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El velo y la corbata

Fuentes: Ctxt

El pasado 25 de octubre circuló un vídeo en el que el libelista Eric Zemmour,  poco antes de presentar su candidatura a la presidencia de la república francesa, abordaba en la calle a una mujer velada. Era una francesa musulmana a la que el periodista encargado de la emisión presentaba como Rachida, porque es habitual, sobre todo si su origen es árabe, que las mujeres no tengan apellido: Zemmour versus Rachida, en un combate cuyo resultado estaba ya decidido desde la nominación misma de los contrincantes. Rachida, en todo caso, era una mujer entera, desenvuelta y elocuente que plantó cara, en un francés sin tacha, a la condescendencia agresiva del político, empeñado desde el principio en separar a su compatriota (lo que los yihadistas llamarían takfir) de la comunidad nacional francesa. Zemmour comenzó con un malhadado paralelismo de cuya torpeza se dio cuenta enseguida: “¿Llevaría usted minifalda en La Meca?”, una pregunta en la que afloraba la sacralización paralela del espacio civil inherente al mal llamado “laicismo republicano”. En La Meca del laicismo, que son las calles de Francia, es obligatorio vestir a la francesa, mientras que Rachida –le reprochaba Zemmour– iba vestida de musulmana. Los franceses, obviamente, no van vestidos de “franceses” sino de Zara, de Mango, de Springfield, de Bershka y, en todo caso, con el uniforme de su clase social, su edad o su tribu urbana; pero de lo que se trataba era de negar la francesidad del velo y, por lo tanto, de su portadora. “Usted no es francesa”, le estaba diciendo Zemmour y no lo era porque, pese a que pagaba sus impuestos, llevaba a sus hijos a una escuela pública y hablaba la lengua de Racine (como la propia Rachida le recordó) era musulmana; y no se puede ser francés y musulmán al mismo tiempo. Zemmour, en definitiva, le estaba negando la nacionalidad: Rachida era un cuerpo extraño, una intrusa, una quintacolumnista de le grand remplacement denunciado por Renaud Camus y aceptado por buena parte del arco político de la nación vecina. La llamada “ley contra el separatismo islamista” de febrero de 2021, cuya aplicación ha llevado ya al cierre de numerosos lugares de culto y organizaciones musulmanas, participa de esta lógica nacionalista zemmouriana y, paradójicamente, por eso mismo, es casi tan islámica como el islamismo que quiere combatir. He hablado del takfir, la excomunión de los enemigos practicada por los grupos yihadistas; pero se podría mencionar también la fitna, el pecado mayor para las escuelas coránicas: la voluntad –es decir– de fracturar o debilitar la umma o comunidad de los creyentes. Rachida estaba siendo excomulgada por portar el velo, expresión de su voluntad de secesión de la nación francesa. 

Ahora bien, para encerrar a Rachida en este espejo “laico” de la exclusión yihadista, era necesario sostener que el velo, con independencia de la voluntad de su portadora, era objetivamente un signo religioso: el símbolo indumentario de una religión, precisamente, que no reconoce la voluntad individual. Zemmour, que había reculado varias veces ante la firmeza de Rachida, encontró de pronto la fisura; de hecho se la proporcionó un pequeño error de su víctima. Basta ver la expresión de alivio exultante del libelista, fatuo e infantil, para entender que hasta entonces iba perdiendo y que no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad que se le brindaba. En un momento dado, ante la insistencia para que demostrara su francesidad retirándose el velo de la cabeza, Rachida dice: “Yo me quito el velo si usted se quita la corbata”. Zemmour acepta casi relinchando de felicidad; está dispuesto a desnudarse, si hace falta, porque sabe, como sabemos los espectadores, que no hay equivalente subjetivo entre una corbata y un velo. A la defensiva, quizás recordando la ley Sarkozy de 2004, Rachida ha repetido una y otra vez: “No es un símbolo religioso”, “no es un símbolo religioso”, pero Zemmour se despoja de la corbata, con rápida desenvoltura de matón de barrio, mientras que a Rachida, que ya no puede arrepentirse, le tiemblan las manos. Es un momento duro, porque percibimos el pudor y la desnudez que embarga a Rachida; y la victoria de Zemmour es la victoria pública, obscena, de un macho colonial sobre un cuerpo femenino desarmado. 

