Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968), psicólogo clínico de profesión, lleva muchos años elaborando textos breves en los que trata de atrapar esas ráfagas de sentimiento profundo y sabiduría que a veces nos sorprenden a los humanos en instantes privilegiados. Esta forma de escritura le sirve para expresar su visión del mundo y, deformación profesional tal vez, aportar claves que podrían equilibrar nuestra vida con la esencia misteriosa que la nutre. En su primer libro, El cazador de sombras, de 2020, García Fernández presentó una selección de estos fragmentos e incluyó también relatos cortos, y ahora en El fulgor del silencio, que acaba de editar Círculo Rojo, regresa con una nueva cosecha de textos concisos y ajustados, observaciones y reflexiones de un momento a la orilla de la vida que pasa. Eduardo es pintor además y los dos libros vienen con sendos cuadros suyos en la portada.
Fieles a esta brevedad, hay que decir que sin embargo en ocasiones las piezas se van hilvanando como entregas de un diario o versos de un poema. Asimismo, algunos escenarios, como la pandemia de covid-19, se convierten en motivo de reflexión recurrente, con sus extraños rituales y “gentes aprendiendo a sonreír con los ojos para eludir el aislamiento de las mascarillas”; igual ocurre con los ocios del confinamiento, que invitaban a la introspección. Las vacaciones estivales resultan propicias para visitar otras ciudades y escudriñar paisajes y gentes. Así en León presenciamos cómo surge la amistad con el cantautor abulense Juan Hedo, que actuaba en el hotel. Poco después, en Gijón el mar se estrena como un protagonista que reaparecerá a lo largo del libro: “Regresar al mar como quién vuelve al eterno origen. Oyendo sólo un lejano rumor que semeja ser de otro mundo.” Se visitan luego también lugares como la isla de Creta, Carrión de los Condes o Salamanca, ciudad cuya luminosidad se reconoce “directamente proporcional a su monumentalidad”.
Pronto nos percatamos de que un motivo esencial de El fulgor del silencio es la crítica de la mentalidad tecnológica que se ha impuesto en nuestro siglo XXI. Sobre esto las reflexiones son continuas: “Una vida donde todo parece solucionarse con una aplicación digital, o sea, la solución llega del exterior, no la buscamos en nosotros, ni asumimos nuestra parte de responsabilidad, contribuyendo así, aún más, a vivir infantilizados. Vamos, que frente al párate y piénsalo, la exhortación es: ‘venga ya, bájate la aplicación’.” Esta forma de vida auspicia la incomunicación y genera frustración: “Las personas siguen empecinadas en buscar fuera lo que en realidad tienen dentro. Este es el mayor desnorte.”
No se le escapa a nuestro psicólogo que paralelamente a esto, los mass media se han convertido en un escaparate hediondo de superficialidades, vanidades y estupideces, mientras que la vida política ha degenerado en un lodazal de insultos y mentiras. La contemplación de todo esto arranca frases contundentes: “Veo a los carneros en plena acción en la televisión, algunos todavía los llaman políticos.” “En esta primavera de elecciones escucho la verdad en el canto de los jilgueros”. De esta forma, el diagnóstico sobre la sociedad que hemos creado es concluyente: “Ciudades donde abundan los automóviles descapotables y los sin techo, donde las motos de gran cilindrada aúllan estrepitosamente, mientras los jóvenes licenciados trabajan por sueldos miserables con mochilas inestables en forma de cubo.” “Ciudades que huelen a corrupción desde alta mar”. “Ciudades llenas de pisos vacíos y de gente sin vivienda”. “Ciudades que son para sobrevivir”. Los fragmentos que se encadenan aquí tienen la lucidez y energía del Aullido de Allen Ginsberg.
La alternativa a este mundo en descomposición, que condena al desaliento, es clara: una comunión con la naturaleza sobre la que se vuelve continuamente y que se constituye en leitmotiv del libro. A veces el lenitivo que aporta la nueva perspectiva llega en ráfagas de gozo inefable, heraldo de otra mentalidad: “Presiento a mediados de enero el aliento de la primavera en la mirada que me devuelve una margarita solitaria. “Mientras en las ciudades encuentres gorriones, jamás te golpeará el vacío.” Pero es frecuente también que la visión naciente se desarrolle en textos de mayor extensión, poemas en prosa con descripciones de una naturaleza contemplada desde la calma y la receptividad. Escuchar esos ritmos ancestrales estimula una comunicación en que el tiempo parece disolverse. “El saber esperar también puede llegar a convertirse en un arte”.
