Los hospitales de todo el planeta colapsan ante la cantidad de pacientes, los cadáveres se amontonan, pero nos cuentan que el coronavirus no existe, que se trata de una operación de control social. Una multitud de adultos con disfraces ultramontanos irrumpe en el Capitolio norteamericano, pero no se trata de un intento de golpe de Estado, sino de una legítima gesta para salvar a América. Una joven futbolista es besada sin consentimiento por el presidente de la Federación del Fútbol, pero se trata de un acto de cariño, no de un imperdonable atropello. Finalmente, el hombre más rico del mundo, vendido como genio de las finanzas y de las tecnologías de frontera, cierra su discurso con un apasionado «saludo a la victoria»[1], pero nos cuentan que solo estaba emulando a los romanos, para ofrecer su corazón a la multitud.
La desfachatez con la que los operadores mediáticos de la nueva derecha sustituyen la realidad por «hechos alternativos», revela como las dinámicas del totalitarismo crecen en el mismo corazón de Occidente. En 1984 —novela explotada hasta el cansancio por el anticomunismo—, la prueba definitiva de lealtad al Gran Hermano consistía en negar la evidencia de los sentidos, para afirmar la verdad del partido. En el caso del pintoresco saludo de Elon Musk, las justificaciones de muchos medios rozan lo ridículo, desde el momento en que pasan por alto que la referencia a los romanos no lo exculpa: fue inspirado en los fascios romanos, aquellos haces de varas atadas que simbolizaban la autoridad, que Mussolini inventó el fascismo. En cuanto a la coartada del corazón, se trata de un recurso risible; deben perdonarnos si nos parece que el gesto del magnate no tiene nada que ver con Fito Paez y sí mucho con la imaginería de «la sangre y la tierra». Más encaminada parece estar la idea de algunos, que han planteado que se trata del saludo Bellamy: en ese caso Musk no sería nazi, solo excepcionalista y supremacista blanco.
¿Qué decir de la extravagante toma de posesión? Seguramente muchos estadounidenses suspiran por los viejos buenos tiempos de Reagan, Clinton o incluso de Obama, cuando los símbolos del poder norteamericano eran recortados sobre el fondo de la tradición, pero no les queda más remedio que aceptar el cambio de guion. Se confirma, en esta segunda parte de Trump, que no tendremos una obra clásica de cine bélico, sino una serie de streaming, distópica, hilarante, exagerada. El rasgo fundamental de la toma de posesión fue el desparpajo: megamillonarios mostrando sin recato la privatización del poder público, políticos de ambos partidos haciendo gala de desbordante hipocresía, personajes invitados desde todos los rincones de la extrema derecha. La realidad supera a la ficción, y nos ha servido un pastiche de The Plot Against America, The Boys y Succession. Puede llegar a ser un espectáculo entretenido, por lo bizarro, pero no se puede perder de vista que se trata también de una deriva peligrosa.
De outsider a emperador
Cuando Trump llegó por primera vez a la presidencia de los EE.UU. era un outsider, con poco apoyo entre los republicanos. En cambio, ahora reina casi en solitario sobre el Grand Old Party. En aquellos años, las grandes figuras de Silicon Valley competían por ser políticamente correctas. Ahora, muchos de ellos toman el partido de un libertarismo ecléctico, que se desliza hacia imágenes de despotismo tecnocrático, en el cuál quienes toman decisiones lo hacen sobre la base de predicciones de algoritmos y habilidades técnicas, en lugar de basarse en principios democráticos o representativos.
Debemos recordar, a riesgo de repetir lo obvio, que estas personas concentran en sus manos una inmensa cantidad de poder, no solo financiero —sus empresas ocupan los primeros puestos en valor a nivel internacional— sino también sobre las herramientas de control de la opinión pública. Una parte importante de la humanidad ha puesto buenamente sus datos más íntimos a disposición del algoritmo, sin demasiada preocupación por lo que los nuevos jerarcas pueden hacer con ellos. Ya estamos viendo que se repite el viejo patrón: la concentración del poder despierta sueños de más poder.
En cierto nivel, el saludo de Musk no pasa de ser una payasada, como también lo es su injerencia intempestiva en la política europea, en beneficio de la extrema derecha. La imaginación de estos personajes no va en dirección a una sociedad fuertemente estatizada, parecida a la del Tercer Reich. Quizás algunas mentes evangélicas o de masculinidad particularmente frágil quisieran llevarnos a escenarios como los de El cuento de la criada, pero en realidad se trata de otro discurso más para contribuir a la toxicidad de la batalla cultural.
Vivimos en un mundo postfordista, en el que los delirios de la nueva derecha prosperan sobre el fondo de gruesa banalidad en el que décadas de consumismo, posmodernidad y nihilismo han sumido a las sociedades. Su primera estación es ante todo sumirnos en el mundo de un machismo agresivo, sociopático, reactivo contra las mujeres emancipadas, las diversidades, los inmigrantes, y todo aquello que no sea un hombre —idealmente blanco— que reivindique el rol de proveedor, y compita por el triunfo sin ningún reparo ético.
