Traducido para Rebelión por Susana Merino
Estaba cantado ciertamente, se repetía anticipadamente, se lo digo yo y solo los idiotas útiles podían no verlo. «El invierno islámico sucederá a la primavera árabe», se decía luego de las victorias electorales del Enhadha en Túnez y de los Hermanos Musulmanes en Egipto. Los barbudos no entregarán jamás el poder, explicaba mucha gente de derecha y de izquierda e instalarán teocracias al estilo iraní.
Dos años después, en la avenida Burguiba y en la plaza Tahrir, se evidencia que los «idiotas» no eran tantos. Tanto en Egipto como en Túnez están en un impasse, incapaces de hacer frente a la degradación de la economía, a la profundidad del descontento social y a la decepción que han generado los que están buscando abrir sus gobiernos a la oposición laica. Pero tanto en Egipto como en Túnez, la oposición, a la que los islamistas necesitan desesperadamente, impone determinadas condiciones. No se puede dar marcha atrás y ellos no podrán gobernar solos por mucho tiempo y menos aún organizar un golpe de estado. Se está muy lejos del precedente iraní. Se han producido un bloqueo político y una confusión revolucionaria que ya no está en sus comienzos pero ¿cómo tanta buena gente ha podido equivocarse tan burdamente?
Se trata simplemente de que estaban retrasados con relación a la guerra ideológica que se estaba produciendo. Como otros, veinte años antes balbuceaban que el «comunismo no podía reformarse» en lugar de analizar las relaciones de fuerza de la contemporánea URSS, sus evoluciones sociológicas y sus realidades económicas, los que creían en la inevitabilidad iraní no habían visto los cambios en los mundos árabes y musulmanes luego de la caída del Sha.
«Fascismo verde», iban repitiendo como si esta expresión, que tiene cierta exactitud, podía dispensar una verdadera reflexión sobre la diversidad, las metamorfosis y el destino del islamismo. De modo que se olvidaba que el chiísmo dispone de un poderoso aparato clerical con el que la teocracia iraní había podido luchar mientras que la clerecía suní no tiene punto de comparación. Lo que fue posible en Irán no lo era tan fácilmente posible ni en Egipto ni en Túnez, y eso no es todo. No es solo que ese modelo teocrático que había fascinado a mucha gente de los mundos árabes había terminado por perder todo su prestigio luego que el régimen iraní había aplastado la revolución verde de 2009, la que en toda su amplitud había preanunciado las reivindicaciones de la juventud y la modernidad de las revoluciones árabes.
Sucede también que el creciente antagonismo entre las dos religiones del Islam impedía a los islamistas suníes de Egipto y de Túnez parece que se inspiraban en el Irán chií y que habían, sobre todo, transcurrido tres decenios desde el regreso del ayatolá Jomeini a Teherán. Pues bien, en treinta años, una nueva generación, la que hiciera las revoluciones, ha llegado a la edad adulta en los países musulmanes. Comprende más de la mitad de la población, está abierta al mundo, conectada por Internet y aspira a la libertad. La demografía y la sociología de los países árabes no tienen nada que ver con las del Irán de 1979 y los islamistas, tanto en Túnez como en El Cairo, no deberían ignorar que sus propios electores son de todo menos yihadistas.
Los comerciantes, los empleados y los agricultores que votaron a Enhadha y a los Hermanos no quieren ninguna confrontación con Occidente. Esta pequeña burguesía, lo único que quiere es el respeto al orden y a las convenciones sociales, un clima propicio a las buenas costumbres y a la prosperidad de los negocios y los islamistas -aún admitiendo que sus propias aspiraciones son fundamentalmente otras- están obligados a tenerlas en cuenta por dos razones.
La primera es que tienen necesidad de que vuelvan los inversores y los turistas antes de que su economía colapse. La otra es que sería imposible imponer a Egipto y a Túnez la rigidez de un corsé puritano que les es ajeno y que se está derrumbando hasta en Arabia Saudí. Lo que no quiere decir ciertamente que todo vaya mejor en estos países. Los laicos, tanto de derecha como de izquierda, deben luchar cotidianamente con fuerzas por lo menos tan reaccionarias como lo eran las derechas religiosas europeas hasta mediados del siglo pasado. Débiles en Egipto pero reales en Túnez, los derechos de las mujeres se hallan amenazados. Social y jurídicamente la presión contra la libertad de las personas, de la prensa y de las opiniones se vuelve sofocante. Entre el oscurantismo y los iluminados, entre el partido del orden y el del movimiento, la batalla continúa siendo incierta y permanente, pero dos años después de la «Primavera», al menos por ahora, son los islamistas los que están a la defensiva y ya no los modernistas.
Fuente: http://www.liberation.fr/monde/2013/01/29/le-chemin-de-croix-des-islamistes_877700
rCR