Uno de los pocos productos televisivos que atraen mi atención en un sentido positivo es, desde hace varios años, una serie llamada «Futurama». Centrada en un mundo futuro, a veces tan absurdo, a veces tan realista (o quizá precisamente realista en tanto que absurdo), narra la historia de un grupo de compañeros y compañeras de […]
Uno de los pocos productos televisivos que atraen mi atención en un sentido positivo es, desde hace varios años, una serie llamada «Futurama». Centrada en un mundo futuro, a veces tan absurdo, a veces tan realista (o quizá precisamente realista en tanto que absurdo), narra la historia de un grupo de compañeros y compañeras de trabajo que se dedican a la mensajería intergaláctica. De las formas más sorprendentes e inverosímiles, esta serie practica sagaces y sangrantes críticas sobre nuestra sociedad presente, especialmente la norteamericana.
En uno de los capítulos más memorables, nos encontramos con que los protagonistas celebran lo que ha dado en llamarse «el día de la Libertad». Entre varios personajes nos explican en qué consiste exactamente: se trata de un día festivo a nivel global en el que, en nombre de la libertad se puede hacer, aparentemente, lo que se quiera, como si no hubiese repercusiones por sus actos.
Esto es lo que ocurre, como digo, en apariencia. Porque en realidad, aunque se dice que todo el mundo disfruta de la misma manera y por igual el día de la libertad, es decir, haciendo lo que cada cual quiera, no es exactamente así. Dos sucesos que tienen lugar más bien al principio del episodio llaman especialmente mi atención en este sentido. El primero tiene lugar cuando los protagonistas acuden a una especie de desfile conmemorativo del día de la libertad. Para poder situarse en primera fila y ver bien el desfile, como ya hay mucha gente aglomerada, hacen uso de uno de sus compañeros, Bender, un robot, al cual vemos con un parachoques de los que utilizaban los trenes a vapor. Todos se sitúan detrás de él y este, gracias a su fuerza y peso, ayudado además por el parachoques del tren, solo tiene que andar en línea recta entre o sobre los ciudadanos y ciudadanas que ya se encuentran allí para ir desplazándolos o incluso arrollándolos y poder acceder así a la primera fila del espectáculo. Pero justo con el último obstáculo con el que se encuentra el robot (una mujer nada prevenida de lo que se le viene por la espalda) ocurre lo inevitable: ella cae a un lado exclamando «¡Ay, me has roto el tobillo!», ante lo que Bender responde en un tono de absoluto desdén: «Libertad».
El segundo suceso tiene lugar poco después, cuando el presidente del planeta (la cabeza de Nixon) se dirige a miles de personas para realizar lo que parece ser el clásico discurso presidencial del día de la libertad. Entonces dice algo muy interesante: «[…] gozamos tanto de la libertad que hasta es vomitivo. Podemos elegir dónde implantarnos el chip de monitorización sexual y si no pagamos los impuestos, ¡leñe!, somos libres de pasar dos días con el monstruo del dolor». Y más adelante, mientras lanzan fuegos artificiales, sigue: «Por cierto, los festejos del día de la libertad son cortesía de Ceras Restauradoras Shankman, para restaurar lo que sea piensen en Shankman». El público grita al unísono «¡Bien!». Nixon retoma la palabra: «Nuestro planeta ha sufrido mucho el año pasado: guerras, sequías, escándalos políticos. Sin embargo no olvidamos las cosas realmente importantes… ¡las chocolatinas Charleston!». (Por cierto, no estaría mal destacar que Fry, ese personaje que nació en el siglo XX pero que ahora se encuentra, por motivos que no vienen al caso, viviendo en el futuro, en el momento más patriótico-bochornoso del discurso de la cabeza de Nixon, se gira al público y señalando advierte: «¡Comunista el primero que se ría!»).
De estos dos fragmentos podemos extraer varias reflexiones muy fructíferas y reveladoras. Lo que se puede apreciar desde el principio es que no todo el mundo puede disfrutar de la misma manera de la libertad. En principio parece lógico: si la libertad es que cada cual haga lo que quiera sin limitaciones más allá de sus propias capacidades, sin interferencias externas de ningún tipo, cabe suponer que ese día el fuerte podrá pegar al débil, el grande podrá pisar al pequeño, el gordo podrá comerse al flaco, el robot podrá arrollar la masa. Que no lo hagan es simplemente una cuestión de voluntad, porque ese día nadie les va a impedir que hagan lo que se les antoje. Por eso Bender, que es un robot pero aún así autónomo, pues cuenta con una avanzada inteligencia artificial que le permite elaborar juicios independientes y tomar sus propias decisiones, que es capaz de aplastar masas de gente sin abollarse, ese día simplemente tiene que decidir arrollar para hacerlo. Y si alguien le dice algo porque (inevitablemente) una de sus acciones ha repercutido en otras personas, no hay más que recordarle a esa persona afectada en qué mundo vive: el de la libertad (así entendida). El derecho de Bender a arrollar si así lo decide prima sobre el tobillo roto de la ciudadana herida, porque ella era absolutamente libre de apartarse igual que era libre de quedarse y sufrir las consecuencias, nadie le ha obligado a intentar frenar unas cuantas toneladas de metal empeñadas en avanzar sobre ella.
