Le presento a este feto cadáver mudo como un pantano austral hereje en esta cofradía de patíbulo. Siéntese en este cráneo de mamuth Lávese allí nomás en el charco de sangre… Roque Dalton. Aquella madrugada era helada como el cuchillo de Judas, larga madrugada de oscuras sombras de impunidad azotaban el silencio de aquel 16 […]
Le presento a este feto cadáver
mudo como un pantano austral
hereje
en esta cofradía de patíbulo.
Siéntese en este cráneo de mamuth
Lávese allí nomás
en el charco de sangre…
Roque Dalton.
Aquella madrugada era helada como el cuchillo de Judas, larga madrugada de oscuras sombras de impunidad azotaban el silencio de aquel 16 de noviembre de 1989, donde fueron asesinados en el recinto de la universidad Centroamericana de San Salvador seis sacerdotes jesuitas y dos empleadas, vidas arrancadas de tajo por el puño impune del fanatismo criminal que esconde a sus esbirros.
Antes, ya la madrugada estaba tendida como un final prodigioso de sangre; días antes el ex vicepresidente de El Salvador: Francisco Merino, acuso al padre Ignacio Ellacuría de haber «envenenado las mentes de los jóvenes de el Salvador», así lo desnuda una grabación.
Luego un informe brutal como esa madrugada fría, apunta según las versiones de American Watch en los informes de CIDH-OEA señalan al batallón contrainsurgente «Atlacatl» bajo las órdenes directas del alto mando militar, acompañado de 36 militares especialistas en asalto de élite.
El informe es crudo y detalla: «Las tropas entraron a las habitaciones de los sacerdotes, los despertaron, les ordenaron salir y tumbarse boca abajo en el suelo mientras los soldados iban dentro de la vivienda. El Teniente Espinoza, dio la orden de matar. Oscar Amaya Grimaldi lo hizo a tiros con los padres: Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró y Segundo Montes, con un AK-47, asignado especialmente para esta misión».
«El Sub Sargento Antonio Ramiro Avalos Vargas, mató a tiros a los otros dos sacerdotes: Amando López Quintana y Juan Ramón Moreno, con un rifle M-16 estándar. Inmediatamente, otro soldado (impreciso) disparó al padre Joaquín López y López. Moribundo se agarró de la pierna del Cabo Ángel Pérez Vásquez, y finalmente le disparó hasta la muerte».
«El Sub Sargento Tomás Zarpate Castillo, disparó a doña Julia Elba Ramos, que trabajaba como cocinera en una casa de los jesuitas cercana, y a su hija, de 15 años de edad, Celina Mariceth Ramos. El soldado José Alberto Sierra les disparó de nuevo causándoles esta vez la muerte».
Así se escribió la historia, a balazos y a impunidad sin asco. Hoy 22 años después se busca borrar esa mancha brutal que ha acompañado a estos paisitos Centroamericanos, entre el dolor y la rabia, ver como caen los hombres y mujeres comprometidos con el accionar social dentro y fuera de la iglesia.
Narran que los soldados, los campesinos uniformados de ignorancia criminal al servicio del poder de la muerte y la vida, que simularon un combate frente al dormitorio donde descansaban los sacerdotes para atribuir la responsabilidad de los hechos al FMLN, escribiendo en un cartel: «El FMLN hizo un ajusticiamiento a los orejas contrarios. Vencer o morir… FMLN». Los rostros de las ocho víctimas fueron desfigurados a «culatazos», para borrar supuestamente su identidad.
Claro, pero las huellas del tiempo, las que persiguen el hilo de sangre, el invencible destello de luz al final de cada hachazo, de cada muerte, de cada vida arrancada tiene que llegar; el juez de la Audiencia Nacional española Eloy Velasco, encargado del caso, ha decretado además la busca y captura internacional de los 20 procesados y su prisión provisional comunicada y sin fianza.
Quizá hoy valga el rezo, la oración que nos enseñaron los jesuitas, cuando el mundo aún era redondo, y de rodillas imploremos que llegue la justicia terrenal, la divina es harina de otro costal como decía Roque Dalton, víctima que también busca justicia con su palabra y la voz que nos heredó:
Mis venas no terminan en mí,
sino en la sangre unánime
de los que luchan por la vida.
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