El miedo y la obligación son dos elementos nucleares de la «democracia», de su funcionamiento y de su enorme capacidad de impregnación en todas las mentalidades, cultas e incultas, no en vano es la ideología dominante. Anulados el debate y la confrontación de cosmovisiones o proyectos en la arena política, sólo cabe azuzar e instrumentalizar […]
El miedo y la obligación son dos elementos nucleares de la «democracia», de su funcionamiento y de su enorme capacidad de impregnación en todas las mentalidades, cultas e incultas, no en vano es la ideología dominante. Anulados el debate y la confrontación de cosmovisiones o proyectos en la arena política, sólo cabe azuzar e instrumentalizar la emotividad y los sentimientos. Así, no puede haber gobernabilidad democrática sin el miedo a la «dictadura», que se construye como su antagonista fantasmagórico, pero tampoco sin la obligación de acatar y justificar el régimen de dominación a través del voto. De este modo se construye un imaginario político oficialista en torno a la «democracia» y la «dictadura» como dos fuerzas sociales opuestas, pero interdependientes, donde el voto viene a significar justamente la preservación de la «democracia» frente a la «dictadura» o, peor aún, frente a la «anarquía». La construcción de esta matriz emocional de miedo y obligación es necesaria para garantizar el funcionamiento del régimen democrático y, a resultas de ello, constituye el orden de emociones en el que es disciplinado el electorado. Es una pescadilla que se muerde la cola.
En su proyecto de construcción de mayorías imaginarias, el régimen democrático se confronta con la necesidad perentoria de producir subjetividades cautivas, es decir, disciplinar a la población bajo principios de acción política afines al mantenimiento del statu quo. Generando la obligación del voto en el electorado la «democracia» se consolida doblemente: no sólo obtiene una plusvalía simbólica de legitimidad en su dominación, sino también mantiene prisionera a la población de sus procedimientos políticos. Mutatis mutandis, el «voto» en las circunstancias actuales viene a representar una suerte de equivalente estructural del «salario» en el campo de la explotación de la fuerza de trabajo, o sea, de las relaciones de pillaje de unas clases sociales sobre otras. Y la generación de la obligación del voto, es decir, de la disposición del electorado a delegar voluntariamente su voluntad política viene a ser, mutatis mutandis, como esa laboriosa tarea de disciplinamiento de la fuerza de trabajo que se requirió ante las rutinas, movimientos, gestos, desplazamientos, maniobras que exigía el nuevo orden fabril que se iba imponiendo a lo largo del siglo XIX. Siendo la forma de dominación política orgánica a nuestro capitalismo regional, la «democracia» captura «lo político» a través de esta apropiación de la voluntad política articulada en el voto, es decir, a través de la «delegación» en el «representante», expropiando así sus capacidades políticas a las personas y a las colectividades, como el trabajo asalariado les expropia sus capacidades productivas, jibarizándolas a la condición de «opinión pública» o «electorado», dos términos apenas indiferenciables en el discurso oficial.
Para llevar a cabo ese proyecto de construcción de mayorías imaginarias la «democracia» debe imponer su imaginario político. Es obvio que la idea de «mayoría» en democracia no se corresponde con la expresión matemática de «mayoría». Allí donde la lista más votada, con 9 millones de electores, gobierna una población de 45 millones se requiere una cabriola metonímica que permita tomar la parte por el todo y ello, como en un truco de magia, de forma que la realidad sea transformada por una mano invisible. Una idea tan particular de «representatividad», que sirve a los fines de apropiación e instrumentalización de la «representación» por parte de una clase política corporativa, exige un gesto complementario de anulación de la «abstención» como ese residuo inconmensurable que no se traduce en nada, o sólo en clave de «desidia», «apoliticismo», propio de individuos aislados, irrepresentables. La «representación», nos dicen, está dentro del propio sistema, agregándose a las minorías significativas. Ahora bien: se entiende que el oficialismo democrático silencie la «abstención», pero no se entiende que los disidentes del orden capitalista, que necesariamente lo serán de la democracia en tanto es su expresión política, subestimen esa fuerza que atesora la no delegación del voto. La posibilidad del no.
