En su tiempo escribí un elogio de la honestidad intelectual. Hoy quisiera escribir un elogio de la pasión en nuestras democracias-mercado. Podrían juntar los dos elogios en uno y considerar ambos escritos como un elogio de la honestidad apasionada. He dudado muchas veces, y no sin sana intención, de aquel imperativo epistemológico que algunos sociólogos […]
En su tiempo escribí un elogio de la honestidad intelectual. Hoy quisiera escribir un elogio de la pasión en nuestras democracias-mercado. Podrían juntar los dos elogios en uno y considerar ambos escritos como un elogio de la honestidad apasionada.
He dudado muchas veces, y no sin sana intención, de aquel imperativo epistemológico que algunos sociólogos consideran tan sagrado como el mito de la Santa trinidad. Es el epistemológico mito del des-apasionamiento en el análisis social. Ser un analista des-apasionado es posible para aquellos cuyo pensar no tiene ni quiere buscar relación alguna con su hacer o su qué-hacer cotidiano. También, como no, con sus pre-ocupaciones. Matiz necesario: los qué-haceres no son lo mismo que las pre-ocupaciones, el qué-hacer se nos presenta como una necesidad pragmática, útil, digámoslo así. Sin embargo, las pre-ocupaciones necesitan un espacio de reflexión, de anticipación del «como» nos vamos a ocupar de nuestros qué-haceres. La vida está ahí : nos impone el tomar decisiones, y si bien los estupefacientes pueden apaciguar la lógica ansiedad e incomodidad, angustia e incertidumbre, que nos causan, tarde o temprano, el tener-que-actuar se impone. Incluso el no querer hacerlo es un pre-ocuparse de como evadirse de aquella acción que se nos presenta como necesaria. El tener-que-actuar, tanto como el no querer hacerlo, se aposentan sobre el fermento de una conciencia inquieta, que dialoga en conflicto con la voluntad.
Poco originales son, la verdad, estas reflexiones que plasmo, y quien las lea encontrará un eco más o menos cercano a Ortega y Gasset. A mí el señor Ortega me sienta muy bien al estómago, a la cabeza y al corazoncito; cuando lo leo tengo la sensación de que no sólo estoy pensando, sino también comiendo y sintiendo. Es una experiencia filo-fisiológica agradable, como hacer el amor con placentera calma o escuchar a Norah Jones. Con el nacionalismo cultural, lingüístico, antropológico y literario me suele ocurrir lo contrario. Pienso mal, no sé por donde piso, siento más ansiedad de la necesaria, la comida me repite… y para más Inri, empiezo a sentirme demasiado importante y diferente. Y eso me asusta, sí.
Cuando los sociólogos utilizamos palabras como libertad, igualdad, justicia, respeto, equidad, ecología, política, ciencia… y un largo, larguísimo etcétera que no quiero ensanchar por falta de tiempo y espacio, utilizamos también conceptos en los que proyectamos no poco de nuestra personal sensibilidad moral y ética, en la que se hace más o menos visible nuestra concepción del mundo. Me temo que no creo en absoluto en éticas in-sensibles o morales asépticas, y aún menos creo en éticas rotundamente a-políticas, si por política entendemos algo más serio que lo que se entiende en la farándula política realmente existente y que tanto aburrimiento y desazón me provoca. Tener sensibilidad ética y moral es no poder afrontar la reflexión y el análisis de las situaciones de hecho (que en unas ciencias tan escurridizas, de lógica borrosa, por así decirlo, como las ciencias sociales, son siempre multi-causales, inciertas, provocadas por el mismo qué-hacer humano y, además, contingentes, como todo proceso social) sin plantearse, a posteriori, el dilema ético o moral intrínseco en las mismas.
