestra al espectador en sus caracteres griegos, leída por el obispo Cirilo (un banal Sammi Samir), a quien la Iglesia elevó posteriormente a los altares. «Es preciso retener esto: Jesús es un idiota en medio de un pueblo muy listo… Sólo que sus discípulos no lo fueron. -¡Pablo no era en modo alguno un idiota!- de esto depende la historia del cristianismo» (p. 132).

Amenábar puntúa el film con «planos cósmicos» de la esfera terrestre, en un confesado homenaje a 2001 ( Stanley Kubrick, 1968). El director pone en juego dichos planos con la música ofrecida a Hipatia por el enamorado Orestes, con las disputas entre cristianos y paganos y con el lejano entrechocar de las armas en el combate. Más que ofrecer un punto de vista divino sobre la insignificancia de los aconteceres humanos -lo cual entraría en contradicción con el ateísmo militante del film-, aquí se manifiesta la rotundidad de un silencio. Dice José Saramago (El País, 17-10-09): «Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio». Davo tiene entre sus brazos, por primera y última vez, a una desnuda Hipatia a la que, en un acto supremo de piedad, administra una muerte que es también silenciosa con el fin de evitarle la tortura de la lapidación. Esta escena le ha inspirado lo siguiente al crítico Carlos Reviriego:

En Ágora, la muerte toma el protagonismo en el último tramo, pero es entonces cuando la postura laica y cartesiana, que confía únicamente en el pensamiento, está más reforzada todavía, hasta el punto de reducir toda la intriga de un film de más de dos horas al suspense de si una astrónoma va a descubrir la elipse como explicación del movimiento de los planetas. ¡Un suspense científico! [3]

Sin embargo, estoy en desacuerdo con Reviriego cuando, un poco más adelante, afirma lo mucho que le sorprende «la escasez de ideas visuales y cinematográficas que hay en la película». No anda precisamente Amenábar escaso de ideas, tanto en la estructura del guión como en su puesta en forma. Y es precisamente en dicha escena eutanásica donde el espectador puede asistir a ese precipitado del tiempo (¡tan propio del cine!) en el que Davo forjó su deseo hacia Hipatia y donde acariciar el pie de la profesora podía ser la cifra misma de ese deseo. Momento cálido de un film al que presurosamente se ha calificado de frío y que viene a sumarse a esa experiencia razonada de la muerte que se encuentra en toda la filmografía del realizador.

Ágora, ya lo he razonado, no es una película «redonda», pese a que sus imágenes evocan tanto el grafismo de la circunferencia como el de la esfera. Pero los postulados de su discurso reclaman nuestra adhesión ética más incondicional.

Notas

[1] Friedrich Nietzsche: El Anticristo, p. 94. Madrid, Alianza Editorial, 1974. Introducción, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual. A partir de esta primera cita al pie, la paginación de todas las demás citas textuales de El Anticristo nietzscheano aparece entre paréntesis.

[2] Alexander Zárate: «La astrónoma del caos», p. 31. Dirigido por…, N.º 393, Barcelona, octubre de 2009.

[3] Cahiers du Cinéma España, nº 27, p. 38. Madrid, octubre de 2009.

Juan Miguel Company Ramón es Profesor Titular de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia (España) y crítico de cine.


Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.