¿Cuál es el error de Rachida? El de no atreverse a decir la verdad. ¿Cuál es esa verdad? Que para ella, como para la mayor parte de las musulmanas, el velo es, en efecto, un símbolo religioso; un vínculo visible de religiosidad íntima. ¿Y qué? ¿Por qué no decirlo? Claro que hay racismo chovinista por parte de Zemmour: incluso “nuestras” creencias religiosas –viene a decir– son cultura, y alta cultura, mientras que “vuestras” expresiones culturales son religión, y una religión fanática, anti-republicana y, en consecuencia, antifrancesa. Sin embargo, más allá de esta arrogancia supremacista, Zemmour sabe que su corbata –de origen militar, por cierto– no tiene para él la importancia que Rachida ha depositado en su velo. ¿Y por qué habría de disimular esa importancia? Si hay algo intimidante y violento en el asalto del libelista, y de frágil e indefenso en el gesto de su víctima, es la conciencia que ésta tiene de vivir en un contexto de persecución religiosa. Porque sólo en un contexto de persecución religiosa uno tiene que hacer pasar por “cultura” lo que es expresión de la propia fe. El velo es, por supuesto, cultura, como lo prueba el hecho de que se resignifique sin parar subjetiva y geográficamente, pero es que, además, la religión forma parte de la cultura y, aún más, es quizás su matriz misma. Como veremos, se puede interpretar culturalmente una expresión religiosa, pero también se puede vivir y defender religiosamente una expresión cultural. Todas las tentativas históricas de generar una cultura antirreligiosa, horra de tradición religiosa, han acabado por perseguir no solo la religión sino la cultura misma. 

En todo caso, si Rachida no se atreve a reivindicar el carácter religioso del velo y necesita hacer creer que es culturalmente equivalente a la corbata de Zemmour es porque la república francesa, de hecho, ha suprimido la libertad religiosa. Viendo el vídeo de Zemmour y Rachida me acordaba, en efecto, del memorial que el morisco Francisco Núñez Muley dirigió en 1556 al rey Felipe II, después de que éste, en su Pragmática de dos años antes, hubiese prohibido el uso de la lengua árabe, los  patronímicos árabes, el velo musulmán y, en general, las indumentarias musulmanas, las zambras y los baños. En su memorial, Muley, que morirá el año en que estalla la revuelta de las Alpujarras (la “guerra civil”, según expresión a contracorriente de Ginés Pérez de Hita y Diego Hurtado de Mendoza) insiste en presentar todos estos usos ahora prohibidos como expresiones puramente “culturales”, sin ninguna relación con el Islam. Eran también, sin duda, expresiones culturales y probablemente, de haberse permitido, habrían acabado emancipándose de su origen religioso, como ha ocurrido, por ejemplo, con la Navidad o las fiestas de San Isidro o, más clamorosamente, con los sanfermines. Pero no hay que olvidar que Muley tiene que defender los atuendos y costumbres moriscas en una España que había expulsado a los judíos y obligado a los musulmanes a elegir entre la expulsión o la conversión (que en 1609 tampoco les serviría de nada); en una España monofideísta en la que la Inquisición perseguía cualquier expresión religiosa ajena al catolicismo hispano, y en la que, por tanto, las expresiones religiosas tenían que camuflarse de “cultura”. En vano. Porque allí donde triunfa la persecución religiosa, la diferencia misma, cualquiera que sea su hechura, acaba siendo sospechosa de “separatismo” y condenada al takfir como culpable de dañar la umma. En la guerra intercastiza de la que surge España –decía Américo Castro– todos se comportaban, en este sentido, como “musulmanes”. Los más “musulmanes” fueron, al final, los Reyes Católicos. 