Sigue siendo de ayuda aquella máxima filosófica que algunos sociólogos de cámara considerarían inútil por el mero hecho de ser filosófica, y por lo tanto, no tan útil como su sociología-mercado: «Nadie tiene más posibilidades de caer en un engaño que aquel para quien la verdad se acomoda a sus deseos». Yo añadiría a esto que, quizás, en una sociedad tan obsesionada con la tabla salvífica de su tecno-ciencia, no nos vendría mal a todos, si no queremos volvernos locos algún día, el no confundir la verdad con nuestros deseos… pero atrevernos a descubrir la verdad de nuestro deseo. Pero este es otro tema y lo dejo aquí en suspenso.
Lo que me interesa recalcar es que los sociólogos también tienen ojos -observación-, corazón -sensibilidad, intuición- y cabeza -cognición-; si a este hecho le sumamos el que somos animales que recuerdan -memoria-, que viven, que necesariamente tienen que vivir -existencia- y que están sometidos a intereses y deseos -voluntad- que, no sólo son estrictamente privados, sino también públicos, pues eso : el imperativo epistemológico del des-apasionamiento en el análisis social es poco menos que un chiste. Una cosa es la veracidad y la ecuanimidad en el análisis, y otra, muy diferente, el pretender creer que de ese ejercicio de ecuanimidad y veracidad analítica no se deberían concluir determinados posicionamientos éticos o morales. Creo que, en mi caso, ese afán analítico que tantos amigos me ha hecho perder en vida sale de la honda necesidad de tener un comportamiento ético, moral, salido de la reflexión autónoma y sin intermediarios institucionales de ningún tipo
Por si fuera poco, además de observar, intuir, pensar, recordar y querer, desear. Ojos, corazón, cabeza, memoria y voluntad. Además de estas capacidades, digo, está la imposibilidad de desarrollarnos como individuos sin entrar en relación con los demás. Esto es precisamente lo que siempre ha motivado no poca de mi escritura, el desgarro individual que provoca la total falta de vínculos colectivos, de comunicación, de comunidad; una especie de obsesión -yo creo que sana- y perplejidad latente de la que nunca he podido liberarme del todo. Porque sí, necesitamos la relación con el «otro», ¿pero por qué nos comunicamos tan pobremente con él?, ¿por qué nos asusta el contacto con lo o el desconocido?, ¿y porqué nuestras relaciones, ya no sólo cotidianas, sino también políticas, sociales, comunitarias, son tan precarias y conflictivas? Esta sensación de impotencia y absurdo existencial me ha acompañado incluso desde adolescente. El enigma del hombre, del comportamiento del hombre con el hombre, con su entorno y con los demás seres.
Sin ánimo alguno de exagerar, fue precisamente la indignación ética y moral y la perplejidad lo que me llevo a la sociología, puesto que no me convencían en absoluto las cómodas explicaciones esencialistas a estas preguntas. Ya saben : «El hombre ES malo»… o eso forma parte de «nuestra naturaleza», o «siempre ha sido así». Lo que yo buscaba en la sociología era explicaciones racionales, que no racionalistas, a cierto tipo de interrogantes sobre la condición humana; interrogantes que, si bien no pueden ser resueltos con el bastón de la lógica, sí pueden ser comprendidos, entendidos. Dicho de otro modo: reflexionar sobre la brutalidad, el odio, el afán de poder, la violencia… etc; reflexionar sobre esa parte «oscura» del hombre, es, para mí, hacer reflexión social y existencial al mismo tiempo, pero una reflexión desgajada del autismo del sujeto que sólo contempla con narcisismo su propio drama.
