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El trabajo como mercancía y el desprecio contra el trabajador

Fuentes: Rebelión

En los últimos tiempos no hacemos más que ver cómo se suceden declaraciones de desprecio a los trabajadores, a la clase obrera desde el parado al indefinido, superando cada descalificación el desprecio de la anterior. Se trata de un discurso hegemónico centrado en la perversión de la imagen de los trabajadores y el desprecio del […]

En los últimos tiempos no hacemos más que ver cómo se suceden declaraciones de desprecio a los trabajadores, a la clase obrera desde el parado al indefinido, superando cada descalificación el desprecio de la anterior. Se trata de un discurso hegemónico centrado en la perversión de la imagen de los trabajadores y el desprecio del valor del trabajo: el trabajador que pide derechos es un irresponsable, el parado es un vividor que no quiere trabajar, el trabajador indefinido es un lastre al capitalista en su capacidad de sacar a los pobres de su pobreza, el trabajador de los países del sur es generalmente (no sé si genéticamente) un vago improductivo… y los parados se acomodan y no buscan trabajo. 

Ni es algo puntual ni es inocente. Del mismo modo que Marx y Engels nos dijeron que era necesaria la construcción de conciencia de clase y con sus argumentos nos enseñaron a defender nuestro valor; en sus antípodas, Huntington y Friedman (principalmente) señalaron a los de arriba que era necesario volver a construir una «apariencia de élite» (si me permitís este nombre) y les dieron los argumentos para volver a presentar sus intereses como los intereses de todos, y mostrar a los demás como dependientes de valor subordinado, etc…

Se trata de una estrategia de reacción contra la emergencia de los nadies que se habían levantado [i] para sacudir los privilegios de las élites, creo que en eso consiste lo que llamamos neoliberalismo.

El ataque es tan furibundo porque se requiere que los trabajadores acepten la pérdida de derechos básicos que les corresponden como personas, y se encuentren sin fuerzas ni apoyos (a veces de nosotros mismos -todos los trabajadores son malos menos yo significa que me ataco a mí mismo-), para que su trabajo pueda ser convertido en mercancía.

Debemos entender algo: el trabajo solo puede ser mercancía cuando el trabajador es sometido a un régimen jurídico que le reduce a la categoría de persona dependiente o de objeto jurídico.

Pervertir la visión o el sentido común sobre el trabajador y el valor del trabajo, permite regular la situación del trabajador con un régimen jurídico de «objeto», y esto es necesario para que el trabajo sea una mercancía.

Contra un discurso así no nos sirve el Estado del Bienestar en el que se acepta la posición del trabajo como mercancía, y el contrato de trabajo que pone al trabajador en situación de subordinación, dependencia y ajenidad.

El trabajo como mercancía, el obrero como objeto

La clave del trabajo como mercancía es que la capacidad para decidir sobre el trabajo de un trabajador y los derechos generados por el trabajo de ese trabajador se atribuyen a quien «compra» ese trabajo como mercancía (el salario no es un derecho generado por el trabajo, sino por la «venta» del trabajo).

Para producir este efecto jurídico, el trabajador debe ser sometido a un estatuto jurídico «de objeto», de herramienta del otro o persona dependiente. El contrato de trabajo por cuenta ajena somete al trabajador a una situación jurídica de subordinación, dependencia y ajenidad en su trabajo.

Esta situación, como han denunciado ya muchos autores, es incompatible con la dignidad humana del trabajador. La dignidad humana debe suponer, como mínimo, que una persona plena debe tener siempre autonomía o capacidad de decisión sobre su vida y sus actos (lo que es contrario a una situación de dependencia o subordinación) y que le deben ser atribuidos los mínimos derechos que le corresponden como persona igual de valiosa que cualquier otra y las consecuencias jurídicas de sus actos (lo que es contrario a un régimen de dependencia y ajenidad).

El trabajo, como hacer humano, es un desarrollo del «ser» humano del trabajador, con el que satisface sus necesidades, reproduce la vida, transforma la realidad, crea capacidades colectivas, etc… Y su valor es por tanto un derivado de la propia dignidad humana del trabajador.