¿Y qué pasa con la república francesa, heredera de Les Lumières y de la Revolución por antonomasia, la única que se escribe siempre con inicial mayúscula? He citado a menudo la interesante polémica que, a caballo entre el siglo XIX y XX, mantuvieron los juristas George Jellinek, alemán, y Emil Boutmy, francés, sobre el origen de los Derechos Humanos. Boutmy, que responde a su colega, hace una muy bonita defensa de la Ilustración, de Rousseau y del concepto de tolerancia como regazos universales desde los que irradian, desde Francia, todos los derechos civiles recogidos en las declaraciones de DD.HH., incluida la libertad religiosa. Jellinek, en cambio, sostiene que la libertad religiosa es un urrecht, un “derecho originario”, fuente de todos los otros derechos; y atribuye su paternidad a los bill of rights de las colonias inglesas en Norteamérica, y en concreto a la necesidad de separar el orden civil del religioso para asegurar precisamente la libertad de culto como garantía de convivencia. Contra el puritanismo intolerante de Salem, por ejemplo, Roger Williams funda en 1636 la colonia –después Estado– de Rhode Island, modelo extendido a otras comunidades protestantes, constreñidas ahora a conciliar el comunitarismo religioso con la obediencia republicana a una ley común. Para Boutmy las declaraciones de DD.HH. recogerían ideas universales nacidas en Francia mientras que para Jellinek representarían más bien la universalización de modelos muy concretos de respuesta a conflictos religiosos locales. La universalidad, digamos, es un apaño y no una idea. Como sabemos, las ideas suelen defenderse con más pasión que los apaños. Los apaños se universalizan desde el terreno, mediante procesos endógenos de expansión ejemplar; las ideas se universalizan mediante ejércitos y predicadores. O de otra manera; una constitución democrática es un apaño; el colonialismo es una idea.

Esta polémica continuó durante todo el siglo XX y prosigue hoy de una forma u otra, sobre todo en Francia. En 1989, el siempre provocativo Regis Debray, exguerrillero, exasesor de Mitterrand, autor de una interesante Crítica de la razón política, escribió un largo artículo titulado ¿Demócratas o republicanos?, artículo que no puede leerse sin emoción y –enseguida– sin preocupación. Fue rescatado y largamente difundido de nuevo en 2015, tras el atroz atentado contra el Charlie Hebdo, y su éxito transversal, a partir de entonces, se explica por el hecho de que concentra el mínimo común denominador entre las izquierdas y las derechas francesas: ese republicanismo cuyos valores defienden por igual la “ley contra el separatismo islamista” de Macron y la islamofobia militante de Le Pen o Zemmour. Como indica el propio título, en su texto Debray distingue entre “democracia” y “república” para reivindicar la segunda como forma política superior. En el mundo, dice, ya solo hay democracias –allí donde las hay–; únicamente en Francia sigue habiendo república, ahora amenazada o desgastada –eso sí– por la sombra democrática que se proyecta desde el resto de Europa y desde los EE.UU. Decir “república francesa”, pues, es una redundancia; la república es francesa; y Francia, si no quiere dejar de ser francesa, sólo puede ser republicana.

¿Pero qué es para Debray una “república”? Debray, a veces con frases de una belleza retórica incontestable, va desgranando las diferencias entre las “democracias” y la “república”, que yo resumo aquí muy rápidamente mediante una lista de oposiciones binarias. La república, explica el autor, es laicismo frente a religiosidad; razonabilidad frente a producción y comercio; excelencia en el foro frente a excelencia en el mercado; ciudadanía frente a comunidad; hermandad frente a ancestralidad; educación frente a tradición; universalidad frente a localidad; unidad frente a pluralidad; centralización frente a comunitarismo y particularismo; Estado frente a sociedad; esprit frente a literalidad; ayuntamiento y escuela frente a catedral y centro comercial; pueblo frente a muchedumbre; debate frente a comunicación; verdad frente a consenso. A Debray, muy en la línea de Boutmy, le interesa subrayar la paradójica excepción francesa como el último islote de universalidad en el mundo, y para ello tiene que desmarcarse al mismo tiempo del “espíritu protestante” y del politeísmo católico, a los que une de un modo forzado allí donde más chocan entre sí: oponer, por ejemplo, el ayuntamiento y la escuela a la catedral y el comercio, como si no pudiesen compartir el mismo espacio, es olvidar además que, para muchos cristianos, inspirados en el Evangelio, el comercio y el templo son incompatibles entre sí. Lo mismo para el Estado y la sociedad, de cuyo equilibrio depende el cumplimiento de la divisa jacobina: libertad, igualdad, fraternidad. En la casilla “república”, por lo demás, se incluyen algunos valores por todos compartidos junto a otros (unidad,  centralización, verdad) incompatibles, a mi juicio, con un régimen realmente republicano. Su conclusión pesimista, en todo caso, es la de que incluso en Francia está venciendo la democracia y que, frente a ella, hay que “volver a traer” la república; hay que elegir, sí, entre la “regresión” religiosa y el “regreso” a la República –ahora necesariamente con mayúsculas y encarnada en la Nación francesa–.  