El discurso del presidente Nixon nos lleva a otro plano, porque su discurso está absolutamente atravesado del día antes y del día después del día de la libertad, es decir, de la normalidad, lo que pasaba antes y pasará después de ese día. Al principio del capítulo se nos dice que la humanidad es fantástica porque a nadie le importa lo que haga o le pase al prójimo, lo que permite una libertad amplísima. Nixon no puede estar más de acuerdo y nos desvela en muy pocas palabras que esa libertad del día a día no es muy diferente a la que se está practicando el propio día de la libertad (al menos en el sentido de abstraerse de las consecuencias de los actos «libres»), el razonamiento es sencillo: alguien ha decidido que debemos llevar un chip de monitorización sexual, alguien más fuerte, o más gordo, o más alto que los individuos que componen la ciudadanía. Puesto que somos incapaces de oponernos a esa fuerza porque no somos más que individuos libres (y hay que aceptar que los gordos, grandes, altos y fuertes ejerzan su libertad), la libertad, que nunca queda eliminada del todo, queda limitada a elegir dónde nos implantamos ese chip. Como al fin y al cabo sigue existiendo la capacidad de decidir, podemos afirmar que somos libres y gozamos tanto de ello que resulta hasta «vomitivo».
El discurso de Nixon, si bien es breve, aún es capaz de desvelarnos más cosas sobre ese mundo futuro, aparentemente tan absurdo, pero sospechosamente parecido al nuestro. El presidente, después de una pausa publicitaria para recordarnos qué entidad privada ha invertido más en los festejos, hace un pequeño balance del año y revela qué le espera a la población al día siguiente: ha habido guerras, sequías y hambrunas, pero nadie debe olvidar lo verdaderamente importante, las «chocolatinas Charleston». Al día siguiente, lo que le espera a esa población, es el mismo principio de libertad, pero institucionalizado. Los grandes capitales vertebran hasta tal punto el discurso del presidente, suponemos que la figura principal del gobierno mundial, que no tiene ningún reparo en desvelar públicamente qué es más importante: la libertad de los grandes, fuertes, altos y gordos para pisar, pegar, comer o forzar a los pequeños, delgados, débiles y bajitos prima sobre todo lo demás. En otras palabras: entre fervor patriotero y apología de esta forma de entender la libertad, Nixon recuerda al globo entero que mañana no serán más individuos libres que actúan en función de sus capacidades (lo que parece ser la nota distintiva del día de la libertad, además de ser festivo), sino que volverán a ser consumidores, trabajadores y empresarios, dueños y desposeídos, unidos únicamente por el nacionalismo y el concepto de la libertad. Al día siguiente, cada cual dejará de tener la libertad que le brindan sus propias capacidades y volverá a tener la libertad que le impone un sistema social concreto, el capitalista, en función de la posición que ocupe dentro del mismo, del rol que juegue en él. Al día siguiente, cuando acabe el día de la libertad, el más fuerte, alto, grande y gordo no será el que tenga más músculo, tripa, altura o fuerza, sino el que tenga más capital. Sin embargo, lo que desde luego no habrá cambiado en ningún momento es el concepto de libertad. Este sigue siendo el mismo: que cada cual haga lo que le parezca, que firme los contratos que se le antojen, que el que pueda ofrezca las condiciones de trabajo que le resulten más rentables. Si el único valor que se tiene que defender es el de la libertad, si excluimos otros valores como la igualdad y la fraternidad, si estos no tienen cabida en un mundo donde resulta esencial y necesario que los trabajadores no se organicen como fuerza colectiva sino que respondan como individuos aislados, empezaremos a ver claramente que no hacemos otra cosa que reproducir la ley del más fuerte.
Dicho de otra forma: por mucha democracia que tengamos a nivel político, de nada nos sirve si a nivel civil seguimos estando dominados por monarcas absolutos, sean estos empresarios, accionistas, consejos de dirección o encargados o delegados del jefe. De nada nos sirve sentirnos iguales ante la ley si el día a día imposibilita material y socialmente esa igualdad. De nada nos sirve democratizar un ámbito de la vida social, el político, y dejar el ámbito económico y el familiar a su libre albedrío, es decir, a merced del más fuerte, del más grande o del más gordo. De nada nos sirve la política si esta es incapaz de actuar allí donde es necesaria, de nada nos sirve la democracia si hay personas o grupos de personas que pueden decidir al margen de esta o incluso orientarla, dirigirla y secuestrarla para mantener o ampliar los márgenes de beneficio y sus privilegios.
