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El violador acusador

Fuentes: Rebelión

El sonsonete sigue entonándose en diversas lenguas «civilizadas»: «Ah, esos primitivos cubanos, sin elecciones ‘libres’, sin pluralidad de partidos, sin propiedad privada campeando por sus respetos, a dónde irán, Dios del cielo, a dónde irán…»  Pero no nos proponemos batirnos a ultranza por el pequeño país asediado. No intentamos insistir en lo obvio. Sí destacar […]

El sonsonete sigue entonándose en diversas lenguas «civilizadas»: «Ah, esos primitivos cubanos, sin elecciones ‘libres’, sin pluralidad de partidos, sin propiedad privada campeando por sus respetos, a dónde irán, Dios del cielo, a dónde irán…» 

Pero no nos proponemos batirnos a ultranza por el pequeño país asediado. No intentamos insistir en lo obvio. Sí destacar que los ejemplares gobiernos de las ejemplares naciones primermundistas deberían entender que la violación de los derechos humanos en sus propios predios no representa mero entretenimiento de niños. (Y hablando de niños, ¿la reciente matanza en una escuela de Conneticut no constituye acaso la peor de las conculcaciones en aras de sostener el libertinaje de la posesión de armas? ¿De anteponer el fuero individual al del prójimo?).

Por supuesto, pecaríamos de ilusos si pretendiéramos agotar los argumentos de que los poderosos -los Estados Unidos a la cabeza- se erigen en espejo de primera mano si a trasgresiones se refiere. Limitémonos a un ceñido resumen aun cuando la ira nos tire de la manga. Libia, Yugoslavia, Irak, duelen, con sus miles de caídos bajo la pólvora inmisericorde. Duelen también las torturas de Abu Ghraib, que no se han agotado, pues la Base Naval de Guantánamo, 117,6 kilómetros cuadrados ocupados ilegalmente a Cuba, ha derivado en sitio de privilegio en «la macabra lista de instalaciones donde se violan la dignidad, los derechos humanos y el derecho internacional humanitario», tal la describe un colega al fustigar a los gringos por negarles a los encerrados la condición de prisioneros de guerra, algo que les priva de las garantías establecidas en el Tercer Convenio de Ginebra, de 1949. Y que los convierte en rehenes de la misma política aplicada en los campos de interrogatorios creados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Rey del respeto a las personas, Washington, ¡cómo no! Cuando se abstenga de apoyar los actos de Israel contra los palestinos, dejando de obstaculizar en el malhadado Consejo de Seguridad proyectos de resolución sobre la autodeterminación de ese pueblo, y en el seno de la ONU cualquier iniciativa relacionada con la salud y la alimentación repartidas. Cuando abandone el regusto que, al parecer, le causa no ratificar la Convención de los Derechos del Niño y la Convención sobre todas las Formas de Discriminación de la Mujer. Cuando haga a un lado la famosa ley Patriota, que permite controlar a los ciudadanos con el pretexto de una lucha justa y cabal contra el terrorismo. Ley que otorga poderes excepcionales a la Policía y los servicios de inteligencia, reduce el papel de la defensa en los juicios y que, por si no bastara, autoriza el arresto, la deportación y el aislamiento de los sospechosos. Nada menos que el recorte de las libertades formales proclamadas por la Constitución.

Formales, sí. Porque, al decir de Luis Alegre Zahonero, Carlos Fernández Liria y Daniel Iraberri Pérez en la revista Temas, la tradición liberal excluye de las libertades las condiciones materiales para su ejercicio, obviando que, «si se trata de ‘garantizar’ la integridad personal, hay que velar tanto por que no seas agredido con un cuchillo como por que no te nieguen el acceso a dos mil calorías diarias». Según el Tío Sam y sus cofrades, las «libertades ‘positivas’, que exigen la provisión de recursos, entran necesariamente en contradicción con el conjunto más básico de libertades ‘negativas’, a las que correspondería prioridad sobre las primeras, ya que conllevan, como mínimo, una interferencia en ese ‘derecho fundamental’ que sería el de la propiedad. No hay [modo] de proveer todos los servicios esenciales de salud, nutrición, vivienda, educación, etc., que no resulte una notable injerencia coactiva en el terreno de la actividad individual».

Coincidamos entonces con los estudiosos en que la discusión debe centrarse en cuáles derechos considerar esenciales. El de propiedad no reúne los requisitos mínimos para colarse entre ellos, pues «resulta absurdo proclamar como […] fundamental algo que se puede tener solo a condición de que no lo tenga nadie más (como ocurre con la propiedad sobre los bienes materiales)». En ese contexto, Cuba es acusada por reclamar, como los jacobinos, «la presencia de ciertas funciones políticas que la República no podía dejar de atender (por ejemplo, garantizar el ‘derecho a la existencia’ de toda la población como condición indispensable para su participación ciudadana), incluso si esas funciones exigían realizar interferencias en el espacio privado de la actividad económica».

Claro que los poderosos no transan con los primitivos seres que no privilegian las elecciones «libres», la pluralidad de partidos y la propiedad privada. Esos a los que, paradójicamente en nombre de los derechos, procuran quitar el más elemental, el de la vida, con un bloqueo que quizás deviene la más nítida prueba de la identidad del verdadero violador. Cosas veredes.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.