El mundo vive hoy una situación laboral intolerable asentada en el desempleo, la precariedad laboral y la desigualdad. Según la OIT, en el mundo hay más de 200 millones de desempleados, casi 1.700 millones de trabajadores pobres (menos de dos dólares diarios), una incontable y desconocida legión de personas que trabajan en la economía informal […]
El mundo vive hoy una situación laboral intolerable asentada en el desempleo, la precariedad laboral y la desigualdad. Según la OIT, en el mundo hay más de 200 millones de desempleados, casi 1.700 millones de trabajadores pobres (menos de dos dólares diarios), una incontable y desconocida legión de personas que trabajan en la economía informal y, lo que produce aún mayor escalofrío, un mínimo de 21 millones de esclavos, la cifra más alta de toda la historia de la humanidad.
Europa es una región, que con apenas un 6,5% de la población, concentra una cuarta parte de la riqueza y la mitad del gasto social planetario y, sin embargo, el aumento global de la precariedad comporta que, tras décadas de luchas sindicales y de desarrollo de los derechos laborales, los mecanismos de protección garantizados por leyes y convenios sean cada vez más débiles. Uno a uno se quiebran los derechos laborales: contratación, despido, organización del trabajo, salario, jornada y tiempo de trabajo, huelga, negociación colectiva, representación sindical…
El objetivo de la ofensiva sobre el trabajo impulsado por gobiernos e instituciones neoliberales y por las grandes corporaciones es diáfano: dar la máxima libertad a las empresas y explotar, disciplinar, dividir y debilitar a una clase trabajadora cada vez más precarizada, que no sólo se ve expuesta a múltiples riesgos laborales que dañan su salud, sino que también soporta una buena parte del riesgo económico que inquieta a las empresas. A la vez que aumenta el poder empresarial, los trabajadores, aislados, divididos en un mar de subcontratas y centros fragmentados, pierden no sólo el control de sus ocupaciones, sino también la capacidad de desarrollar una conciencia colectiva y solidaria que, en otras épocas, les permitió organizarse, luchar y mejorar sus condiciones de trabajo y de vida.
Vivir bajo la precariedad laboral quiere decir trabajar bajo un sustrato de vulnerabilidad y explotación. Los trabajadores en precario carecen de seguridad contractual, tienen un salario escaso, una gran inseguridad sobre sus posibles prestaciones o pensiones futuras, así como un menor control sobre el tiempo y los horarios de trabajo; a menudo simplemente esperan una llamada que les permita unas horas de baja retribución. Precariedad significa vivir bajo una amplia gama de situaciones: estar desempleado, tener un empleo intermitente alternando empleo y paro, estar subempleado con un contrato temporal o a tiempo parcial involuntario o realizando tareas muy inferiores a la educación adquirida, ser un falso autónomo o un autónomo dependiente, trabajar en situación de informalidad y trabajo sumergido, o ser un trabajador pobre con un salario por debajo del umbral de la pobreza.
En un mercado laboral enormemente complejo, entender las distintas precariedades no es tarea sencilla. Contrariamente a una visión ampliamente extendida, la precariedad laboral no sólo afecta a grupos concretos de trabajadores jóvenes, los nimileuristas, ni-nis, freeters, generación perdida o precarios ilustrados. Y tampoco parece pertinente utilizar la expresión precariado, en el sentido de Standing, es decir, una nueva clase social emergente, peligrosa y sin identidad, compuesta por una amplia amalgama de jóvenes educados y frustrados, inmigrantes y minorías sometidos y resignados, y trabajadores descolgados de la antigua clase obrera.
Ninguna de esas etiquetas permite entender adecuadamente qué es la precariedad ni cuáles son sus causas ni consecuencias. En realidad, debemos entender la precariedad laboral como un proceso de dominación que podemos llamar precarización, donde las trabajadoras y trabajadores se ven obligados a aceptar la explotación o la autoexplotación. Un proceso social que hace referencia al desigual poder y al secular conflicto entre capital y trabajo (léase empresarios y trabajadores), donde millones de personas sólo poseen su fuerza de trabajo para vender, y trabajan (o son relegados al paro) con el consentimiento de quienes controlan el mercado laboral y las condiciones de trabajo.
La precarización acompaña una de las formas de presión laboral más conocidas: la existencia de un inmenso ejército industrial de reserva con millones de desempleados (en España hay 1,3 millones de parados de larga duración de más de 45 años), y el miedo generado entre una gran masa de trabajadores precarizados pobres que, a su vez, se transmite entre quienes aún tienen un trabajo estable. La escasez de trabajo y el excedente de fuerza de trabajo comporta aquello de «si no lo haces tú lo hará otro». De ese modo, el chantaje de la necesidad obliga a muchos a aceptar un trabajo por un salario mísero, de mera subsistencia, o situaciones cercanas a la esclavitud.
El proceso de precarización es por tanto un fenómeno estructural, endémico, que existe en todos los trabajos y sectores y que, en mayor o menor medida, afecta a la inmensa mayoría de trabajadores, ya sea en el ámbito privado y público, en la industria, agricultura y servicios, o distintos tipos de contrato. Pero además del empleo asalariado, la precarización es omnipresente en gran número de trabajos no asalariados y sin relaciones contractuales, muchos de los cuales quedan ocultos, como es el caso de quienes trabajan por un alojamiento y manutención sin ningún sueldo, en diversas situaciones de servidumbre y esclavitud, con múltiples tipos de empleo informal, o el enorme número de mujeres en el trabajo doméstico, incluido el trabajo de cuidados y de atención a las personas dependientes. La crucial importancia del trabajo reproductivo femenino, invisible y no remunerado, o bien precarizado, radica en que constituye un factor clave en la organización de la producción y en el proceso de acumulación capitalista.