La libertad que defiende la cabeza de Nixon, así como la que defiende el capitalismo hoy, es la libertad del capital. La capacidad para quien lo controle de dictar las reglas del juego, no ya para si, sino para todos los demás. Pero esto no es otra cosa que defender la libertad del patriarca, el cabeza de familia, para decidir el destino de su mujer, hijos e hijas. El patrono (adquiera la forma que adquiera y sea un solo individuo o varios) queda convertido así en el patriarca de la empresa, es investido del poder de un monarca absoluto cuya pretensión es, desde su posición de seguridad y superioridad, negociar «en libertad e igualdad» uno a uno con sus trabajadores. Se crea la ficción jurídica de que quienes solo tienen su fuerza de trabajo son propietarios de algo, como el que posee la empresa, por lo que, en condiciones de igualdad y libertad, uno como demandante y otro como ofertante, negocian un contrato que si no satisface a una de las partes no se firmará. Así, parece que cuando el hambre aprieta y el gran número de parados ayuda al empresario a reducir salarios y derechos conquistados durante décadas de luchas, puesto que nadie obliga a nadie a trabajar y no morirse de hambre, se puede decir que un contrato de explotación cuyo origen está en la diferencia de posiciones que se ocupa en la jerarquía social, es libre y se ha hecho entre iguales.
Si la cabeza de Nixon y los tecnócratas que hoy nos gobiernan tienen razón y eso es la libertad, si solo una cuarta parte (siendo muy generoso) de la humanidad está destinada a gozar de la libertad y al resto nos queda la ficción jurídica de la libertad (o a sufrir la libertad del cuarto que puede permitírselo), no tardaremos en enfrentarnos a decisiones como la de dónde implantarnos el chip de monitorización sexual o monitorización de consumo, por si no compramos nada durante más de cuatro horas. Alguien más fuerte, más grande y más gordo que el resto de la ciudadanía dictará estas órdenes al poder político que, como viene ocurriendo desde hace más de un siglo con contadas y normalmente trágicas excepciones, se ha convertido en uno de los máximos representantes de los intereses empresariales, que no de la voluntad general de los ciudadanos y ciudadanas. El proceso hace tiempo que ha comenzado: tanto PSOE como PP nos están acostumbrando a una serie continuada de pequeños auto-golpes de Estado en función de qué dicen necesitar banqueros y especuladores por un lado, la UE, el FMI y el BM por otro. En nombre de la libertad y libremente, los representantes españoles deciden otorgar más libertad todavía a quienes nos han puesto, una vez más, la soga al cuello: los zorros cuidan del gallinero en nombre de los tiburones. Si al comienzo de la crisis nos decían que teníamos un problema con determinados bancos «demasiado grandes para caer» sin incurrir en un grave riesgo sistémico, la solución que se practica es la privatización de las cajas de ahorro y la fusión de distintas entidades bancarias: para destruir un golem creamos uno más grande. Esto y no otra cosa es el totalitarismo: si la medicina falla, si la medicina se ha convertido en enfermedad, la única salida es aplicar más de la misma medicina. No hay alternativa, nos dicen.
Pero, si la ideología hegemónica de hoy, que parece que inevitablemente nos lleva hacia el mundo de Futurama (uno, grande y libre), está tan empeñada en desmontar el Estado, ¿qué pinta la cabeza de Nixon? ¿Por qué sigue existiendo un poder político dentro de mil años? Muy sencillo: porque no se pretende desmontar todo el Estado, solo la rama social, solo aquellas partes que obstaculicen la ley del patriarca en la economía. De donde no se pueda obtener beneficios o no merezcan la pena, allí debe estar el Estado. Pero aún más importante: desmontar el Estado de Bienestar no se hace sin más, a golpe de tinta y discursos parlamentarios. Para desmontar los logros sociales que han costado sangre y fuego arrancar a los poderosos es necesario aumentar el poder del Estado en determinados campos, como es el policial. No hay más que verlo: en España, ante los mayores recortes sociales y de derechos de la historia democrática, paralelamente hemos alcanzado una cifra récord en personal policial, nunca tuvimos tanta policía ni tantos antidisturbios. En Estados Unidos, el gasto penitenciario es superior al gasto en educación en cada vez más Estados. Y es que resulta extremadamente difícil «convencer» a cualquier población de que deben aceptar la injusticia como algo inevitable. Por eso no deja de resultar paradójico que el día de la libertad en Futurama sea como un día sin normas, sin leyes: es como celebrar la ausencia de lo que genera las condiciones para que el capitalismo funcione, es decir, un Estado que obligue mediante sus leyes y el uso legítimo de la fuerza a defender antes la propiedad que a las personas (lo que, por otra parte, fue fácil de comprobar en las cargas policiales durante la última huelga general: no dejará de sorprender cómo un Carrefour ha de blindarse de policías armados hasta los dientes ansiosos por darle a la porra para que, con cuentagotas, pasen algunos clientes). Es como si las leyes fuesen un estorbo para la libertad, cuando lo que se supone que se celebra es que se cuenta con un sistema normativo que la garantiza. La misma paradoja se da entre aquellos neoliberales que, cegados por su ideología, pretenden algo así como la desaparición del Estado o su reducción hasta la absoluta incapacidad, la eliminación toda interferencia pública en la vida económica, ignorando que lo primero que van a necesitar para llevar a cabo sus experimentos es más policía, más bayonetas, más leyes que protejan las antiguas y las nuevas formas de propiedad.
