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Crítica de la película True Grit

El valor del género en los Coen

Fuentes: Rebelión

Los Coen volvieron a la cita con la pantalla un año más, y un año más con una propuesta no sólo interesante sino muy por encima del mediocre panorama que el séptimo arte reserva para sus sufridos seguidores. A pesar del gran show que es éste del cine de prensa rosa que rodea a todo […]

Los Coen volvieron a la cita con la pantalla un año más, y un año más con una propuesta no sólo interesante sino muy por encima del mediocre panorama que el séptimo arte reserva para sus sufridos seguidores. A pesar del gran show que es éste del cine de prensa rosa que rodea a todo producto con eco en los Oscar (por no mencionar a sus patéticos clones que se manifiestan en la periferia…), los Coen han conseguido trazar una trayectoria sólida y privilegiada al margen de embarazos, bodorrios u otros sucedáneos de escándalos acrobáticos con los que se suele alimentar la promoción de cada título de éxito en esta época del mercantilismo cultural. Y para dejar su impronta en esa sucesiva historia de reflexión entre la tragedia y el drama a la que nos acostumbran los hermanos Joel y Ethan, han regresado, no por casualidad, con un Western: «Valor de Ley» («True Grit»). Vuelven así para centrarse en lo que algunos, arrodillados ante la hegemonía cultural del imperio de turno, llaman el «genuino género americano». Y como no podía ser menos, la mirada astuta de estos hermanos miran al Western para ir más allá y hacernos reflexionar sobre una cantidad de cuestiones culturales que superan las dimensiones de ésta su última cinta.

La primera de ellas parece ahondar en algunas de las constantes de su cinematografía: la violencia, casi siempre con altas dosis de cualidades absurdas, como génesis irracional de los impulsos vitales, que conduce a los personajes por derroteros que difícilmente concluyen en satisfacción alguna, sino en la repetición de ciclos, una y otra vez. En las manos de los Coen, el hecho de llevar estos aspectos al Western, y conociendo su dedicación por usar los «géneros» para reflexionar sobre la naturaleza cultural de los mismos, parece enmarcarnos el drama en un nivel más alegórico que real. Dicho de otro modo, «Valor de Ley» es una propuesta compleja en la que el propio Western, original y genuinamente americano, parece detenerse para exponernos la propia naturaleza original y genuina de esa América que se apropia del nombre de todo un continente para denominar la tierra conquistada y colonizada a base de sangre y fuego por el hombre blanco del norte.

Es en ese pensamiento «coenesco», en esa dimensión filosófica, donde el resto de los elementos comienzan a tomar una relevancia suprema y nos certifican la genialidad de la propuesta. Una de ellas viene del hecho de que «Valor de Ley» es… ¿un «remake»? En 1969 Henry Hathaway hizo la primera versión de «True Grit» basado en la novela de Charles Portis y con John Wayne de protagonista. Los Coen sin embargo se han cuidado mucho en sus declaraciones públicas de referirse a este precedente como su fuente de inspiración, rechazando de plano cualquier comparación con el mismo y enfatizando la referencia literaria como el principal elemento entorno al cual ha girado el proyecto. En la mente de cualquier seguidor de los Coen queda el desagradable recuerdo de la que seguramente ha sido su peor película, «Ladykillers», «remake» de otro clásico de Alexander Mackendrick de 1955. Es posible que la prevención de los Coen tenga que ver con este precedente fallido, pero también saben que la referencia a la película de Hathaway será inevitable en la crítica de palomitas que se estila en nuestros días. ¿Y que mejor manera de lanzarles un reverencia irónica que al menos dándose el gustazo de substituir al icono conservador y retrógrado que Wayne representa por Jeff Bridges, al que todo ojo inquieto asocia con los Coen por ese enorme Nota que dio un retrato esperpéntico a un Los Ángeles con resonancias de Raymond Chandler en «El Gran Lebowski» en 1998?

No es menos inquietante el hecho de que unos maestros del humor negro como los Coen hayan decidido limar esos aspectos en «Valor de Ley». Aunque más que limarlos, parece que hagan por sacarles brillo en realidad, ya que hay en varios puntos donde parece que no pueden contener más la risa y deciden dar rienda suelta a su carácter. Destacan especialmente las escenas en las que la comunidad indígena aparece despreciada y humillada hasta desatar las carcajadas del público más correcto. El hecho de que sea en un Western donde enfaticen esos rasgos cómicos puntuales parece subrayarnos la tragedia que el mismo Western, como retrato deformado e interesado de la conquista histórica del oeste, representa: el «género» originalmente americano reflexionando sobre el origen racista y violento de la propia «nación» americana, por catalogar de alguna manera la configuración política de los Estados Unidos.

Y llegados a este punto hay que detenerse, como no, sobre la reflexión clave que subyace en el planteamiento de los Coen, y que no es exclusiva de «Valor de Ley» pero que posiblemente en esta última obra se enfatice aún más: la cuestión del género. Si en muchos de sus títulos, los hermanos Joel y Ethan hacen uso de las convenciones de los géneros para cuestionar sus propias limitaciones y paradigmas, en el caso del Western «Valor de Ley» parecen dar una vuelta de tuerca más. Y es que… ¿es el Western un género? ¿o es esa propia hegemonía cultural fundada en una historia violenta, etnocéntrica y llena de avaricia que ha trascendido en Imperio la que ha trasmitido la marca de género al Western como gran aportación del «siglo americano» al cine? O dicho en palabras exentas de retórica académica: ¿es que hay algún Western que no caiga en las categorías de otros géneros que se asumen como tales o combinación de varios, pongamos por ejemplo el cine de acción, de aventuras, de intriga, la comedia…, o sencillamente en el drama?

El Western ha operado históricamente como una propuesta de revisionismo histórico con la finalidad de ajustar la visión política a los intereses americanos y así contribuir a la unidad de un grupo bajo una identidad con un pasado común, aunque éste sea una invención diseñada a medida de las esferas dominantes. Estos rasgos determinantes, de los que el genio de John Ford y la imagen de John Wayne son las cabezas más visibles, se ha extendido amoldándose convenientemente a las exigencias de cada época hasta nuestros días, con excepciones significativas especialmente en los años 60 y 70 o en el trabajo de un cineasta marxista como Sergio Leone.

Es por todo esto que la última película de los Coen parece trascender sus dimensiones, siguiendo en buena medida aquello que trazaron en otros títulos que adaptaban ciertos rasgos del Western como fueron «Fargo» o «No es País para Viejos», pero enfrentándose de cara a los aspectos culturales que representan ese «género» tan original y genuino como interesado y político. La película, un nuevo ejemplo del oficio cinematográfico mayúsculo de estos hermanos y sobre todo su maestría, no es seguramente la obra cumbre de su carrera cinematográfica, pero es sin lugar a dudas un ejercicio sutil que vuelve a situarlos como elementos imprescindibles para profundizar sobre aspectos culturales que dan aún hoy, en días de deforestación neuronal para la crítica, sentido al cine.

Alejandro Pedregal es cineasta y director del Festival de Cine y Arte Media Lens Politica de Helsinki, Finlandia. Más información en: www.lenspolitica.net

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.