No se puede no estar de acuerdo con Debray en que estamos viviendo una regresión religiosa, pero no estoy seguro de que este republicanismo anti-demócrata no forme parte de ella. Uno de los puntos fundamentales del republicanismo que Debray comparte con Mélenchon, Macron y Zemmour es el así llamado “laicismo”, concebido, como hemos visto, contra el islam y como en el espejo del islamismo, con sus takfires excluyentes y su horror castizo a la fitna. Ahora bien, dentro de la propia tradición liberal francesa, heredera asimismo de la Ilustración y de la revolución de 1789, encontramos muy pronto la voz alternativa de Benjamin Constant, a quien cito largamente en mi libro Islamofobia (2015) y cuya definición del laicismo es sencilla y tajante: “El Estado no puede imponer ni rechazar ningún culto”. De este principio –en el que se basa, por cierto, el artículo 18 sobre la libertad religiosa de la Declaración de DD.HH. de la ONU– el liberal francés saca conclusiones que deberían ser evidentes para todos. En su obra de 1815, Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos, Constant escribirá que “la intolerancia civil es tan peligrosa, más absurda y, sobre todo, más injusta que la intolerancia religiosa” porque “toda nación que cede a la fuerza en materia de conciencia es una nación de tal modo vil y corrompida que no se puede esperar nada de ella, ni en el terreno de la razón ni en de la libertad”. Y añade, contra sus compatriotas republicanos de hogaño: “el que prohíbe en nombre de la razón la superstición, el que proscribe en nombre de Dios la razón independiente, merecen por igual el desprecio de los hombres de bien”. Reparemos en que Constant no siente la menor inclinación religiosa; es ateo y considera la religión una “superstición”. Pero advierte contra los peligros de convertir la lucha contra la superstición en un nuevo culto; no podemos perseguir la superstición, dice, sin convertirnos en aquello mismo que perseguimos. Porque, en definitiva, lo único que podemos calificar de “religioso” es la persecución misma, ya se trate de una teocracia que persigue el ateísmo o de una república que persigue a los musulmanes. Toda persecución es religiosa y, por lo tanto, no laica; y el laicismo sólo puede ser, en contraste, una batalla contra la persecución bajo todas sus formas y ropajes. El laicismo solo consiste, pues, en esta doble operación: la de asegurar la libertad religiosa de los ciudadanos y la de asegurar que ningún lobby religioso (o –añadiría– económico) se adueñe de las riendas del Estado y de las vidas de los ciudadanos. En este sentido, es mucho más laico, a mi juicio, el gesto del papa Francisco de conceder la comunión a Biden, contra sus perseguidores dentro de la Iglesia, que el de Zemmour de quitar el velo, mediante violencia mediática, a una compatriota musulmana; o que el de la muy republicana Marine Le Pen, quien en julio de 2021 firmó una declaración, junto a Orbán, Abascal y Salvini, en defensa de una Europa cristiana como baluarte contra le grand remplacement

El vídeo de Zemmour y Rachida expone la normal islamofobia de un país en el que el único consenso entre la mayor parte de los partidos políticos es el de concebir el republicanismo como una forma de racismo, lo que sería una contradicción histórica si ese mismo republicanismo, como el casticismo español, no se sintiese orgulloso de su pasado colonial y no reivindicase –como Ayuso la labor civilizatoria de España en América– la expansión de la idea universal de DD.HH. a través de su violación concreta en las colonias. Cada país inventa su propia manera de perseguir al otro; y Francia, cuya influencia ha sido notoria en el continente, ofrece el suyo como modelo copiado ya por todas las ultraderechas europeas. Habría que intentar que no saliera de allí y que, al contrario de lo que ocurre en la nación vecina, donde ganará las elecciones –no importa quién las gane– la islamofobia de Zemmour, nuestros partidos, nuestros intelectuales y nuestras izquierdas se tomen en serio el peligro que entraña la construcción de un enemigo interno. Luchar contra la islamofobia es luchar por la libertad religiosa, es decir, por el laicismo, es decir, por la república; es decir, por la pluralidad frente a la unidad, por la federación frente a la centralización, por la comunidad frente al patriotismo, por la disputa democrática frente a la verdad imperativa. 

Rachida nunca debió cambiar su velo por una corbata. 

Fuente: https://ctxt.es/es/20220101/Firmas/38554/velo-francia-racismo-zemmour-derecha-musulmana-santiago-alba-rico.htm