Otra vía de salvación que nuestro cazador de sombras conoce bien es el recuerdo amoroso de los seres queridos que se fueron, como su padre: “Ahora mismo parece que está a mi lado. (…) En los momentos difíciles, siento el soplo de su antigua vitalidad, su forma de sacarle jugo a la vida que se manifiesta en mí.” “Me sigue conmoviendo ir al cementerio a pesar de que han pasado cinco años desde su fallecimiento. Delante de la tumba mantengo una conversación silenciosa con él y mis abuelos, oigo su voz diciendo mi nombre, el tono cariñoso y cercano me emociona, después silencio, solo un silencio blanco que se posa sobre mí; estoy unos veinte minutos en el cementerio y cuando salgo, una frase acude a mí: ‘Los muertos nos dan fuerza para continuar viviendo’.”
García Fernández cultiva el aforismo y logra concentrar sabiduría en textos mínimos, que ahondan en el misterio de lo cotidiano: “La vida es un constante viaje al hogar”. “Escribir es no sentirse huérfano jamás”. “En el silencio de las madrugadas se inician las grandes épicas cotidianas”. En estas reflexiones, el sentido del tiempo y sus ciclos es una obsesión constante: “Aprendemos a vivir mientras nuestras células se van muriendo. El tiempo nos hace y nos deshace.” “Saber imprimir ritmo a los días, así como el trompetista apura las notas.” En otros casos, el matrimonio de metáfora y humor propicia auténticas greguerías: “El buen humor es un estado de ánimo filosófico; parece susurrar a la naturaleza que no la tomamos tan en serio como ella a nosotros.” “Los cipreses de los cementerios están esplendorosos, ¿debido al nitrógenos de los muertos, o bien, a que atesoran las ilusiones perdidas de los mismos y sus secretos?”
Amante de la literatura, la música y el cine, Eduardo nos hace partícipes a lo largo del libro de la sabiduría que colecta en sus autores favoritos y de las impresiones que le producen las músicas más queridas, en las que junto a los clásicos vemos una predilección por los ritmos negros: “Amo tanto el soul, el jazz y el blues que he llegado a la conclusión que mi alma es negra con la intensidad de un brownie.” Le gusta también recordar diálogos memorables espigados en películas de una amplia variedad de géneros.
Con su miscelánea de textos breves y autoconsistentes, El fulgor del silencio es una buena muestra de un género que tiene sobre otros más premiosos, como relato, drama o ensayo, la ventaja de la agilidad, y la gentileza de jugárselo todo al albur de un momento, sin circunloquios. Estos libros que abrimos al azar y nos ofrecen su cosecha ya recolectada invitan a recorrerlos de cualquier modo y son inmunes al aburrimiento, el vicio más pernicioso de la literatura. Sin renunciar a la profundidad, se expresa en ellos la escritura más franca y espontánea.
Lo anterior no contradice que los géneros literarios no son compartimentos estancos, sino pródigos en vasos comunicantes, y con razón podemos afirmar que la colección de brevedades de El fulgor del silencio es varias cosas simultáneamente. Es el relato de una vida solitaria que se abre al esplendor de la naturaleza y al laberinto, no siempre gozoso pero insustituible, de las relaciones humanas, y es un ensayo también sobre los vicios de la era postmoderna y la búsqueda del buen vivir. Hay que decir además que la sensibilidad a flor de piel de los textos, bien modulada con la música de las palabras, hace que el libro tenga mucho de poemario:
“Mientras el negro azabache del vencejo surque el cielo de julio, qué importa que los grafitis inunden la ciudad.
Mientras el canto del mirlo al atardecer se adentra en los rincones del parque, qué importancia tiene el ruido de la moto.
Mientras las margaritas crecen con su inocencia y el amarillo robado al sol, qué importa el índice Dow Jones.
Mientras las infinitas variedades de verdes te sigan maravillando con su poder, qué importa la moda de esta temporada primavera-verano.
Pero llegará un día, en que ni el vencejo, ni el mirlo, las margaritas o la infinita variedad de verdes serán suficientes para que los grafitis valorados por el índice Dow Jones circulen a la velocidad de una moto en plena moda de temporada primavera-verano.”
Blog del autor: http://www.jesusaller.com/. En él puede descargarse ya su último poemario: Los libros muertos.
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