La publifobia es un estado del espíritu, un arte para vivir, una protesta social y una revuelta de la mente contra la infamia. Las notas que siguen son algunos golpes de alfiler en la coraza del Tyranosaurus de la publicidad. Publicidad y Capitalismo La lógica de la cosificación del sistema capitalista y su funcionamiento según […]
La publifobia es un estado del espíritu, un arte para vivir, una protesta social y una revuelta de la mente contra la infamia. Las notas que siguen son algunos golpes de alfiler en la coraza del Tyranosaurus de la publicidad.
Publicidad y Capitalismo
La lógica de la cosificación del sistema capitalista y su funcionamiento según los principios de «la sociedad del espectáculo» explica los lazos profundos y estructurales entre el capitalismo y la publicidad.
¿La regulación de sus «excesos» es suficiente? Ciertamente, uno se alegra de toda medida que pone un freno a la codicia feroz de la publicracia y del los capitalistas, uno lucha por cada centímetro de espacio quitado a su despliegue y de cada pedazo de servicio público salvado de las privatizaciones. Pero nosotros soñamos -¡y no se prohíbe soñar!- con un mundo sin publicidad y sin la explotación capitalista.
En lo que me concierne, estoy convencido que la lógica del sistema de publicidad y el del sistema capitalista está íntimamente ligadas y que son, ambas, intrínsecamente perversas. Si el capitalismo -principalmente bajo su forma presente neoliberal y globalizado- tiende a la mercantilización del mundo, a la transformación de todo lo que existe -la tierra, el agua, el aire, las especies vivientes el cuerpo humano, las relaciones sociales entre los individuos, el amor, la religión- en mercancías, la publicidad sirve para vender esas mercancías, en someter las necesidades de los individuos a las necesidades mercantiles del Capital. Ambos sistemas participan del fetichismo de la mercancía, de la cuantificación monetaria de todo los valores, de la lógica de la acumulación permanente de bienes y de capitales, y de la cultura mercantil de la «sociedad de consumo».
La publicidad es, como nos lo explican a menudo, no sólo contaminante de los paisajes urbanos y rurales, sino también de las mentalidades; ella se encuentra no sólo en los envases y el correo sino también al interior de los cráneos de los individuos. Nada escapa a su influencia disolvente: se asiste, en nuestro tiempo, a la sumisión del deporte, la religión, la cultura, el periodismo, la literatura y la política a la lógica de la publicidad. El estilo, el método, los argumentos, la actitud publicitaria es omnipresente. Pero esta publicidad no es otra cosa que una herramienta, un instrumento del Capital para disponer de sus productos, para vender sus chapucerías, para rentabilizar sus inversiones, para ensanchar sus márgenes de ganancia, para ganar esas partes de mercado. La publicidad no existe en el vacío: ella es una pieza esencial, un diente de rueda indispensable en el funcionamiento del sistema capitalista de producción y consumo. Sin el capitalismo, la publicidad no tendría ninguna razón de ser: no podría subsistir un solo momento en un sociedad poscapitalista. Y viceversa: un capitalismo sin publicidad sería como una máquina sin aceite en sus engranajes.
Se dice en los anaqueles: la publicidad no existió en los países con la economía burocráticamente planificada -países inexistentes después de la caída del Muro de Berlín en 1989- pero ella había sido reemplazada por una propaganda política falsa, no menos opresiva e inhumana. No es por azar que el más grande adversario intelectual al totalitarismo soviético, el escritor inglés George Orwell, fuera también un adversario irreductible a la publicidad capitalista, de la cual describe, con una lucidez impresionante, los mecanismos embrutecedores y degradantes en su novela Sigue el aspidistra volando.
Tomemos como ejemplo «las afinidades electivas» entre el capitalismo y la publicidad política de Estados Unidos -el país capitalista por excelencia. No sólo los candidatos en las elecciones gastan inmensas fortunas en publicidad electoral -que significa que solamente los ricos, o aquéllos sostenidos por los ricos, tienen chance de ser elegidos- sino que el estilo de sus campañas es enteramente copiado de la publicidad comercial. Nada se parece más a una campaña de publicidad del lanzamiento de un jabón, que el lanzamiento de un candidato a gobernador o presidente. No se preocupa por informar a los ciudadanos de un programa político, sino de promover una imagen, , un «look», una suerte de «marca» política. Tampoco es por mero azar si profesionales del mercadeo (marketing) toman a su cargo la campaña del candidato y producen el material de publicidad requerido: carteles, programas de televisión, etc. Eso que vemos en Estados Unidos, ocurre en muchos países de Europa y el mundo, como un proceso de «americanización» de la vida política y su transformación en competencia publicitaria.