Y ello es tanto más así desde que a lo largo de ese intervalo entre 1973 y 1991 se reordenara el poder de las élites del capitalismo central en torno a los valores y procedimientos democráticos. El «voto», que había constituido hasta entonces una estrategia para socializar ciertos privilegios (algo así como un estado del bienestar), entra en una fase de rendimientos políticos decrecientes, desde la perspectiva de las clases populares. Desde entonces, cada vez más el voto pierde su potencial de transformación y deviene un mecanismo de consagración del gerencialismo democrático. Cada vez más, el voto expresa menos una voluntad de «cambio», y es más el mecanismo de la alternancia en el poder de una clase corporativa, la clase política, que se relaciona con naturalidad con las demás élites, con las que comparte ocio y negocios. Cuanto más se vota, más recortes de derechos y libertades para las poblaciones, y a la par más desposeídas (privatizaciones de «lo público»). Cada vez más, en definitiva, el voto sirve eficazmente para consolidar una democracia que es un populismo televisivo de la mitad hacia abajo, y una aristocracia de tecnócratas de la mitad hacia arriba.
Quienes cándidamente sostienen la tesis de la «democracia fallida», esa visión cauta de una democracia que es el «gobierno del pueblo» aunque corrompida por políticos venales, aquellos que piensan que la democracia nos salvará de la codicia capitalista en parte porque creen que es una cosa distinta del propio capitalismo, tendrán que confrontarse tarde o temprano con el principio de realidad: la democracia es lo que es, el gobierno orgánico del capital, no lo que imaginan o lo que les gustaría que fuese. Proclives a entregarse a la solución de los partidos minoritarios, los defensores de la tesis de la «democracia fallida» no sólo participan con su voto de la fragmentación de la fuerza política del electorado, sino que como mucho podrán aspirar a una redistribución de cuotas de poder entre los sectores subordinados de la clase política (los partidos minoritarios, que dejarían de serlo para ocupar posiciones centrales como gerentes del capital). Así pueden favorecer el reparto de votos entre más partidos, pero no anularán la dinámica parlamentarista ni el duopolio del mercado electoral, concentrado en las dos grandes corporaciones políticas. Cuando la democracia deja de ser un terreno en disputa y deviene una parte orgánica (y muy fundamental) de la acumulación capitalista, votar es, en sí mismo, de «derechas». Cuando, sin duda con su mejor intención, el elector de un partido minoritario delega su fuerza política, contribuye a consolidar el mismo régimen al que parece oponerse justificando con su voto un pluralismo falaz, y ello sin ver convertido su programa político en política pública.
Está claro que la democracia es más que un sistema político: es fundamentalmente un sistema social y, en consecuencia, una matriz de producción de personas. Necesariamente, a efectos de gobernabilidad, estas personas han de ser personas medias: con emociones medias, pensamientos medios y acciones medias. Bien disciplinadas y, sobre todo, temerosas. Incapacitadas para pensar más allá de la democracia, la función de la ideología democrática es justamente esa: anular las voluntades políticas que exceden el voto. Dentro de la historia de la «izquierda» hemos conocido la subordinación de los planteamientos libertarios a las estrategias electorales de la «izquierda» comunista y socialdemócrata. Y este es nuevamente el clivaje al que están llamados los quicemayistas: la división entre los que sublimen todos los males políticos del sistema con una reforma electoral, aceptando implícitamente el orden que dicen criticar, frente a los que constituyan un bloque desobediente ante los mecanismos de legitimación y sacralización de la democracia. No con mi voto. Y en este contexto, tanto el electorado como los partidos políticos representan las dos caras de la falacia democrática, así como obstáculos principales a cualquier proyecto de resistencia por parte de la población disidente. El hecho de que cuanto más voten más dominados y explotados se sientan los electores no puede comprenderse sin el hecho de que ellos acudan disciplinadamente a votar cada vez que sus dominadores les dan la orden. Y como ese monstruo bicéfalo de la democracia y el capitalismo se alimenta de votos, el que vote que no se queje.
* El autor es antropólogo