Buscar las causas inmanentes del comportamiento humano, en el plano colectivo, es pasar a un plano más racional, más analítico. Dicho de otro modo : a aquella máxima Orteguiana, «no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa», que asume la alienación colectiva como algo que entra dentro de la misma dinámica de la historia, del vivir, hay que contestarle : Sí, quizás no sabemos lo que nos pasa ahora, pero podemos comprender, desde luego, «lo que pasa», y así, poder entender mejor lo que nos pasa. A día de hoy, por cierto, tengo que decir que el haber reflexionado hondamente sobre estos temas me ha llevado precisamente a la ineludible cuestión del poder y sus destructores efectos en las relaciones humanas, no sólo políticas, colectivas, sino también cotidianas. Es un sentimiento contradictorio pero -yo creo- muy productivo; lo que me desagrada existencialmente me motiva intelectualmente e incluso dispara mi imaginación literaria, a pesar de que vuelva al hogar del propio «yo» con más dudas que certezas y la atávica pregunta del quien soy me siga pareciendo muy necesario afrontarla, pero imposible, realmente imposible resolverla en esquemas simples. Creo que puedo afirmar tajantemente que mi profunda aversión al nacionalismo sale precisamente de esa desazón e incredulidad que me provocan sus respuestas a los delicadísimos interrogantes individuales del quien soy. No he descubierto más que medias-verdades, mentiras, ingenuidad analítica y profunda insensibilidad y desconocimiento de la compleja condición humana
Decía Jorge Wagensberg en sus aforismos que las ciencias sociales estaban, sin duda, más cargadas de ideología que las ciencias naturales. Intuí cierto tono despectivo en esta conclusión, y aún no deja de sorprenderme como esa concepción de las ciencias «duras» como ciencias libres de todo residuo ideológico sigue siendo tan acrítica como el congénito pesimismo de los que se quejan de la excesiva contaminación ideológica en las ciencias sociales : las armas químicas, los sofisticadísimos carros de combate de nuestros estados, nuestros cada vez más precisos misiles tierra-aire, las técnicas cada vez más avanzadas de control social -el satélite construido hace no mucho en el sur de la península para la vigilancia y localización de los flujos migratorios es uno de tantos ejemplos-, la manipulación genética de los alimentos, las nanotecnologías… y un largo, largo etcétera. Todas estas actividades humanas, digo, ¿de verdad pueden hacernos creer en el cuento chino del supuesto des-apasionamiento de las ciencias naturales?. Mientras en Ginebra buscan la corroboración empírica de una hipótesis, la existencia de la «partícula Dios» -ya saben, el famoso Bosson de Higgs-, en el qué-hacer social, en la práctica real, la colaboración colectiva entre Estados, capital mixto y comunidad científica de turno, en lo que se refiere a la financiación y elaboración de armamento cada vez más complejo y sofisticado, creo que debería guardarnos muy mucho a los llamados científicos sociales de nuestro congénito pesimismo y hasta de nuestra insana esquizofrenia y complejo de inferioridad con respecto a las «ciencias duras» y sus muy «des-apasionados» métodos.
He sorprendido a no pocos científicos sociales, físicos o biólogos justificando con frialdad y des-apasionamiento la «lógica» mecánica que subyace en nuestra histórica incapacidad para acabar con las guerras. Me refiero a la paz perpetua, no a la mera pacificación circunstancial para reactivar en el futuro la llamada «economía de guerra en tiempos de paz». Naturalizar comportamientos sociales o incluso tirar de funcionalismo sociológico en el análisis sobre fenómenos como la guerra que, desde luego, tienen muy poco de brote espontáneo y sí mucho de preparación y desarrollo autoconsciente, con la participación y la responsabilidad colectiva de políticos, científicos y empresarios, no es, desde luego, un des-apasionamiento científico muy recomendable. El naturalismo y el funcionalismo pueden llegar a ser, en no pocas ocasiones, bálsamos y opiáceos para evitar reflexionar en ese lugar, en ese espacio de incertidumbre y de punzante ambigüedad que atañe al comportamiento humano, a sus acciones, a su qué-hacer diario y cotidiano, a su qué-hacer político… y sí, también, a su qué-hacer científico, en el plano teórico y en el práctico, pues en sociedad, toda ciencia es también ciencia aplicada, tekné, y pretender creer a estas alturas en el venerable cuento chino de la neutralidad de la ciencia es, sin ningún género de duda, QUERER OBTURAR, e insisto, QUERER OBTURAR el debate ético-político, público, colectivo, sobre la motivación y el interés concreto que los agentes económicos privados, con ayuda de una no menos «impersonal» y muy neutral (sic) gestión pública por parte de las administraciones del Estado… imprimen a los nada neutrales procesos de desarrollo tecno-científico aplicado al I-D militar en nuestras democracias-mercado.
