En nombre de la lucha contra el terrorismo, los poderes ejecutivo y judicial españoles han prohibido la expresión pública y la representación política del sector mayoritario del independentismo vasco de izquierda. Esto ha permitido que, con poco más de 40% de los votos emitidos (contando naturalmente los votos a la candidatura independentista prohibida que […]
En nombre de la lucha contra el terrorismo, los poderes ejecutivo y judicial españoles han prohibido la expresión pública y la representación política del sector mayoritario del independentismo vasco de izquierda. Esto ha permitido que, con poco más de 40% de los votos emitidos (contando naturalmente los votos a la candidatura independentista prohibida que fueron anulados), pueda constituirse en la Comunidad Autónoma Vasca un gobierno no nacionalista. El 60% de los ciudadanos, que ha votado a favor de candidaturas que, de un modo o de otro, son favorables al derecho de autodeterminación de Euskal-Herria, no podrá ver reflejada su mayoría social ni en el parlamento ni en el gobierno de su comunidad. La crisis de la representación política que esta situación ilustra es reflejo de una crisis mucho más amplia, que afecta al conjunto de los mecanismos de representación y legitimación del Estado capitalista no sólo en Euskal Herria y en España, sino a nivel mundial.
Puede afirmarse que la crisis de la representación política es resultado directo del éxito de un modelo de gobierno liberal que, con mayores o menores matices y con algunos episodios marcados por gobiernos de excepción (nazismo, franquismo etc.) ha sido el modo normal de gobierno en el capitalismo. Este modo de gobierno se caracteriza por la autolimitación del poder soberano en favor de la autorregulación de la esfera económica y de la autonomía de la sociedad civil, ambas articuladas en torno a la institución central que constituye el mercado. La función residual del poder soberano es la de policía, pero esta no representa tan sólo una tarea represiva, sino fundamentalmente el conjunto sumamente complejo de tareas que permiten el funcionamiento del mercado y regeneran la ilusión naturalista de su «autorregulación». Entre ellas está la represión de la delincuencia, pero también la generación de marcos jurídicos y políticos que salvaguardan la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. Esto, si se quiere es, a muy grandes trazos, el esquema transhistórico de base en que se funda este modo de gobierno liberal, el único que hace posible el funcionamiento del mercado universal (que incluye la compraventa de fuerza de trabajo) y del capitalismo. Con todo, según la historia concreta de cada país, las condiciones mínimas de reproducción del régimen pueden variar en función de alianzas relativamente estables o contingentes entre los sectores sociales dominantes o incluso de formas de negociación con los dominados. En el Estado Español, un elemento fundamental de la autorreproducción del régimen es el mantenimiento de su unidad territorial, lo cual es comprensible cuando el Estado Español fue inicialmente un Imperio y sólo muy tardiamente pretendió -en vano- dotarse de una legitimidad nacional. De ahí que la propia supervivencia del poder soberano y su posibilidad misma de realizar sus funciones de policía dependan de una particularmente frágil y en gran parte mítica «unidad nacional». Esto es lo que explica la «centralidad» de la cuestión vasca.
Según el aforismo de Ludwig Wittgenstein «de lo que no se puede hablar, más vale callar». Y es que sobre las condiciones mismas que hacen posible el hablar no es posible decir nada mediante el propio lenguaje. Sobre los fundamentos del lenguaje no existe un metalenguaje que los explicite. El territorio de un lenguaje que denota hechos es el de la mera facticidad. Paralelamente a esto, en el régimen liberal, sólo es articulable aquello que no se opone a la reproducción del propio régimen en sus elementos básicos que son el poder soberano/policial, el mercado y los derechos individuales de los agentes de mercado. Consecuencia de ello es que la política, sustituida por la policía, tienda a experimentar un eclipse: sólo existen problemas de gestión, pero no hay nada que decidir en cuanto al modelo de sociedad y de organización política, pues este se considera definitivo.
Naturalmente, esto genera una repetición de prácticas y procesos normales y una exclusión de aquellos que resultan anómalos. Entre los que se ven designados como anómalos figuran en lugar destacado los que tienen que ver con la supervivencia de la política más allá de su neutralización policial y económica. La política, en la medida en que tiene que ver no ya con la simple vida (Zoé), sino con el «buen vivir» -según nos enseña Aristóteles- supone siempre una distancia respecto de la facticidad de la naturaleza. La capacidad humana de decisión -y de fundación- de las formas políticas del «buen vivir» no establece nada de manera definitiva. La política en este sentido radical es esa persecución del «buen vivir» siempre abierta a nuevas perspectivas. Más allá del «fin de la historia» que el liberalismo ha procurado imponer desde sus albores mediante el comercio, la finanza y las armas, está la historia concreta que necesariamente hace fracasar este proyecto al igual que todo otro proyecto totalitario. La politicidad y la historicidad de la especie humana arraigan en la imposibilidad de una definición naturalista y «objetiva» del «buen vivir». Para una especie sustraida por el lenguaje a la naturaleza, el objetivo de la ciudad será siempre objeto de disputa e incluso de antagonismo.
La supresión del antagonismo real, aquél en que lo que está en juego no es el cambio de un gobierno liberal y capitalista por otro sino la constitución de un orden político y social distinto, equivale a una eliminación de la política. Esta pretendida eliminación es un objetivo totalitario que el orden capitalista siempre ha querido alcanzar, pero que por motivos que tienen que ver con la antinatural naturaleza de la especie humana, siempre se ha visto frustrada. Cada vez que se ha pretendido hacerlo, se ha podido establecer una ficción de orden, pero a costa de generar un residuo irreductible. Este residuo es lo que se denomina «terrorismo» y que no representa una forma concreta de acción política marcada por la violencia, sino -si se atiende a los contenidos de la legislación vigente- cualquier acción política que pretenda subvertir el orden existente. Poco importa que pretenda hacerlo por las armas o por las urnas o incluso que busque alcanzar sus objetivos por medios enteramente pacíficos, tampoco es determinante que la acción vaya dirigida contra el centro neurálgico del capitalismo o que ponga en peligro la constitución históricamente y geográficamente aleatoria, pero esencial en términos de dominación, de sus aparatos estatales. Lo decisivo para calificar una actividad de terrorista es su finalidad política, en sentido fuerte, su desafío al orden policial. De este modo el terrorismo, en el sentido amplio en que lo conciben los actuales poderes ejecutivo-judiciales del capitalismo de la crisis, no es sino el resto irreductible de la política. Lo que queda cuando se pretende suprimir todo cuestionamiento sobre el «buen vivir»en nombre de un gobierno basado en la gestión policial de la vida y la economía.