Como tal desarrollo, el trabajo genera o debería generar derechos para quien trabaja, derechos como el de usar los medios de producción que se han puesto en funcionamiento, o derecho a disfrutar los frutos del trabajo, etc… De la misma manera, debe dar derecho a decidir sobre el trabajo, como dice Dahl, o a participar en las decisiones colectivas.

Sin embargo, en el contrato de trabajo por cuenta ajena, el régimen jurídico al que se somete al trabajador no reconoce estos derechos. El régimen jurídico que se contiene para el trabajador en el contrato de trabajo por cuenta ajena es el de una persona-objeto, herramienta o persona dependiente. No es de extrañar, puesto que el contrato de trabajo por cuenta ajena (uno de los grandes pilares básicos del capitalismo) proviene del contrato romano de arrendamiento de esclavos.

En Roma, el esclavo era tratado jurídicamente como una persona-objeto o persona dependiente. Su decisión no era considerada válida ni vinculante (como un objeto o herramienta) por lo que quedaba subordinado a la decisión del amo. Su estatuto jurídico no permitía que se le atribuyeran derechos por sus actos, por lo que los derechos generados por su trabajo eran atribuidos al amo o propietario del trabajo.

El Estado del Bienestar no atacó esta lógica, sino que, en su línea, mantuvo las injusticias capitalistas pero poniendo límites a sus efectos. Al trabajador se le reconoció como persona en el Estado, pero era una ciudadanía de segunda, al estar los derechos que le correspondían reconocidos siempre dentro del marco de las bases del estado burgués y bajo los límites de posibilidad de la economía capitalista, manteniendo al trabajador en la situación de dependencia. Es más, los derechos sociales coinciden básicamente con las áreas en las que se ponían obligaciones a los señores y esclavistas en las épocas de escasez de mano de obra o peligro de rebelión (cuidado en la infancia, cuidado en la enfermedad, manutención adecuada para vivir y reproducirse, manutención en la vejez, o descanso suficiente diario y semanal), nacieron en un momento de escasez de mano de obra dependiente (por las guerras mundiales y los trabajadores de los países comunistas) y peligro de rebelión obrera (con la URSS como gran potencia para prestar apoyo), y se han acabado cuando esas circunstancias han finalizado, como tantas veces ha pasado en la historia de la esclavitud, el señorío o el trabajo en ajenidad y dependencia en general.

El reconocimiento de derechos sociales implica que el trabajo es mercancía, pero una mercancía limitada como tal. Y esta es la gran queja de los grandes explotadores de trabajo ajeno: los costos del trabajo no se adaptan a las fluctuaciones del mercado, no se pueden desprender del trabajo «comprado» cuando no les conviene, etc… Lo que llaman «flexibilidad» laboral no es más que la reivindicación de que el trabajo pueda ser tratado como una pura mercancía. Y claro, para esto, el trabajador debe volver a ser puesto en un estatuto jurídico puro de objeto en su prestación laboral.

El Estado del bienestar ponía límites a la injusticia, pero no la abolía. Ahora son esos límites los que están cayendo, devolviendo al trabajador a las profundidades y rotundidad de un régimen jurídico indigno de una persona, casi de objeto, para que el trabajo vuelva a ser una mercancía totalmente disponible al beneficio del capital.

Y así, las élites político-financieras imponen unas políticas de desigualdad que incluyen que el trabajo sea «flexible», pura mercancía, sometiéndose a las condiciones de las oferta y la demanda.

Las medidas que están tomando para imponer esta flexibilidad son regulaciones que afectan al trabajador como persona y recortan sus derechos básicos incluso como ciudadano de un Estado de Derecho. Por ejemplo, se le quita al trabajador el derecho a que se respeten los términos de los contratos que se firman con él. Nadie más tiene la capacidad de cambiar unilateralmente los términos de un contrato salvo el empresario respecto al trabajador. Se quita al trabajador el derecho a recibir un salario suficiente para la vida, se recortan sus posibilidades de obtener tutela judicial, se le impone la aceptación de horarios incompatibles con una vida digna, se aumenta su separación con los medios de producción con los avances hacia el despido libre, etc…

En realidad, no cabe la menor duda: para que el trabajo sea una mercancía (y eso es lo que se pide cuando se pide flexibilidad laboral), el trabajador no puede ser tratado como una persona, plena y adulta, no puede ser tratado con dignidad. Mantener el trabajo como mercancía siempre supuso negar al trabajo su dignidad.