Desde luego que la ley de la gravedad es la ley de la gravedad, independientemente de la participación o no participación voluntaria del físico de turno en el desarrollo del I-D militar, pero pretender naturalizar o despachar con insoportable indolencia funcional las potenciales consecuencias sociales, ecológicas y humanas, en definitiva, de la persistente plaga de militarización y belicismo que se expande sin freno en los circuitos de la economía-mundo, tanto en el Norte, en el Sur, en Occidente como en Oriente, pretender naturalizar esto, digo, debe exigir de nosotros, de la sociedad civil gallega, española, Europea y mundial, una respuesta INTRANSIGENTE Y APASIONADAMENTE MORAL. Y si hace falta, incluso maleducada y provocadora, pero no violenta.
Llega un momento en el que uno se da cuenta de las reglas de juego epistemológico marcadas por la comunidad científica realmente existente de turno, así como su concepción de lo que «es» o «debiera ser» el qué-hacer científico en la ciencia de turno. Se da cuenta uno también, con el tiempo, de los límites a la libertad humana que imponen las reglas marcadas por el sistema político realmente existente. Se da cuenta de las insalvables contradicciones entre jurídico-formales declaraciones de principios y realidades sociales concretas. Al final, estas certezas concatenadas sólo pueden exigir de nosotros el más justificado y necesario de los ejercicios : el de la pasión razonadora y razonada. Yo les invito a ustedes, si ustedes quieren, y pueden, a recuperar urgentemente la imaginación y el des-apasionamiento sociológico para entender este mundo. Como sociólogo, periodista, escritor… me ha resultado imposible creer en sociologías desapasionadas, me ha resultado un suicidio el querer caminar sin ayuda de la reflexión filosófica, así como sin el aporte de las diversas ciencias en general, y me ha resultado una barbaridad el prescindir de la reflexión histórica sobre las circunstancias o contextos económicos y culturales que han llevado a sociólogos y filósofos a pensar este mundo. Por esto, precisamente por esto, creo que el pensamiento social, si quiere tener credibilidad alguna, debe estar en constante revisión y cuestionamiento. Sin esta concepción dinámica del pensar y el hacer del hombre, las ciencias sociales corren el peligro de convertirse en mera cháchara logocéntrica desvinculada por completo de la vida real. Esperemos que no. Creo también, honestamente, que tampoco siento gran pasión por el periodismo desapasionado, y además, reivindico el derecho a huir como de la peste de las gélidas aguas del desapasionamiento categórico para refugiarme de vez en cuando en el apasionamiento poético y en la creación literaria.
A las generaciones que están por venir, en Galicia, España, Europa y resto del mundo, sociólogos, filósofos, artistas, periodistas, políticos y escritores, les aconsejo lo siguiente. Les aconsejo aquello que Susan Sontag decía del escritor: «Al escritor debe interesarle, sencillamente, todo». Bien, ídem para para filósofos, artistas, políticos, sociólogos, periodistas… etc : vienen malos tiempos para la libertad de pensamiento, expresión y conciencia, observen cara a cara los continuos rebrotes de racismo y el auge de la extrema-derecha en Europa. A las nuevas generaciones, les pido, por favor : pensad y observad con el corazón, actuad con la ética como muleta, amad la libertad y la dignididad del otro como amáis la vuestra; partiendo de aquí, podremos empezar a hacer buena ciencia, buena filosofía, buena poesía, buena literatura, y quien sabe, quizás hasta buena política podamos hacer algún día.