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Elinor Ostrom: un Premio Nobel al legado republicano-democrático de Tom Paine

Fuentes: CounterPunch

William Shakespeare aprovechó el Acto Primero de su Enrique V, escrito en 1599, para presentar al Teatro Globe, construido el mismo año. Allí evocaba el sitio al que ascendían las musas de fuego, el circo de gallos que pretendía contener los más vastos campos, una O de madera tomada por la guerra, la potencia de […]

William Shakespeare aprovechó el Acto Primero de su Enrique V, escrito en 1599, para presentar al Teatro Globe, construido el mismo año. Allí evocaba el sitio al que ascendían las musas de fuego, el circo de gallos que pretendía contener los más vastos campos, una O de madera tomada por la guerra, la potencia de la imaginación. A lo que en aquella O se estaba asistiendo, en realidad, era a la construcción de la «nación inglesa» como creación ideológica y patriótica. Al igual que varios siglos después, durante la segunda guerra mundial, cuando Enrique V fue llevado a la gran pantalla. Lo que estaba en juego, otra vez, era «la nación».

Hace un par de viernes, el Globe llevó a escena «Un mundo nuevo: una vida de Thomas Paine», la soberbia pieza de Trevor Griffiths. A la salida, caminamos junto al Támesis. Atravesamos el Puente del Milenio en dirección a Mansion House y a la estación de Circle Line. La catedral de San Pablo estaba iluminada, al igual que el Globe detrás de ella. Las nubes se apartaron para dejar entrever una luna llena. Mientras, las luces centelleaban sobre el río. No era la «nación» lo que la escena evocaba. A orillas del Támesis, rodeados por edificios de bancos de la City londinense, lo que nos venía a la cabeza eran las manifestaciones de 1999, de 2001 -«¡Tomemos la ciudad!»- contra la privatización de Inglaterra, del planeta. Los mismos edificios que enmarcarían la manifestación de la última primavera contra el G-20. Ya entonces, lo que estaba en juego era algo distinto: el «bien común».

Sentado en una butaca de roble, en las galerías superiores, dejé caer la mirada sobre los que estaban del patio, bebiendo lentamente su cerveza, sorbiendo su café. Ocasionalmente, el destello de una estrella se abría paso entre las nubes o un avión rasgaba la noche. Corría un viento frío ¿Se había desvanecido la magia del teatro?

Elinor Ostrom ha ganado el premio Nobel. Según el comité que concede la distinción, ésta le ha sido concedida «por su análisis de las instituciones económicas, en especial, de los bienes comunes». Por sentido común, podría decirse sin más, aunque seguramente hay quien prefiera cubrirlo con capas de jerga economicista y cientificista. En lugar de hablar de «bienes comunes», con el riesgo de evocar una historia milenaria, o de «las cosas que se tienen en común», y encender el espíritu de las escrituras religiosas, ella escribió sobre «recursos de propiedad común», lo que le permitió fundar un instituto y ganar un premio. El discurso apela más a los diseñadores de políticas públicas que a los comuneros, que probablemente se quedarían con Thomas Paine.

«Elinor Ostrom -continúa el Comité del Nobel- ha puesto en cuestión la afirmación convencional de que la gestión de la propiedad común suele ser ineficiente, razón por la cual debería ser gestionada por una autoridad centralizada o ser privatizada. A partir de numerosos estudios de casos de manejo por parte de sus usuarios de bancos de pesca, pastizales, bosques, lagos, y aguas subterránea, Ostrom concluye que los resultados son, en la mayoría de los casos, mejores que en las predicciones de las teorías estándar. Sus investigaciones revelan que los usuarios de estos recursos desarrollan con frecuencia sofisticados mecanismos de toma de decisiones, así como de resolución de conflictos de intereses, con resultados positivos».

Trevor Griffiths ya señaló algo similar años atrás en Ocupaciones (1970), su obra sobre Gramsci. El autor italiano comenzaba a concitar interés. Muchos, sin embargo, pensaban que «Hegemonía» era el nombre de un pueblito de Cerdeña, y Gramsci no se había convertido aún en seña de identidad del marxismo académico. Pero su mensaje era claro: los obreros de la industria automotriz podían tomar las fábricas y hacer mejor el trabajo sin los jefes. Podían convertir la fábrica en un «bien común». Esto era en Turín, en 1920.

