Mientras predomine la lógica identitaria que reivindica lo particular y lo propio, la agenda social por la igualdad y los derechos comunes quedará relegada a un papel subalterno. «Nosotros nos preocupamos por la cultura y por la identidad del pueblo europeo», se promocionaba Matteo Salvini a principios de agosto, de cara a las próximas europeas. […]
Mientras predomine la lógica identitaria que reivindica lo particular y lo propio, la agenda social por la igualdad y los derechos comunes quedará relegada a un papel subalterno.
«Nosotros nos preocupamos por la cultura y por la identidad del pueblo europeo», se promocionaba Matteo Salvini a principios de agosto, de cara a las próximas europeas. La misma música entonaba Steve Bannon poco después: «Las ganarán los movimientos de derecha populista y nacionalista. Se harán con el gobierno. Veréis Estados-nación cada uno con su identidad y sus fronteras». Así pues, el principio activo de la pócima mágica de esta nueva hornada de caudillos es la identidad; una ubicua -hagan la prueba de contar el tiempo antes de encontrarse con ella- etiqueta. De modo que vale la pena echar un vistazo a la cuestión.
Empecemos por el lado, digamos, anecdótico. En la cafetería bonaerense Floren Garden, las servilletas de papel proclaman «La identidad de una esquina», la del cruce Florida-Paraguay. «El tomate de ramellet es parte de nuestra identidad y cultura popular», declara el ganador de una beca de investigación en la modalidad de Cultura Popular del gobierno balear. Desde la misma sección hortelana pero en los Alpes, los hermanos Zollinger se ocupan de las semillas swiss-made y reivindican para la ensalada identitaria el tomate ‘rosa de Berna’. De la huerta a la cocina. En mayo pasado el gobierno sueco confesó que el plato nacional, las albóndigas, es en realidad turco. Muchos tuiteros reconocieron la honestidad del gobierno por revelar la verdad sobre un tema tan sensible para la identidad nacional. Salto a la música. En la interesante exposición «Sonidos de la protohistoria» del Museo Numantino de Soria leemos sobre las trompetas celtibéricas «que los romanos las eligieron como elementos identitarios en las representaciones de los galos y los celtas vencidos». Cambio de registro para sustituir en la representación colectiva un équido por un bóvido. Un titular de finales de agosto: «Galicia estrena su primer ‘paso de vaca’, porque la cebra no le representa». Pero resulta que las manchas representativas son de una vaca forastera no autóctona. «Hay razones para homenajear a la vaca como icono gallego», declara la directora de marketing de una granja. No podía faltar el deporte: «Durante décadas [el Madrid] fue el equipo de los que llegaban a la capital. Sin embargo, ha perdido su particular batalla sociológica, lo que ha dejado a muchos madridistas sin identidad». ¡Pobres madrileños sobrevenidos en cueros identitarios! Y para finalizar un ejemplo en sentido contrario, una patología que viste, porque parece que es mejor una mala identidad que ninguna: «Me llamo X, soy autista y no quiero que nadie me cure porque el autismo no se cura. Es una condición, es parte de nuestra identidad». El caso hace recordar a aquel médico que sostenía que la fiebre del heno era la marca de identidad, y de superioridad, de los ingleses.
El inagotable repertorio da cuenta de la omnipresencia del término y no solo en las anécdotas populares. Pasa lo mismo en el lenguaje académico, donde a menudo la omnipresencia se multiplica en anacronismo y se presenta la identidad como una constante histórica. Es bien sabido que el primer capítulo de cualquier identidad es la invención de una genealogía. Unos ejemplos de firmas autorizadas: «La identidad ha sido uno de los elementos destacados en la educación del siglo XX» ( DEDiCA. Revista de Educação e humanidades , 5, 2014); «la pregunta por la identidad ha estado presente en todas las épocas de la historia de Occidente» ( Ensayos de Filosofía , 6, 2017).
¿Es así? En el Diccionario de Ciencias de la Educación (Santillana, 1983), no aparece «identidad». En los índices analíticos de los nueve volúmenes de la Historia de la Filosofía de Frederick Copleston, las referencias son, hasta el siglo XX, al principio de identidad, que es una propiedad lógica (una cualidad de las proposiciones) no ontológica (un atributo de la realidad, como quiere el uso actual). En los cinco volúmenes del Dictionary of the History of Ideas (1974) no aparece el término. La identidad en la tradición clásica se entiende como una relación de semejanza total entre dos instancias. Por eso el término brilla por su ausencia en los clásicos del pensamiento social. De modo que en el índice de The Macmillan Book of Social Science Quotations , editado por David L. Sills y Robert K. Merton como volumen 19 de la International Encyclopedia of Social Sciences (1991) no aparece identidad. En los volúmenes de contenido aparece solo en la acepción psicológica (desarrollo de la personalidad, concepto de sí mismo) en la entrada «identidad psicosocial», no como atributo de culturas, sociedades u otras instancias colectivas. El término tampoco aparece en los volúmenes del Diccionario Unesco de Ciencias Sociales (1975).
