El mismo día que se inició el Brexit un vecino puso en su ventana una holgada bandera de la Unión Europea. ¡A saber si no sería un británico! Era la única enseña que se podía contemplar desde mi casa, un barrio barcelonés de clase media muy media, ahora que las esteladas se han ajado y […]
El mismo día que se inició el Brexit un vecino puso en su ventana una holgada bandera de la Unión Europea. ¡A saber si no sería un británico! Era la única enseña que se podía contemplar desde mi casa, un barrio barcelonés de clase media muy media, ahora que las esteladas se han ajado y resultaría insólito que alguien sacara una roja y gualda. La mantuvo durante dos jornadas, el tiempo que duran los gestos, ni un día más, y resultaba emocionante observar la magnífica novedad de un ciudadano que exhibía sus convicciones sin ofender a nadie, pero consciente de que había algo amenazado por lo que merecía la pena exhibirse. Lo interpreté como una vacuna saludable frente a los virus identitarios que van anegando los territorios donde retroceden los ciudadanos libres e iguales.
Sorprenden los silencios de los partidos y de los locuaces líderes que no pierden oportunidad de manifestarse por cualquier chorrada que les depare una ocasión para jalear a su rebaño. La decisión de Boris Johnson y de una exigua mayoría de la sociedad británica les parece como algo local, incluso una excentricidad de gentes muy dadas al individualismo. Y no es así. «Una señal de alarma histórica», ha dicho Macron, y aunque sus razones no sean las mismas que mantenemos algunos, se acerca a la verdad; y nuestro silencio, casi se podría decir nuestro pasotismo, no es más una prueba del localismo y la cortedad de miras de la clase dirigente que apenas ve más allá de sus intereses de casta, de partido y de paisanaje.
La victoria de Boris Johnson tiene un significado más inquietante que las patochadas de Vox y esa supuesta ofensiva de la extrema derecha de nuestro macizo de la raza. Hispanismo rancio sin otra trascendencia que ponerle palos en las ruedas al desarrollo inevitable de las costumbres. Marcelino pan y vino y músicas nacional-católicas para gente frustrada y en busca de un destino… si es posible universal, ahí es nada, como les imbuyó José Antonio Primo de Rivera .
Boris Johnson y los conservadores británicos han dado una vuelta de tuerca y se han colocado en unas arcaicas proposiciones reaccionarias que ejercen un atractivo entre las antaño clases dominantes o subsidiarias, esas clases medias que sueñan con una añorada estabilidad que ya no tiene donde asentarse. Esto sí que es de temer y no las cabalgadas de los fantoches de Abascal. En el fondo hay en nosotros un complejo de arribistas ante la majestuosidad de un viejo imperio que llegó a imponerse tanto en sus formas políticas como en convertirse en el patronímico de la democracia. Lo que indigna en la extrema derecha gobernante en Polonia es poco más que un avatar cuando se trata de encarar la que algunos juzgan inmarcesible democracia británica. Nadie quiere recordar el apoyo entusiasta del poder británico a Mussolini , menos aún a Franco y a todas las dictaduras que cumplieran el sagrado deber de participar de los intereses del Imperio que no tenía amigos ni enemigos, sólo cómplices.
Que la derecha británica haya transitado del conservadurismo a la reacción parece congelar los análisis que se basan más en el deterioro de las clases medias, el temor a la emigración, el sentimiento de ser dirigidos desde Bruselas y no desde la City, la tradición cultural apabullante que sin embargo consiente que un mentiroso, falsario y manipulador, un pirata salido de las excrecencias de una clase históricamente criminal, esté dando lecciones de identidad imperial. Y que la mayoría le siga fielmente.
Destrozada la izquierda en Gran Bretaña desde hace tantos años que la memoria de Tony Blair apenas si da para un comentario, estamos en las manos de un filibustero y eso atenaza los análisis. ¡Oh, el león británico convertido en erizo va más allá de todo lo que habíamos leído, oído y escrito! Por eso nuestros juicios son tan comedidos. La reinvención del mito identitario que tanto pesó en los sólidos apoyos de las clases dominantes británicas durante el ascenso de Hitler -¡ya nadie recuerda al brillante protofascista Enoch Powell!-, vuelve ahora con ese olor a fritanga -sin ajo, por supuesto-.
No hay sociedad inmune a la estupidez. Nosotros que nos enfrascamos en ella durante siglos sí podemos tener al menos la audacia de proclamar que el conservadurismo reaccionario que marcan los nuevos tiempos no viene de los neofascistas, unas tribus con más ambición que talento, sino de la resurrección de las leyendas identitarias . Adentrarnos en ellas obliga a revisar creencias muy simples pero muy asentadas. Para pasmo de los esquemas de otro tiempo no es la economía lo que provoca la revuelta de los jubilados y los precarios que otrora apoyaban opciones progresistas. Si hay algo en lo coinciden todos los analistas es que la economía británica no irá mejor, sino que sufrirá un castigo. ¿Entonces qué es? Algo hacia lo que nunca mostramos demasiado interés desde la tradición enciclopedista o revolucionaria, moderada o radical: el sentimiento de pertenencia.
¿Qué es la identidad nacional? Si dijéramos que un carnet del que nos provee el Estado ofenderíamos a millones de individuos que se sienten españoles, e incluso conforme la definición se va limitando de volumen, son sobre todo orgullosos catalanes, vascos, andaluces, gallegos, asturianos e incluso de León, última señal de identificación. En ocasiones, como asturiano me he preguntado si tal y como va el territorio convirtiéndose en Parque Natural para especies en extinción no quedará más que la añoranza de haber sido algo en tiempos pasados. Pero estamos tocando heridas de pieles sensibles, porque apelar a los pasados para construir identidades modernas es digno de una secta religiosa o de un club de ancianos. Reconozco que no tengo ninguna sensación identitaria de español más que cuando leo los periódicos, cuando soporto estupideces o cuando debo cruzar pasos fronterizos y me piden el pasaporte.
Pero, egolatrías aparte, el problema no es individual, es de sociedad, y más en concreto de esa sensación tan bien alimentada por los poderes autóctonos de que la patria está por encima de todo, como lo afirma el lema que preside, o presidía, los cuarteles de la Guardia Civil. Todo por la patria . La identidad en las sociedades modernas se ha convertido en un virus con difíciles antídotos antes de que nos arruine la vida. Por eso es más grave el fenómeno británico. El país que dio el mayor genio del teatro ahora ovaciona a un payaso. Una lección que cabe estudiar y cuyas secuelas nos tocarán en lo más vivo: las libertades y la democracia. Lo contrario de los referéndums.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/virus-identidad-brexit-boris-johnson_0_1325868261.html