No pretendo sugerir aquí que también Tom Paine era partidario del control obrero o de los consejos obreros, pero vale la pena recordar este paso de su Justicia Agraria (1797): «Es un hecho incontrovertible que la tierra, en su estado natural, fue, y siempre será, propiedad común de la raza humana […] su propio Creador no abrió nunca un registro que emitiera títulos de propiedad». Si esto era así, quienes resultaran desposeídos de la tierra debían ser indemnizados por su pérdida. Paine propuso que esta indemnización consistiera, primero, en la asignación a todos los que cumplieran 21 años de un ingreso incondicional equivalente a una pequeña granja, un jardín, una vaca, un pastizal y algunas herramientas. Y luego, en otra asignación monetaria a modo de pensión que se otorgaría a los 50 años. Paine no exhorta a expropiar a los expropiadores, o a la negación de la negación. Lejos de ello, procura proteger a los acomodados de la amenaza de la multitud, y la única manera de hacerlo, y de sortear la guerra de clases, es la justicia. «La pertenencia a la gran masa de los pobres -dejó dicho- se está convirtiendo en una suerte de herencia racial de la cual es casi imposible escapar».

Esta pieza teatral debe difundirse. Griffiths, por supuesto, también es un maestro del guión cinematográfico (es el autor de Rojos). Y ha escrito un drama para televisión, Alimento para cuervos, sobre el fundador del Servicio Sanitario Nacional del Reino Unido, Aneurin Bevan (que debería pasarse, de hecho, en las salas de espera de los hospitales, en los vestíbulos de las residencias de cuidado y en los circuitos cerrados de televisión de las cárceles). Es muy probable, por tanto, que su Tom Paine pueda verse en diferentes medios. Pero la obra es una obra viva, a la que deseamos larga vida.

¿Cómo conseguir que el teatro norteamericano se atreva a producir el Tom Paine de Trevor Griffith? Frente al pío acartonamiento de la mini-serie sobre John Adams permítasenos generar algunos debates vivos y sonoros en torno a Tom Paine. Yo sería partidario, por ejemplo, de un reparto básicamente negro para un estreno en Detroit, o quizás en el próximo Foro Social Mundial. O mejor: ¿por qué no una mezcla de árabes e hispánicos, afroamericanos, coreanos, y anglos en Pittsburgh? ¿Y Nueva Orleans? ¿Y Berkeley? ¿No sería fantástico?

La puesta en escena que yo vi era teatro londinense en su mejor versión. Una puesta en escena, un vestuario y un reparto de primera línea. El escenario antiguo, las portezuelas de madera, los andamiajes, las plataformas móviles para los oradores, el penol del barco y las velas enrolladas. Un elenco de veinte personas o más repartidas en los múltiples actos. Y además música, canciones y baladas. Sin pretensiones didácticas ni sermoneos. Chispeante, ágil, con actuaciones soberbias. Gente común corriendo por el patio del teatro gritando eslóganes y frases del Sentido común de Paine. ¡Luchando por la independencia norteamericana en Inglaterra!

«Mientras más duro sea el conflicto, más gloriosa será la victoria. Poco se valora lo que con demasiada facilidad se obtiene; lo único que da valor a las cosas es la entrega. Quiero al hombre capaz de sonreír cuando está en problemas, capaz de hacerse fuerte en los momentos duros y de crecer». Un teatro de ideas, pero de ideas que están en la gente, que no nacen de la nada. Ideas que aparecen con el conflicto. He aquí un Mundo Nuevo mientras, para variar, los Estados Unidos continúan anclados en el viejo, en el viejo mundo del imperio, de la tiranía, de los bancos y las mercancías, del dinero como una red de explotación y presión, el viejo mundo de la falta de autoestima y del desánimo. Este Mundo Nuevo es el de nuestra época de estudiantes, cuando protestábamos en California contra los recortes presupuestarios, el de los estudiantes de Pittsburgh ferozmente agredidos por los robocops del G-20, el de los prisioneros, el de los hipotecados, el de los sin techo. Tiene que ver con los Estados Unidos. De la misma manera que tenía que ver con nosotros el Marat-Sade de Peter Weiss, de 1968. Griffiths ha llevado todo eso a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra y a Estados Unidos otra vez. La pequeña O ha comenzado a abrazar al mundo.