Aunque el sistema de información estadístico español (y el europeo) es actualmente incapaz de medir la precarización, hemos podido analizarla para España a través de varias características (cuestionario EPRES): la inestabilidad en la relación contractual y los bajos salarios, el escaso poder de los trabajadores para negociar sus condiciones de trabajo, la elevada vulnerabilidad a sufrir situaciones de intimidación, discriminación o amenaza de despido, la eliminación de derechos y la falta de poder para que estos se cumplan.
En el año 2010, hallamos que más del 83% de los trabajadores con contrato temporal y más del 40% de quienes tenían contratos estables formaban parte de una población asalariada precarizada (Encuesta ISTAS-21 Barcelona). Las consecuencias de una precarización en aumento (48% en 2005 por 51% en 2010) son numerosas, casi inabarcables. La precarización desestructura la vida cotidiana e impide planificar el futuro, genera inseguridad y sufrimiento, alienación, frustración, exilio económico y desesperanza, sumisión y miedo. La precarización es un determinante social dañino, tóxico para la salud, que aumenta el riesgo de enfermar y morir prematuramente, no sólo para quienes trabajan en esas condiciones, sino también para sus familias. Por ejemplo, el impacto sobre la salud mental es mucho mayor (2,5 veces más riesgo) en los trabajadores más precarios. La peor situación se observa en las mujeres, inmigrantes, obreras, y jóvenes, cuya precariedad es elevadísima (alrededor del 90%).
Europa se enfrenta a una ofensiva sin miramientos de acoso y derribo hacia los trabajadores (agricultores, asalariados de la industria y de los servicios, autónomos, pequeños propietarios de comercios y empresas), un cataclismo ya vivido en etapas anteriores (sean los cercamientos, las leyes de pobres, o la proletarización y marginación de enormes masas de la población). En esta ofensiva, como en las anteriores etapas, vale todo: guerras, paro, desahucios, subidas de precios e impuestos, falta de libertades y reducción de derechos, pobreza, inseguridad y desprotección. Y todo ello en nombre del falso ídolo de la libertad absoluta para las empresas, los mercados y… los individuos. Cuando esa libertad es sólo para los que poseen enormes riquezas y poder y, para el resto, miseria.
En un mundo laboral donde la diversificación de productos y mercados, las nuevas técnicas de gestión y organización de la mano de obra y las innovaciones tecnológicas siguen proletarizando y taylorizando el trabajo a gran velocidad en la industria y los servicios, la batalla política por conseguir una organización del trabajo democrática se plantea decisivamente con toda crudeza. Además, el uso de internet y las nuevas tecnologías con la llamada uberización (que seguiría el modelo de la empresa Uber de taxistas no convencionales) permiten que una empresa requiera trabajadores independientes, según sus necesidades de cada momento. Si, como es previsible bajo el neoliberalismo de la troika, ese modelo se extiende, se producirá una fragmentación laboral aún mayor, más aislamiento y pérdida de poder negociador de sindicatos y trabajadores, y una mayor mercantilización del trabajo.
La precarización del trabajo no es un destino o una fatalidad con la que se nos quiere culpabilizar, sino el resultado de un régimen político y un modelo económico impuestos a conciencia. Por ello, es necesario pensar un modelo alternativo de sociedad y economía que asegure la vida material de las personas; un modelo donde se trabaje menos pero quizás en diversas actividades y de modo diferente, mucho más respetuoso con el medio ambiente y con las capacidades de las personas (mujeres y hombres de orígenes y etnias diferentes) para trabajar y vivir mejor. Los cambios deberán ser radicales.
Por un lado, habrá que aumentar la protección social y la seguridad material al margen de tener empleo o trabajo. Sea mediante una reedición de un contrato social de bienestar que asegure el pleno empleo como mecanismo básico de redistribución, pero que también consolide los servicios sociales indispensables (salud, educación, vivienda, energía, transporte, etc.), o sea mediante algún mecanismo de garantía de rentas a la ciudadanía, se han de poner en marcha mecanismos que alejen la miseria económica del trabajador pobre, así como la incertidumbre y la arbitrariedad en la que vive.
Por otro lado, habrá que respetar y desarrollar los derechos de los trabajadores y democratizar radicalmente la organización y las condiciones de trabajo. Habrá que avanzar en una economía que incentive la solidaridad y la cooperación con proyectos nuevos, alternativos, que creen ilusión y esperanza, y que sean creativos, ecológicos y socialmente útiles. En esta encrucijada histórica, hay que repensar nuevas propuestas que conformen una alternativa para emanciparnos a las cadenas con que nos ata el neoliberalismo capitalista. Ante la progresiva destrucción de los derechos laborales y de la negociación colectiva, y la extensión global de la precarización, hay que reivindicar la importancia decisiva de luchar por la democracia laboral y evitar que el trabajo sea una mercancía.
Joan Benach es Investigador sobre condiciones de empleo y trabajo y desigualdades en salud; Pere Jódar es Investigador sobre condiciones de empleo y trabajo, relaciones laborales y movimientos sindicales. Ambos trabajan en GREDS-EMCONET (Departamento de Ciencias Políticas y Sociales, UPF) y son coautores de «Sin trabajo, sin derechos, sin miedo» (Icaria).
Fuente original: http://blogs.publico.es/otrasmiradas/4193/la-precarizacion-esta-en-todas-partes-el-trabajo-no-debe-ser-una-mercancia/