Recordemos que las empresas capitalistas solicitan, financian y se benefician de las campañas de publicidad, y que «patrocinan» -es un decir ya contaminado por la publicidad-, la prensa, la televisión, las competencias deportivas o los eventos culturales. La publicidad juega el papel de mirador, de mediador, de sirviente celoso de los intereses del Capital. Capitalismo y publicidad son inseparable e indisolublemente los responsables y los promotores activos de la mercantilización del mundo, de la comercialización de las relaciones sociales, de la moneterización de los espíritus.
Eso no quiere decir, una vez más, que sea necesario esperar por la posible abolición del capitalismo para atacar a la publicidad. La lucha actual para poner frenos y límites a la agresión de la publicidad, se da de la misma manera que los adversarios del capitalismo se movilizan para ponerle medidas -como la tasa Tobin que le impone impuestos, por ejemplo- que frenan la codicia ilimitada del Capital. Cada pequeña victoria es un paso en la dirección del cambio del paradigma social y un avance en el sostenimiento de la conciencia individual.
¿Filosofía publicitaria?
Gracias a Robert Redeker, la filosofía tuvo éxito en esta tarea que parecía imposible: legitimar la publicidad. Ciertamente, el autor del punto de vista publicado por «Le Monde» del 12 de abril reconoce algunos peligros de la actividad de la publicidad: la colonización comercial del imaginario, la voluntad de evacuar del ser humano su complejidad y su profundidad. Pero son algunos aspectos secundarios: el balance de la publicidad globalmente es, bien y bonito, positivo.
Por ejemplo, negar la publicidad para «negar las ventajas de la mundialización»: de hecho, la publicidad «desterritorializa a las sociedades y a los hombres más que cualquier otra práctica». No da ejemplos, pero se podría adelantar éste: gracias a la publicidad de McDonalds, las diferentes prácticas culinarias, cerradas y territoriales, fueron reemplazadas por una sola, planetaria: ¿no es eso formidable? Los altermunidalitas cree, ingenuamente, que su movimiento, sus Foros Sociales mundiales son una práctica que lleva a los hombres y a las mujeres más allá de las fronteras y las culturas; sin embargo, la publicidad de la Coca Cola -o de no importa que otro producto global- es mucho más eficaz, ya que ella forma «una suerte de lazo universal, entre aquellos hombres que se tienen los unos a los otros». La Coca-cola «encola» a los humanos: ¿no es esto una evidencia? ¡Los bebedores de Coca-cola de todos los países se unen! Podría entonces reemplazarse las palabras a la orden del día de los manifestantes de Seattle por ésas: «El mundo no es más que una mercancía.»
Como lo muestra Redeker tan bien, los anti-publicidad son, en el fondo, los adversarios furtivos del orden capitalista liberal. Un mundo sin la publicidad sería un mundo «sin circulación de mercancías», sin «creatividad industrial», para resumir, el fin del mundo (capitalista). O, como se sabe bien, todo enemigo del sistema capitalista liberal puede ser sólo un guerrillero del «socialismo realmente existente», ese mundo en el que la publicidad había sido abolida a favor de la propaganda. Como lo había sostenido Margaret Thatcher: «No hay alternativas»: si uno no quiere el Goulag, es necesario aceptar el capitalismo liberal -y por consiguiente, la bondad de la publicidad, diente de rueda indispensable del sistema.
Otro argumento importante avanzado por el filósofo: «suscitando el deseo, la publicidad humaniza, nos vuelve, por la misma razón, más hombres». ¿Por qué sólo los hombres? La publicidad humaniza también a las mujeres, mientras las muestra en las más variadas posiciones comercial y publicitariamente convenientes: denudas o vestidas, en cuatro patas en un prado, en el lomo de una máquina de lavar, etc. Sólo los pesimistas del espíritu y los guerrilleros del velo islámico podrían ver en estos bonitos ejercicios del arte de la publicidad una degradación del cuerpo femenino y una agresión sexista contra las mujeres.