Paine -citando a Trevor Griffiths- creía con fervor «en los derechos reconocidos a hombres y mujeres como ciudadanos iguales ante la ley sobre la base de unas constituciones que ellos mismos se habían otorgado, y no de una herencia impuesta por un pasado clasista». En Justicia Agraria, Paine pudo decir: «El actual estado de la civilización es tan odioso como injusto […] Tan opuesto es a lo que debería ser que sólo una revolución podría cambiarlo […] El contraste entre los que tienen y los que pasan estrecheces ofende la mirada, como si se tratara de dos cuerpos encadenados, uno vivo y el otro muerto […] se trata de millones de personas […]que están peor de lo que habían estado antes de que la civilización comenzara […] Por eso debe crecer, y pronto, un sistema civilizatorio tan organizado que todo hombre o mujer nacidos en la República disponga de los medios para llevar adelante su vida, con la certeza de que podrá escapar de las miserias que hasta ahora han acompañado siempre a la vejez […] Un ejército de principios habrá de penetrar allí donde un ejército de soldados no puede hacerlo; habrá de avanzar sobre el horizonte del mundo y conquistarlo». Paine dedicó la primera parte de Derechos del Hombre a George Washington, con la esperanza de ver al viejo mundo regenerado por el nuevo. En 2009, esta expresión de deseos debe invertirse: es la obra Trevor Griffiths, Un nuevo mundo, la que se debería interpretar, ver y leer en los Estados Unidos. Lo importante en la obra de Paine, más que la «independencia» era la «revolución de los principios y de la práctica de gobierno». Era contrario a la monarquía y, en general a la idea de tener que vivir con permiso de otros (o a mi manera o a la calle). Comenzó su carrera en Estados Unidos escribiendo contra la esclavitud. No gozó del derecho de voto -ni en Nueva Rochelle, ni en Nueva York-. A su funeral asistieron unos cuantos afroamericanos, pero ningún hombre blanco, salvo un par de irlandeses. Es imposible leer sobre su entierro sin tener un profundo sentimiento de pena. El viernes por la noche, no había un alma en el Globe con los ojos secos.

De camino de nuestro hotel en King’s Cross hasta el Globe, pasando por la movida estación de Northern Line, nos cruzamos en el abarrotado tren de las cinco con una vieja amiga. Antes de viajar a Palestina la semana siguiente había quedado con alguien para ver Un mundo nuevo y cenar comida turca frente al Globe: ¿no nos sumábamos? Sin duda estábamos en el corazón de nuestro viejo Londres. «De la vieja y buena Inglaterra» debería decir (si no fuera por la industria de turismo).

Pues en el jardín del Swan estaba sentado Trevor Griffiths, mirando al público que entraba a su teatro, a nuestro teatro de la tarde. Estaba en medio de una mesa de amigos, todos gente del teatro. Me acerqué dando voces, desvergonzado como solían ser los norteamericanos. «Ven a verme durante el intervalo». Me presentó al director. Procuré hablar de teatro. «Deberías llevarla a Sudáfrica, a Irlanda, a Nueva Delhi». Los que estaban allí rompieron a reír, preguntándose qué tipo de delicatessen tenía en mente. Entonces me puse a hablar de Pittsburgh y de las manifestaciones en California, y de la criminalización de los sin techo que vivían en chabolas, en Sudáfrica. Trevor se puso serio también y me contó sobre los cuatros años de lecturas, de puestas en escena («de militancia», estuve a punto de decir) en todo el Reino Unido. No se trata de una pieza «nacional», dijo, no de una nación del siglo XXI. No alcancé a discernir el tono en que utilizó la expresión «nación». Podía ponerse un cierto énfasis en lo regional, en lo local. Pero el objetivo, la ambición, tenía que ver con lo que sacábamos de todo ello. De eso se trata. No de la nación, sino de algo más. Algo que recupere la idea de «cosa pública», que la convierta en algo de carne y hueso ¿Una musa de fuego? ¿Una musa colectiva, comunal? Un mundo nuevo, más bien.

Peter Linebaugh enseña historia en la Universidad de Toledo, Ohio. Es autor de The London Hanged y, junto a Marcus Rediker, de The Many-Headed Hydra: the Hidden History of the Revolutionary Atlantic . Su último libro es Magna Carta Manifesto .

Traducción para www.sinpermiso.info : Gerardo Pisarello

Fuente:http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2835