Se trata, por tanto, de una posición que vive del resentimiento, que quiere volver a poner en la cima, ya no a la raza aria, pero sí algo parecido, al ganador o aspirante a ganador —llama la atención como esta posición puede ser asumida también por mujeres, gays, latinos o hindúes—, a aquel que se reconcilia y se identifica con la dinámica darwinista del capitalismo, el principio de la supervivencia del más fuerte.
Pero si es importante no caer en un alarmismo extemporáneo, que nos lleve a sobredimensionar las cosas, esperando que en cualquier momento quemen el Reichstag, no debemos tampoco subestimar el peligro. Estos sujetos no buscan subordinar a las sociedades en los términos disciplinarios del siglo XX, porque no lo necesitan. El Gran Hermano vive ahora en cada terminal del inmenso aparato de conexión digital a nivel global. Por otro lado, la llamada guerra cultural no es un juego. Personajes estrafalarios como Santiago Abascal, Javier Milei, Marine Le Pen o la flamante candidata de AfD juegan un papel de avanzada, en una estrategia que apunta a tirar abajo los consensos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, establecidos en los términos de la socialdemocracia. Van contra lo que queda del Estado social de derecho, contra los avances en derechos de las minorías sociales, y en última instancia, contra la conjunción de liberalismo y democracia, con perjuicio para el segundo término de la ecuación. Una aventura que se sabe como empieza, pero no como termina.
Finalmente, acercándonos a lo que nos concierne, vale la pena recordar que el común denominador de estos personajes es el anticomunismo. Un hilo de acero conecta el visceral odio contra los gobiernos de signo comunista o de izquierda, como los de Cuba y Venezuela, y las expresiones de tribalismo occidentalista en defensa de Israel y Ucrania, con la esperable victoria de opciones de extrema derecha. Son distintas expresiones en las que late con diferentes intensidades el mismo etnocentrismo, en última instancia colonial. No todo lo que se opone a Occidente es bueno, ni todo lo que brilla es oro, pero lo mismo vale en dirección contraria. En esta historia, no puede olvidarse el triste papel de buena parte de la socialdemocracia y otras opciones de centroizquierda, que han descansado con demasiada comodidad en la idea del mundo libre, desde los tiempos de la Guerra Fría; comprando los marcos de la derecha, participando en las cruzadas occidentalistas, compartiendo con frecuencia trinchera contra los gobiernos de izquierda, han terminado favoreciendo el ascenso de la extrema derecha.
La crisis de la izquierda política, que en gran medida no se recupera todavía de las consecuencias de la caída del Muro de Berlín, está entre las causas de la situación actual. Entre las dificultades para la reconstrucción de un frente realmente progresista y revolucionario se encuentran, sin duda, los liderazgos estancados o corrompidos, aferrados muchas veces a dogmas de un mundo que ya no existe, y que desgraciadamente son comunes en el campo que se reivindica como radical; pero también es responsable otra parte de la izquierda que quisiera pacificar la historia, y se conforma con darle un tinte progre al orden establecido.
No sirven los relojes parados en la década de los treinta del siglo pasado, pero tampoco los parados en la década de los ochenta. Contra el nuevo fascismo, se necesita organización, constancia y sobre todo mucha lucidez. Se necesitan el equilibrio y la radicalidad que se derivan de una buena estrategia política —que permita saltar sobre los abismos entre las posiciones, cuando estas no son irreconciliables—. La falta de todo ello, las desviaciones, los acomodamientos y los retrocesos, han configurado el escenario actual, en el que un puñado de aspirantes al poder absoluto avanzas sus agendas, con el aplauso de pueblos abandonados a sus peores sentimientos.
La historia no pierde oportunidad para recordar sus enseñanzas. La política, como la naturaleza, odia el vacío: o se avanza o se retrocede. Ante la falta de resistencia, los que ya tenían todo el dinero con el que se puede soñar, los que ya eran la mano que mecía la cuna, ahora aspiran a ponerse ellos mismos la corona de laurel. Son tan humanos como el primer homo sapiens que le arrebató sus bienes a otro, o como el primero que se proclamó rey. Solo que ahora su campo de batalla no es la superficie de la tierra, sino el interior de nuestras mentes. Los «capitanes de industria» ya no se contentan con la oscuridad de un Rockefeller o de un Ford. Quieren llegar a Marte, ser inmortales y por el camino sustituirnos por robots, y hasta convertirnos en robots o en algo peor. Está en nuestras manos si se lo permitimos.
Nota:
[1] «Saludo a la victoria» es la traducción de Sieg Heil, el saludo tradicional nazi.
Fuente: https://jovencuba.com/elon-musk-derecha/
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