Relación discurso-derecho

Para lograr este objetivo de cambiar la regulación del trabajo y la situación reconocida al trabajador es que se lleva a cabo esta batalla en el discurso público. Existe una relación entre derecho y discurso. El derecho estatal nunca podría funcionar con la única base de la coerción (ni la física ni la económica), necesita construir o utilizar una aceptación significativa por la sociedad a través de parámetros de legitimidad. El sentido común hegemónico en una sociedad es determinante de la normatividad en dicha sociedad.

Con este ataque discursivo, se está logrando imponer una percepción de menosprecio o desprecio de la clase obrera (en abstracto, como clase) como un sentido común aceptado generalmente, tanto que los propios trabajadores aceptan y reproducen esta visión a pesar de que en la gran mayoría de los casos que conocen de forma directa ven que la realidad no es así, y ven el valor del trabajo y la dignidad de las y los trabajadores.

El discurso hegemónico actual sobre el trabajador es tan negativo que hasta ha pervertido la propia visión de los trabajadores sobre sí mismos como clase. Si preguntas a cualquier trabajador español si la gente que trabaja con él, sus amigos, su familia, su entorno, la gente de su barrio o su pueblo, son vagos o son buenos trabajadores, te dirá que en su entorno conoce (directamente, en concreto) a gente muy buena que trabaja mucho, en la mayoría de los casos y parados que están parados sin culpa, aceptan condiciones leoninas y buscan trabajo de verdad. Seguramente, dirá que, entre la gente que conoce, la mayoría son buenos trabajadores y personas decentes que tratan de sobrevivir. Sin embargo, si le preguntas si los trabajadores españoles son vagos o buenos, te dirán que son vagos, si les preguntas por los parados en abstracto (como clase o parte de una clase) te dirá que están cobrando por otro lado o que no buscan trabajo…

Hay que ser muy conscientes de que estos discursos despectivos y la humillación continuada puede llegar a convencer a un explotado o excluido de que las normas que le someten son válidas, de que su situación es justa, de que se merece lo que le está pasando, de que debe sacrificarse porque no hay otra manera, porque lo bueno para quien le explota es lo bueno para él, porque su virtud debe ser cumplir con ese papel social que se le ha dado, etc… Esto lo tienen muy presentes las luchas feministas, las de las minorías étnicas o sexuales, incluso cuando luchamos contra la depredación del medio ambiente… pero parece que desde la lucha como clase obrera lo hubiéramos olvidado. Y precisamente creo esto era precisamente lo que Marx y Engels llamaban construir conciencia de clase: construir una visión de los intereses y el valor de la clase más allá del capitalismo y sus límites, sus valores o los intereses del capital. Y claro, para eso no sirve ni mucho menos el Estado del Bienestar.

Lo que debemos entender es que el discurso que defiende los derechos sociales como lo que corresponde a la dignidad de la clase obrera, no solo es inadmisible, sino que está perdido de antemano. En este discurso el valor que se le da al trabajador y al trabajo está subordinado, es dependiente, del capital y su valor. El valor del trabajo no está más allá del capitalismo, sino que es entendido dentro (subsumido) de la lógica del capital como mercancía y de sus posibilidades de retribución como mercancía.

Este discurso no nos sirve, ni los derechos sociales responden a la dignidad del trabajador, ni la defienden. En este discurso, el valor del trabajador depende de la viabilidad capitalista de la empresa (beneficios del capital crecientes), los intereses del trabajador son los del beneficio del capital o solo son posibles bajo este beneficio, el trabajador debe implicarse en la lucha de competencia de la empresa contra otras empresas, en lugar de unirse en solidaridad obrera debe competir por mayor retribución inmediata o más cuota de venta con los demás obreros como cualquier otra mercancía… Los puntos cruciales en la construcción de la conciencia de clase son negados en los valores detrás de los derechos sociales del trabajador para caer en las creencias que buscan fomentar la apariencia de élite.

Nota:

[i] Considero que para entender el momento actual debemos partir de esta previsión del Manifiesto Comunista…

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.