De hecho, la lucha de los militantes anti-publicidad es una doble guerra «contra las imágenes -reinvirtiendo los clichés de una vieja iconoclastia- y contra los cuerpos». Su más ardiente deseo, es «cubrir nuestras ciudades, nuestros pasadizos del metro, de un velo monocorde de tristeza.» Algunos de esos militantes argumentan que no tienen nada contra las imágenes, sólo contra su manipulación comercial por la publicidad; ellos querrían que los colores del metro sean cubiertos de pinturas, poemas y otras formas de expresión artística -como, por ejemplo, en el metro de la ciudad de México. No hace falta revelar que nuestro filósofo critica el conformismo «orgulloso» de los intelectuales que obstinadamente se niegan a reconocer la calidad estética e intelectual de la publicidad. De todas formas, como su proyecto es utópico, sólo hay dos posibilidades: la belleza de la publicidad en nuestras calles y nuestros metros o «la chaqueta gris de totalitario y la tristeza rural».
En último análisis, observa Redeker, lo que motiva la publifobia es el odio a lo brillante (lo que se está además en el título del artículo): «que está en el cuerpo, en las ciudades y paredes del metro». ¡Bien visto! Los adversarios de la publicidad son algunos individuos obtusos, incapaces de asir el brillo de las interrupciones de publicidad en las películas de la TV; o el brillo multicolorido que se encuentra todas las mañanas en su caja de correo; o el brillo de los magníficos espectaculares de publicidad de decenas de cuadrados de metros, que esconden nuestros tristes paisajes, nuestros bosques grises y nuestra monótona floresta silvestre. Es sin duda el odio a los cuerpos lo que inspira su oposición a la publicidad que fomenta la necesidad de bebidas azucaradas y otros productos de comida que contribuyen a la obesidad de niños y adultos. Es necesario ser un guerrillero de las «formas más mórbidas de ascetismo» para no ver en la publicidad, una empresa tan alegre y tan feliz, más que una manipulación comercial insidiosa de mentes, conciencias y deseos.
En resumen, es necesario ser uno de esos utopistas rígidos y arcaicos, discípulos del mito primitivo del «buen salvaje», quien cree que «otro mundo es posible», para poder imaginar que un mundo sin la agresión publicitaria es posible.
Pienso que si las empresas publicitarias distribuyeran todos los años un Precio a la filosofía publicitaria, ciertamente Redeker merecería esta distinción. No veo nadie que pueda disputarle el primer lugar en semejante competencia.
El Leviathan publicitario
Para abreviar, una buena noticia: a pesar de la desafortunada coyuntura económica y el agravante del desempleo, hay una rama de actividad que no sólo no supo una baja sino tuvo un progreso de 4,5% en 1995 respecto al año anterior. Seguramente adivinó: se trata de la publicidad. Nada la agita: el consumismo declina, el empleo se hace raro, pero los gastos de publicidad en Francia no cesan de escalar.
La publicidad alcanzó en 1995 la modesta suma de 147.700.700.000 F. No, no hay un error, usted leyó bien: ciento cuarenta y siete, coma, siete millones de francos. Es de France Pub (grupo Havas) quien nos lo anuncia orgullosamente, según un estudio bien documentado, del cual «Le Monde» nos da algunas citas en su edición del 21 de marzo de 1996.
¿Quién paga esta suma extraordinaria, muy superior a los presupuestos de ciertos Estados europeos? ¿Quién es el multimillonario que subvenciona, alegremente, estas sumas astronómicas? La respuesta, ay, no tiene duda: es usted, estimado lector, soy yo, son todos los ciudadanos franceses. Los gastos de publicidad todos, integralmente, repercuten en los precios de las mercancías, somos nosotros quienes pagan el gasto…
La población francesa se compone de aproximadamente 60 millones de almas, cada persona en Francia, hombre, mujer, adulto, niño o viejo pagan en promedio dos mil quinientos francos por año por el placer y el privilegio de consumir la publicidad. En una familia compuesta de padres y dos niños la suma es de aproximadamente diez mil francos por año: tanto, si no más que los impuestos. Todo pasa como si existiera, a lado del Estado republicano -en teoría, sometido a un control democrático- otro Estado, un «Estado en el Estado», un Leviathan, un Estado oligárquico que no es controlado por nadie: el Estado publicitario que recobra los impuestos indirectos en todos los consumidores, a la altura de ciento cuarenta y siete millones de francos. El Estado republicano existe para proporcionar algunos servicios fundamentales a los ciudadanos: el correo, la salud, los transportes públicos. ¿Qué servicios proporciona el Estado publicitario?
