A primera vista, podría parecer un eslogan dedicado a festejar un viernes de Semana Santa o referido al título de un capítulo rescatado del libro de Regoyos, La España Negra, y no a un eslogan invitando al general consumo, orquestado desde las entrañas del marketing capitalista andante. No. No pretendo hacer un alegato contra el consumo. Sería inútil y pretencioso por mi parte. Además, para condenarlo ya está la jerarquía católica y sus pastorales contra el materialismo, intrínsecamente perversos.
No. No es el consumismo del que quiero hablar. Lo que me pregunto es si hay necesidad de utilizar un anglicismo para expresar lo que en castellano podría denominarse sin ningún problema: Rebajas en Viernes. Y evitar así ese tétrico anglicismo Black Friday que más parece una invitación a participar en un rito funerario.
Seguramente que muchos castizos verán en este detalle un humillante sometimiento del sistema lingüístico español al inglés. Cada cual será libre de interpretar este gesto como desee. Los barbarismos -anglicismos, galicismos, germanismos, italianismos-, han estado siempre ahí y nunca nos dejaron. Hasta el vascuence, caracterizado como hermético y nada poroso, acoge en su lengua gran cantidad de latinismos.
No existe lengua que se libre de esta ósmosis lingüística. Que tal detalle se considere como enriquecimiento o no va por barrios. A mí los barbarismos no me molestan. Son la muestra de la tolerancia de una lengua capaz de integrar en su sistema lingüístico la riqueza lexical de otra en perfecta convivencia, sin necesidad de excluirse, ni de reprocharse una letra.
Se trata de un ejemplo de integración que rara vez los seres humanos hemos sido capaces de practicar con quienes consideramos extraños, ajenos; en definitiva, con quienes acostumbramos a denominar los otros y a quienes tenemos como enemigos.
En el mundo de las palabras, aunque procedan de un sistema lingüístico diferente, jamás ocurre eso. Hasta los antónimos conviven entre sí sin violencia.
Una lengua es resultado inacabado de un proceso cuyo origen se ignora y cuyo final es incierto, pues depende de la voluntad quebradiza del ser humano. Pocas creaciones del ingenio social existen tan maravillosas como las lenguas que ha inventado. De ahí lo increíble que haya gente dispuesta a cargárselas sin reparar en la tragedia en que incurren, basándose en razones tan nimias como la existencia de una población hablante reducida o, mucho peor, atribuir a dicha lengua motivos políticos de subversión. Hay que ser muy artero y retorcido para sostener que aquellos están insertos en el sistema lingüístico.
Resulta escandaloso que en un país como el nuestro, que posee cuatro lenguas diferentes, tres derivadas del latín -gallego, catalán y castellano- y una cuyo origen está por descifrar, el vascuence, los poderes políticos sigan manteniendo comportamientos tan rastreros utilizándolas como instrumento político de particulares intereses.
Una lengua, sea cual sea, es patrimonio universal de la Humanidad y someterla a los intereses de la política es puro mercadeo y una inmoralidad.
El país entero debería sentirse orgulloso por tener cuatro lenguas en su piel de toro -cinco si se acepta el bable-, y debería mimarlas como el mayor de los tesoros culturales que tiene en el seno de su sociedad. Nada hay tan valioso como ese patrimonio.
Es una tragedia para un país que un signo de pluralidad tan potente como la existencia de cuatro leguas diferentes haya servido tan poco para respetarnos y, por el contrario, utilizarla como causa de enfrentamientos sangrientos.
Que sigan existiendo políticos que pretenden convertir las lenguas de su país en materia inflamable, es decir, en instrumento político para dinamitar la personalidad de tales comunidades, refleja una indecencia moral sobresaliente. Háganlo mediante los procedimientos políticos habituales al uso, pero dejen las lenguas en paz.
Los políticos han creado una situación tan asfixiante con relación a la diversidad lingüística de este país que, mientras esto no cambie, es decir, mientras todos y cada uno de nosotros no nos sintamos orgullosos de tener en nuestro país semejante patrimonio lingüístico, habrá partidos, en este caso como el PP, que utilizarán el artículo 155 de la Constitución como instrumento lingüístico para limitar la expansión y asentamiento de una lengua, en este caso, la catalana.
Lo más ridículo de esta anécdota es la incómoda paradoja con la que actúan quienes dicen profesar tanto amor a la lengua castellana, pues, cuando tienen la posibilidad de utilizarla como reclamo publicitario, se olvidan de ella y, en lugar de usar una expresión española, utilizan una fórmula bárbara para hacerlo.
Seguro que, si el reclamo publicitario hubiese estado escrito en euskera, gallego o catalán, se habrían rebotado contra él con la misma baba sintagmática con la que acostumbran a borrar del espacio público cualquier palabra que no sea castellana.
Ni siquiera el chiringuito de Cantó que la derecha le montó en defensa del castellano ha dicho una sola palabra al respecto. ¿Cómo es posible que el tunante de Cantó no haya aprovechado siquiera esta situación para afianzarse ante sus superiores haciendo una defensa numantina del castellano y en lugar de ese tenebroso Black Friday haber propuesto una expresión castellana? ¿Acaso no lo haya en castellano? Cantó debería saberla.