De gran decepción, cuando menos, han calificado los más avezados observadores, los más preclaros políticos, a la XV Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: la Cumbre de Copenhague. Calificativo tremendista solo para espíritus cuya agudeza visual no traspone los cuatro o cinco pasos, si acaso, […]
De gran decepción, cuando menos, han calificado los más avezados observadores, los más preclaros políticos, a la XV Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático: la Cumbre de Copenhague. Calificativo tremendista solo para espíritus cuya agudeza visual no traspone los cuatro o cinco pasos, si acaso, o para aquellos que, empecinados en la maximización de las ganancias, se ciscan en el futuro, en aras de un «ahora» de consumismo y derroche.
Porque, al parecer, de goces del cuerpo sobre todo querrían vivir quienes desoyeron las voces estentóreas que durante dos años de intensas negociaciones entre 194 países exigieron (exigen) a los mayores culpables, las naciones más industrializadas, compromisos vinculantes (obligatorios) de reducciones drásticas de las emisiones de gases causantes del calentamiento global en 40 por ciento hasta el 2020.
Naciones que, encabezadas por EE.UU., se empeñan en compartir responsabilidades y erogaciones monetarias con las subdesarrolladas, y que optaron por fijar como límite permisible para los próximos dos años una subida de hasta dos grados centígrados, en tanto, según plausibles reportes, más de 1,5 bastarían para borrar islas y el 30 por ciento de las especies. Conforme a James Hansen, del Instituto Goddard de la NASA, por ejemplo, la cota segura de dióxido de carbón equivalente (CO2e) en la atmósfera es de 350 partes por millón (ppm), hoy rebasada (390 ppm) y amenazando con hacerse «astronómica», al ritmo de 2 ppm cada año.
Sin embargo, la cita terminó con un vago, difuso «acuerdo», tramado a puertas cerradas por unos pocos, con el liderazgo EE.UU. Acuerdo que no posee carácter legal bajo los términos de la Convención del Cambio Climático, por lo que los signatarios apenas «tomaron nota» del documento. La promesa de «sellar un pacto» fue diferida al menos un año. ¡Un año más!, cuando, tratando de sortear el enfoque positivista de la estiba de datos ante su vista -uno por uno, hasta la saciedad-, este comentarista se espeluzna con un mapa que, elaborado por el Hadley Centre del Gobierno británico, muestra los probables efectos de un «repunte» de cuatro grados.
A saber: extensas áreas de la selva amazónica (que produce el 20 por ciento del oxígeno que respira la humanidad) podrían desparecer, a causa de la presión de la sequía o de la incontrolada propagación de incendios. Los eventos meteorológicos extremos o la retirada de los glaciares acelerarían el descenso de la productividad en el renglón de los alimentos, en más de 20 por ciento en las latitudes bajas.
Otra amarga realidad: la disminución importante del caudal de los ríos y, por consiguiente, de la disponibilidad de agua. Alrededor del año 2080 -si pervive la especie-, de una población mundial de siete mil millones de personas, unos tres mil millones habitarían zonas con una sed inimaginable. ¿Y qué decir del entuerto de la subida del mar para los 600 millones de seres que moran en sitios a menos de 10 metros por encima del nivel de este?
Pero resumamos, porque Dante resulta inimitable, y unas líneas más nos haría acercarnos al modelo de infierno que dibujó tanto como un telescopio a la Luna: mera apariencia eso de tocarla con las manos. Si incluso se conoce que ocurriría la reducción del parmafrost, la capa siempre congelada del suelo, cuya cantidad de carbono orgánico tal vez triplique la existente en la atmósfera, ¿por qué los principales estados industrializados no han sido capaces de ponerse de acuerdo respecto de la reducción de las emisiones, ni en la reciente conferencia de Bonn, ni en la de Copenhage? ¿Por qué rayos el más grande de los contaminadores, USA, no ha acabado de adherirse al Protocolo de Kioto?
Ah, tenidos en cuenta el presentismo, el rígido cálculo económico del sistema, tal vez los poderosos teman «ceder» el puesto en la actual estrategia de crecimiento-desarrollo de dos por ciento anual, impugnada por personalidades como el teólogo de la Liberación Leonardo Boff. Estrategia que, incluyendo la explotación del mismo tipo de combustible (fósil), viene a representar una trampa, porque con ella se precisarían al menos dos planetas como el nuestro para lograr el «auge».
Y dada la «abulia» imperial mostrada en Dinamarca, señalemos algo sumamente peligroso: quizás algunos de entre las «clases vivas» y sus dirigentes anden apostado por una «salida» de la crisis financiera, económica, social, ¡climática!, como el socorrido fascismo, de castas adueñadas de lo poco conservable de natura, en respuesta a un dilema que, en abrupta contraposición, supondría el socialismo, igualitario y anticonsumista, racional, si se construye como «Dios manda», o como «manda» Marx. Por ello, los pueblos no pueden caer en el error de la confianza, si quieren conservarse a sí mismos, y al planeta todo. Si no quieren perder tal vez el último chance.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.