Se podría fácilmente imaginar todo lo que podría hacerse útilmente con el presupuesto extravagante del Estado publicitario: de miles de cunas, hospitales, escuelas, albergues públicos. Un principio de solución al problema del desempleo y la exclusión. Una ayuda sustancial al tercer mundo.
En el mismo número de «Le Monde», fechado el 21 de marzo, se descubre la información siguiente: el Banco Mundial, en un acceso de generosidad sin precedentes, decidió conceder a 80 de los países más pobres un préstamo de 110 millones de francos para cubrir en tres años. Todo una humanidad hambreada tiene el derecho a recibir, al menos en tres años, los gastos de publicidad solo de Francia en 1995.
¿Y qué hace el Estado publicitario, el «Leviatán-publicitario», con su presupuesto astronómico? Nos colma, nos inunda de su producción. Ocupa las calles, paredes, caminos, paisajes, aires y montañas. Invade las cajas del correo, alcobas, comedores. Se pone bajo los cortes de prensa, las películas, la televisión, la radio. Contamina el deporte, la canción, la política, las artes. Nos persigue, nos ataca, de la mañana hasta noche, del lunes al domingo, de enero a diciembre, de la cuna a la tumba, sin pausa, sin descanso, sin vacaciones, sin la paros, incesantemente.
¿Con qué meta? ¿A qué se debe esta actividad febril y omnipresente? ¿Cuál es ese proyecto faraónico que cuesta 147 millones de francos? ¿Cómo definir el inmenso objetivo perseguido con semejante tenacidad por los oligarcas del Estado publicitario?
Se trata, simplemente, de convencernos de la superioridad intrínseca del jabón A sobre el jabón B, del lavado de C sobre el lavado de D, de la mostaza E sobre la mostaza F, de la pasta dentífrica G sobre la pasta dentífrica H, del automóvil I sobre el automóvil J, y así de anuncio en anuncio, ad infinitum, ad nauseam.
Regocijémonos: France Pub (este nombre es en sí todo un programa) preve durante el año 1996 una nueva progresión de 3,5% de los gastos de publicidad.
Negra ingratitud
He aquí una noticia interesante: el resultado de una reciente investigación del instituto Gfk alemán sobre la actitud de los europeos frente a la publicidad. Parece que para la mayoría aplastante de los españoles (88,8%), de alemanes (83,6%) y de rusos (82,9%) hay, simplemente, demasiada publicidad. Lo mismo sucede, más o menos (el periódico no menciona números) la opinión de franceses, austriacos, belgas, polacos, suizos y suecos -en resumen, la mayoría de los europeos, con la excepción considerable de británicos. Peor: muchos de los europeos piensan que la publicidad no sirve para nada y una mayoría aplastante francesa (89%), belgas (87,8%), suecos, austriacos y españoles, estima que empuja a las personas a comprar productos de los que ellos no tienen necesidad.
Se trata, manifiestamente, de un error profundo. Como todos saben -o deben saber, en todo caso- la publicidad es un dispositivo esencial para el buen funcionamiento de nuestra economía del mercado. Ella es tan indispensable en nuestras sociedades de consumo como el aire que uno respira. Por otra parte, ella proporciona una información preciosa a los consumidores y les permite orientar, con conocimiento de causa, sus compras. Sin la ayuda airosamente ofrecida por la publicidad, ¿cómo podrían las personas escoger ellos en la infinidad de mercancías que los rodean? ¿Cómo sabrían qué marca de pasta dentífrica protege, por ejemplo, eficazmente contra la caries? Sin la publicidad, el individuo se condenaría simplemente a la ignorancia y a la perplejidad. ¿Por qué entonces esta pasmosa ingratitud, esta ingratitud caprichosa de europeos?
Otro sondeo, más reciente aún, nos muestra que 83% de franceses juzgan «molesta» los cortos de publicidad durante las películas u otras transmisiones. Ignoran, esos ingratos, que sólo gracias a las generosidad de la publicidad la totalidad de la cadena privada puede funcionar.