La amnistía fiscal que el gobierno pretende aprobar para atraer fondos es otra clara señal: la ley definitivamente se ha convertido en una tela de araña donde solo caen las moscas pequeñas, mientras que las grandes y fuertes pueden atravesarla. Sale rentable violar la ley para el que tiene capital, porque en nuestro mundo, cada vez más parecido al de Futurama, no son la ley y la razón las que gobiernan, sino la tiranía y las decisiones arbitrarias de unos pocos patriarcas que han adquirido tanto poder que son capaces de secuestrar, atacar y desangrar sociedades enteras de un día para otro en nombre de la libertad. En nombre de su concepto de libertad, la injusticia se convierte en ley por un módico precio, eso sí, porque como en Futurama, si alguien tiene dinero es porque se lo merece, porque es un «winner». Y viceversa, quién no lo tiene, es porque no se lo merece, porque es un «loser».
Ya lo dijo Renan («Diálogos filosóficos»): «Lo esencial no es tanto producir masas ilustradas, cuanto producir grandes genios y un público capaz de comprenderlos. Si la ignorancia de las masas es una condición necesaria de esto, tanto peor. La naturaleza no se detiene ante tales escrúpulos; sacrifica especies enteras para que otras hallen las condiciones esenciales de su vida […] La muchedumbre debe pensar y gozar por procuración […] La masa trabaja; algunos cumplen por ella las superiores funciones de la vida; ¡eso es la humanidad! […] Unos pocos viven por todos. Si quisiera cambiarse eso, nadie viviría«. La democracia y el capitalismo están reñidos, la democracia de verdad es antieconómica, es imposible, es anitnatural. Boissy d’Anglas, en 1795, también lo vio claro: «Tenemos que ser gobernados por los mejores; los mejores son los más instruidos y los más interesados en el mantenimiento de las leyes. Ahora bien; descontadas algunas excepciones, no hallaréis hombres así sino entre quienes gozan de alguna propiedad, los cuales se adhieren al país en la que ésta se halla, a las leyes que la protegen, a la tranquilidad que la conserva, y deben a esa propiedad y a esa holgura que ella proporciona la educación que los ha hecho capaces de discutir, con sagacidad y precisión, sobre las ventajas y los inconvenientes de las leyes que determinan la suerte de la patria […] Un país gobernado por los propietarios está en el orden social; uno gobernado por los no propietarios [la democracia] es el Estado de naturaleza.»
El mundo de Futurama, así como el nuestro, es el mundo en el que no solo los gordos tienen derecho a comerse a los pequeños o el grande a tirar por los aires a los enanos. Es el mundo donde, en base un concepto totalmente interesado de la libertad se dice que los pequeños tienen derecho a ser comidos por los gordos, que los enanos tienen derecho a ser lanzados por los grandes. Eso no es Libertad, evidentemente, aunque sí que es la libertad de unos pocos. Pero se trata de una libertad vampírica, una libertad que consiste precisamente en en impedir que la tengan las demás personas. Es importante, pues, tener claro que si hablamos de libertad, definamos como la definamos, necesariamente tenemos que hablar de igualdad, de hermandad (en un sentido opuesto al mundo patriarcal, dentro y fuera de la familia) y de justicia. Es importante combatir esa línea de la ideología hegemónica que se empeña en negarnos la mayoría de edad, en impedirnos ser libres y tomar las riendas de nuestro destino, por miedo a perder sus privilegios, por miedo a que democraticemos no ya seriamente el mundo de la política, sino también el de la economía, el mundo privado. Si no queremos encontrarnos mañana definitivamente en el absurdo mundo de Futurama, lanzando cubos de hielo cada vez más grandes al océano para evitar el calentamiento global, tendremos que acabar con todos los tiranos, no solo los que se dejan ver en el campo de la política. Es la ciudadanía la que debe escoger el camino utilizando la razón, no los inversores privados que utilizan el cálculo.
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