Precisamente la referencia psicológica es la primera en el sentido corriente y nace en la segunda mitad del siglo pasado de la mano del psicoanalista Erik H. Erikson. Pronto, en el maelstrom del 68, el término se extiende a otros campos hasta convertirse en el constructo comodín y nebuloso que conocemos. La identidad nace precisamente en el humus conservador del final de las ideologías (la obra pionera de Daniel Bell con ese título se publica cuatro años después del trabajo de Erikson, en 1960). La genealogía es clara, como han puesto de manifiesto analistas como Liana Giorgi, Robinson Baudry y Jean-Philippe Juchs o Detlev Claussen. En particular, Baudry y Juchs aciertan a resumir la paradoja en una frase: «La noción de identidad es de un uso masivo pero reciente en el campo de la psicología y las ciencias sociales». De modo que es un claro abuso retroproyectar históricamente el uso del término. Y esa alegría en el uso se replica en otras direcciones. «La identidad nacional es un algoritmo político», dice una de las viñetas de El Roto. Un algoritmo performativo, porque el lenguaje de la identidad se inserta en una constelación semántica muy connotada. Claussen asegura que ha sustituido a «ideología» y desplazado el foco desde lo social hacia el tejido blando culturalista. Las palabras crean campos de valores. Así, «identidad» rima con particularidad (se enaltece lo propio frente a lo común), distinción, ADN, competición, privatización/patrimonialización, diferencia, pureza, exclusión, tribalismo, marcadores, fronteras, muros, estrategias de suma cero, síndrome carencial…; pero no con solidaridad, igualdad, reciprocidad, cooperación, fraternidad, ciudadanía, dominio público, universal o planetario.
No cabe aquí el desglose de la constelación tenebrosa (supremacismo, victimismo, esencialismo, narcisismo, faccionalismo, radicalización, binarización -«nosotros-ellos»-, fundamentalismo, organicismo, irredentismo emocional, intolerancia, burbuja cognitiva, paleofilia…) propiciada por las gramáticas de la identidad que se resuelven en el mejor de los casos en bastiones incomunicados. Es algo más de una ironía que el mismo Erikson padre de la criatura acuñara igualmente a su contraparte, a la que denominó «pseudoespeciación», la tendencia a considerar al endogrupo como «naturalmente» superior («The concept of identity in race relations. Notes and queries», Daedalus , vol. 95, 1966). Es esta propensión la que explica las prevenciones de mentes preclaras: para Tony Judt, «‘Identidad’ es una palabra peligrosa. No tiene ningún uso respetable en nuestros días»; para Ian Buruma, como para Amin Maalouf, es «un asunto con sabor a sangre». Sin llegar tan lejos, la identidad es una herramienta que produce resultados bien diferenciados según el espacio ideológico y civil. De nuevo Steve Bannon: «En tanto [los demócratas y la izquierda] sigan hablando de política de identidad, les tendremos dominados». Recordemos donde germinó el «Spain is different», precursor del contagioso «X [nosotros] primero», «hacer a X grande otra vez». De ahí la inclinación de los líderes etnopopulistas a convertir la identidad en palanca de movilización. Porque la identidad activa emociones negativas low cost , como el miedo, el odio o el resentimiento. De modo que a poco que las circunstancias coadyuven, el vals de las identidades derrapa en danza macabra.
Pero sin llegar a ello la identidad produce una segmentación en la movilización que impide la confluencia en términos de solidaridad ciudadana, como señalaba hace poco en estas páginas Eugenio del Río y acaba de recordar Michael Ignatieff aprovechando la publicación de dos libros recientes que apuntalan el mismo argumento. No se ha prestado bastante atención a la diferente respuesta de la marea blanca en Madrid y en Barcelona; y a las consecuencias que ello ha tenido para las poblaciones respectivas en términos de calidad asistencial. Es evidente que mientras predomine la lógica identitaria que reivindica lo particular y lo propio, la agenda social por la igualdad y los derechos comunes quedará relegada a un papel subalterno. Al final, la política de la identidad se convierte a la vez en una prisión grupal y en un obstáculo social para configurar una acción colectiva con capacidad de hacer frente a las lógicas depredadoras de gentes como Orbán, Bannon o Netanyahu. El último nombre es el mejor ejemplo para mostrar el efecto sobre la izquierda y las fuerzas sociales de una lógica identitaria en un estado que se considera con razón heredero de la peor catástrofe producida por la lógica identitaria. Mírese qué peso tiene hoy la izquierda en el país de los kibutz. No deberíamos olvidar, junto a otras reivindicaciones legítimas de la memoria histórica, el núcleo central de la historia del siglo XX.
Martín Alonso es autor de No tenemos sueños baratos. Una historia cultural de la crisis y El catalanismo del éxito al éxtasis.
Fuente: El vals de las identidades https://ctxt.es/es/20180919/Firmas/21766/Martin-Alonso-Zarza-derechos-comunes-igualdad-salvini-orban-bannon.htm