¿Cómo explicar tanta ingratitud, tanta mala voluntad, tanta ignorancia de la bondad indiscutible de la publicidad? ¿Por qué esta desconfianza, esta hostilidad sorda, este rechazo categórico hacia una actividad tan útil para el buen funcionamiento de toda la sociedad moderna? Misterios impenetrables de la opinión pública…
Estas cifras, que testifican un rechazo masivo y brutal, son fuente de preocupaciones. En la actualidad, esta mayoría aplastante contra la publicidad -alrededor del 80% de la población- permanece pasiva y desorganizada. No hace nada, no toma ninguna iniciativa, no participa en ninguna actividad acerca de esta cuestión. ¿Pero qué pasaría si una parte, incluso pequeño, de esta mayoría decidiera sostener actividades publifóbicas en los grupos conocidos por su resentimiento sistemático y obsesivo contra toda empresa de publicidad?
La acumulación de esta masa de negra ingratitud en el traspatio de nuestras sociedades es peligrosa. Es una masa inflamable que sería capaz, al contacto de una chispa, de explotar. La única esperanza es explicar pacientemente a las personas que ellos están equivocados, que una vida sin la publicidad sería inimaginable, y que ellos deben a la publicidad mucho de lo que hace bellas y modernas a nuestras ciudades y nuestras autopistas, dando la vitalidad bulliciosa de nuestros programas audiovisuales.
¿Por qué no más máscaras publicitarias?
Según un reciente artículo en la prensa, «los publicistas buscan invertir en nuevos espacios.» Por ejemplo, se preparan colgar algunos anuncios comerciales en un cohete espacial ruso, y para cubrir de una «película adhesiva impresa numéricamente» la fachada del hotel Georges V, e incluso la Torre Maine Montparnasse.
Todos eso es bien bonito, y probablemente contribuirá al embellecimiento comercial de la ciudad de París, pero uno tiene la impresión que a los publicistas les falta imaginación: ¿por qué ir a buscar en los espacios lejanos, cuando se tienen millones de metros cuadrados inexplorados, muy cerca de casa? Me refiero al inmenso espacio sin usar -desde el punto de vista de la publicidad- que representa la cara humana. ¿Imagine qué maravilla si las caras de millones de seres humanos -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, o los mismos niños, ¿por qué no?- que en lugar de permanecer, como ahora, vacíos y comercialmente inexpresivos, se cubrieran de anuncios y promociones?
El punto no es la necesidad, de inconmensurables y costosas «películas adhesivas impresas numéricamente». Las simples máscaras serían suficientes, máscaras publicitarias cada centímetro cuadrado se alquilaría a una o varias marcas ansiosas de informar al público de sus últimos productos. Estas máscaras cubrirían toda la superficie de la cara -excepto, por supuesto, cuatro aperturas: dos para los ojos, uno a la altura de la nariz para la respiración, y una última para la boca. Los portadores de las máscaras de publicidad serían generosamente retribuidos y sólo tendrían por obligación desplegar bien su aviso de publicidad facial durante el día. Por la tarde, en el momento de acostarse, podrían, depende de ellos, quitárselo.
Un contrato bueno y debidamente formalizado se firmaría entre la empresa de publicidad y cada portador individual de la máscara, y se especificarían los derechos y deberes de este último. Las empresas tendrían a su disposición un cuerpo de inspectores encargado de verificar si se llevan bien las máscaras durante dieciséis horas por día, y podrían sancionar con multas a los individuos deshonestos que no respetaran su contrato y intentaran desnudar su cara.
En un primer momento, puede preverse que sólo los desempleados, o los miserables, aceptarían llevar esas máscaras, pero con el tiempo, y el efecto de la moda, se puede empezar a soñar que toda una parte de la población sería seducida por la elegancia del proceso y por la oportunidad de ganar fácilmente algo. Además, se permitirá a cada uno esconder, detrás de las imágenes espléndidas y los esloganes publicitarios, sus arrugas o verrugas, sus defectos. Los rostros no pasarían por más estados de inquietud, de angustia, de tristeza, ya que serían siempre frescos y joviales, además de que desplegarían algunas noticias buenas permanentemente: el último tipo de pasta dentífrica, el último modelo de automóvil, etc.
Y sobre todo, gracias a este método simple y aprovechable, las empresas de publicidad pondrían fin con una situación absurda, con un gasto insano: una inmensa superficie, de millones y millones de caras, inempleados, abandonados, vacíos -en una palabra, inútiles.
Más que correr detrás de un cohete ruso, ¿acaso no es más práctico, comercialmente eficaz, y económicamente rentable, cubrir de máscaras publicitarias ese enorme espacio facial? La palabra está en los profesionales de la «comunicación».
Traducción: Andrés Lund Medina