Todos los italianos, de derechas o de izquierdas, reconocen por igual el gran logro de Mussolini: la puntualidad de los trenes en Italia. Y Adolf Eichmann, el gestor nazi de las deportaciones a los lager, siempre se vanaglorió de que sus trenes cargados de judíos eran los más puntuales del Tercer Reich. Pues bien, hace […]
Todos los italianos, de derechas o de izquierdas, reconocen por igual el gran logro de Mussolini: la puntualidad de los trenes en Italia. Y Adolf Eichmann, el gestor nazi de las deportaciones a los lager, siempre se vanaglorió de que sus trenes cargados de judíos eran los más puntuales del Tercer Reich.
Pues bien, hace unos días leía una noticia en torno a las medidas de las compañías ferroviarias en España para reducir los a veces inevitables retrasos que se producen durante los recorridos. El esfuerzo por la puntualidad es un esfuerzo por eliminar o al menos reducir la «contingencia», por combatir desde la razón contable todos los factores inesperados que no se someten a ella: el esfuerzo, por tanto, para lograr que los ferrocarriles se desplacen en un espacio vacío, sin resistencias, casi sin atmósfera o al menos sin naturaleza. Ferrocarrils, la empresa de la Generalitat de Catalunya, se muestra muy orgullosa de su gestión, pues registra una puntualidad del 99,59%. Al azar o al error no le dejan ya, por tanto, sino un estrechísimo margen del 0,41%, contra el que, en todo caso, la dirección de la compañía ha decidido intervenir con energía.
¿Cuáles son las contingencias que se ocultan bajo este mínimo porcentaje estadístico del 0,41%? Entre otros, el suicidio. En los últimos cinco años, en efecto, 20 personas han decidido poner fin a su vida utilizando a este propósito las vías de los ferrocarriles catalanes. Naturalmente la voluntad de los suicidas no es la de provocar retrasos y naturalmente Ferrocarrils no puede -o no puede todavía- impedir este uso irregular, abusivo y gratuito de sus servicios, ni reclamar ninguna indemnización a los infractores. Pero puede acelerar los trámites administrativos, hasta ahora lentos y exigentes, para retirar los cadáveres y abreviar los tiempos de espera y, en consecuencia, la extensión del incumplimiento horario. Con este objetivo, el presidente de Ferrocarrils acaba de alcanzar un acuerdo con el gobierno de Catalunya y el Tribunal Superior de Justicia para que la policía local pueda retirar el obstáculo sin necesidad de una autorización judicial: de esta manera, los 40 minutos de media que hasta ahora requería la operación se verán reducidos a poquísimos minutos, como el cambio de ruedas en el box de un circuito de Fórmula-1. «Nosotros nos tenemos que preocupar de los vivos», ha declarado tajante y responsable Puig y Ticó, el presidente de la empresa.
RENFE, la compañía estatal, celosa de su homóloga catalana, está tratando de alcanzar un acuerdo semejante a nivel nacional. En toda España, el número de atropellos en los últimos cinco años se eleva a 264, con un balance de 214 muertos y 50 heridos. El caso de RENFE es además particularmente trágico, pues la operación de levantamiento de los cadáveres en sus líneas consume más de 2 horas de media, con el consiguiente perjuicio económico y de prestigio para la empresa. La búsqueda responsable de la máxima puntualidad exige, por tanto, una lucha permanente, si no contra los suicidas, sí contra sus cadáveres, concebidos como puros obstáculos en un espacio que debería estar vacío. Hasta ahora los jueces, «poco sensibles» (según la lógica empresarial), se empeñaban en considerar estos cuerpos diferentes de las piedras o los perros; a partir de estos acuerdos, ninguna consideración filosófica podrá introducir distinciones que entorpezcan o retrasen la normal marcha de los trenes hacia su destino final.
Así concebida, como puro cálculo contable en un espacio vacío, la puntualidad adquiere, sí, una dimensión muy mussoliniana. Por un lado, la pretensión fáustica de que es posible administrar la «contingencia», condición misma de la actividad racional, se convierte en lo que los griegos llamaban hybris (el exceso sacrílego mediante el cual un hombre se mide con los dioses) cuando se propone reducir a cero la intervención contaminante del azar en un mundo que, no lo olvidemos, es él mismo fruto del azar. Pero al mismo tiempo, esta pretensión sacrílega de eliminar toda contingencia obliga precisamente a considerar la humanidad misma como una pura contingencia cuya potencial impuntualidad, siempre imprevisible, habría que vigilar y reprimir. No es verdad que la compañía ferroviaria «tenga que preocuparse sólo de los vivos»; si se preocupara de verdad de los vivos, se preocuparía de los padres, los novios o los hermanos del suicida. Lo que a Ferrocarrils le preocupa son los clientes, y el hecho de que esos clientes estén vivos y además viajen en el tren es un dato tan irrelevante para la gestión empresarial como el dolor que lleva al suicida a arrojarse al paso de una locomotora. Cuando la puntualidad acaba por convertirse en una lucha abstracta contra el tiempo -que pretende robarnos dinero-, tan indiferente es lo que transporten los trenes (pasajeros, ganado o judíos) como indiferente es lo que obstaculice su camino: se trate de lo que se trate, hay que retirarlo de la vía.
A una compañía ferroviaria hay que exigirle puntualidad y los ciudadanos deben poder reclamar además en caso de demora. Pero cuando una compañía ferroviaria considera que su misión no es satisfacer las necesidades humanas de desplazamiento en el espacio sino la de «luchar contra la contingencia» y vencer al tiempo con todos sus obstáculos, incluidos esos coágulos vivos que llamamos cuerpos, esa compañía ferroviaria, en su impulso y espíritu, se distingue muy poco de una ideología totalitaria. El capitalismo es una ideología totalitaria. Como Jerjes, como Che-Huan-Ti, como Hitler, pasa por encima de todo aquello -montañas, dioses, hombres- que no sirve de manera directa al despliegue de su plan imperial.
Tenemos necesidad de que los trenes lleguen puntuales. Pero tenemos mucha más necesidad de que los trenes no se muevan en un espacio vacío; de que todos las instituciones -incluso las que implican una mayor inversión de cálculo contable o de racionalidad tecnológica- reconozcan la existencia y precedencia de un mundo impuntual en el que la contingencia es inevitable y no siempre es un mal. Me he pasado todo el año -como todos los años- esperando el florecimiento de las jacarandás; este año ha llegado con retraso y mi impaciencia, que no ha dejado de hervir en todas direcciones, se ha visto recompensada de pronto por una sorpresa morada y frondosa. Hay tres cosas que seguirán siendo siempre impuntuales: las flores, los enamorados y la muerte. Un tren que pase por encima de esas tres cosas es un tren que no sólo no debemos tomar sino que debemos a toda costa hacer descarrilar.
Que habrá que descarrilar, como dice Silvio, «por un manotazo del pueblo» para que «un hombre se vea con una mujer».