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En busca del abrazo perdido

Fuentes: Revista Debate

La democratización de los abrazos que hoy se usan para toda ocasión: despedirse al pie de correos impersonales o demorarse en los saludos y rematar con condescendientes palmadas, ha dejado en suspenso toda una retórica del abrazo que hablaba en silencio de pasiones, dramones familiares, gestas patrias.

Preguntarse qué fue del carnet de baile y de la tarjeta de visita, del bastonero o de la nodriza puede ser hoy una tarea no menor: cualquier académico la abordaría hasta sacarle jugo político. El rostro, el pecho, los pies, el beso y hasta las lágrimas han merecido eruditas historias culturales. Pero… ¿y el abrazo? Qué fue de él, más allá del mítico Yatasto y de las películas nacionales en las que una madre, generalmente con el rostro de Amalia Sánchez Ariño, abrazaba para dar su perdón a un hijo que había fingido durante cinco años estudiar Medicina cuando en realidad se gastaba el dinero familiar en el Marabú.

Hoy cualquier agente de prensa desconocido, cualquier compañía que manda mensajes a cientos de personas a través de una lista de mailing, cualquier político que atiende por teléfono a un pasante apurado, se atreve a despedirse con «un abrazo». También es un misterio por qué en otra época lo hacían con «un beso». Para el psicoanalista Germán García, la sustitución en la despedida social del beso por el abrazo es signo de la aparición de una retórica fraterna luego del 2001 y su calor de asambleas y  acercamientos entre clases. La difusión del abrazo ha exigido un plus que lo vuelva menos anónimo para que conserve algo de «éste es especial para vos, hermano»: luego de abrazarnos cualquiera nos da una ligera sobadita en la espalda de arriba abajo y de abajo arriba. Yo suelo sacármela de encima con una brusquedad que antaño se atribuía al «chúcaro». Es un gesto ambiguo que recuerda al que se aplica al lomo de un perro, a la espalda de un anciano o a un indigente: exuda condescendencia.

El beso, antes de haber sido reemplazado por el abrazo, había perdido su carga erótica, su nombre social lo dice todo: piquito, nada que ver con los besos franceses que se extendían hasta la glotis y dejaban un hilito de saliva en el medio cuando los labios se alejaban entre jadeos en el escenario de un sillón incómodo y que hoy perduran en cualquier parte con o sin público.

Hoy el abrazo y el beso, tan sagrados e inmutables, al menos en su importancia dentro de nuestra antropología sentimental, sirven hasta para despachar a la expulsada de un reality show, y las que abrazan y besan son las mismas víboras que la votaron para tirarla de la balsa.

Para Roland Barthes, el abrazo como abolición del deseo aun entre amantes, como un incesto prorrogado donde todo se deja en suspenso -el tiempo, la ley, la prohibición- es el retorno a la madre. ¿Por qué asociamos el abrazo a una inocencia que el beso nunca tuvo?  Mientras el rostro puede dejar transmutar tras una máscara de inocencia, la intención erótica a través del triángulo formado por un par de ojos adonde el deseo creerá leer el deseo y por unos labios que aun apretados y con las comisuras bajas bien podrían ser el efecto buscado de negar para tentar, en el abrazo, los cuerpos parecen querer hundirse el uno en el otro hasta atravesarse en un más allá de la carne, como deshaciéndola para sustraerla de su intención sexual.

En el genero chico del abrazo está el del reencuentro luego de una separación, de una pelea a muerte que el tiempo ha difuminado junto con su proyección obsesionante de instantes dichosos y anteriores a la batalla, género que Hollywood ha explotado en los primeros años del cine sonoro haciendo que una muchacha con capotita cierre con violencia una puerta detrás de los talones de su amante para hacérsela abrir, luego de un instante con el rostro demudado, y correr bajo la nieve hacia la diligencia a la que él acaba de apearse con el humor negro de su capa. Allí habrá -casi siempre- un abrazo y no un beso. Con los años el cine favorecerá el lugar común del traveling sobre una playa desierta donde los amantes hacen literal la representación del desencuentro-encuentro, corriendo uno hacia el otro con los brazos abiertos. La retórica visual moderna, que ha ampliado las posibilidades de abordaje de los cuerpos muy a menudo, hará que él la levante en brazos hasta marearla -a menos que  sea Danny De Vito. 

Qué amargante este Barthes que nos recuerda la «culpabilidad» emboscada en el abrazo, es decir su probable desmoronamiento en lo utilitario para un fin satisfactorio: «Sin embargo, en medio de este abrazo infantil, lo genital llega infaliblemente a surgir; corta la sensualidad difusa del abrazo incestuoso, la lógica del deseo se pone en marcha, el querer-asir vuelve, el adulto se sobreimprime al niño». Para Barthes, éste sería una abrazo segundo respecto de ese otro que colma y pone en suspenso al buscador donde el orgasmo será el signo más visible de la baja estofa escondida.

Cuando dos enamorados se abrazan y representan el deseo de meterse en el cuerpo del otro, es el frente del cuerpo donde justamente se encuentran los atributos sexuales lo que llama a la realidad de ser dos. Durante el mandato clandestino de la revolución sexual, el abrazo casi era el despreciado equivalente a la ausencia de sexo.

En el duelo cada uno de los que abraza al deudo parece que le deja en prenda un sostén para el cuerpo a quien la pérdida amenaza con desmoronar.

Con el abrazo, los políticos se ponen más allá de las diferencias o dan cuenta de que a menudo un adversario de ley es más necesario que un amigo.  Hacer el elogio del adversario y darle un abrazo -» Yo sin Balbín  no voy a ninguna parte» decía Perón- es neutralizarlo: el abrazo político es táctico, coyuntural y en potencia… el de Judas que debió haber acompañado su célebre beso.

Pero en política hubo lo que podría titularse el abrazo escrache. Fue en el Estadio Monumental el 25 de junio de 1978, cuando Argentina ganó el Mundial, un momento captado por el fotógrafo Ricardo Alfieri en una toma de ráfaga, de las mejores del periodismo deportivo, cuyo fruto fue una foto que recorrió el mundo con el título sentimental «el abrazo del alma». Fue  una partícula de tiempo luego de los treinta minutos adicionales, de los goles de Kempes y Bertoni: el Conejo Tarantini y el Pato Fillol se abrazaron de rodillas, dos cabezas hercúleas, sobresalían de las  camisetas que al tocarse dibujaban al revés la v de la victoria. De pronto un hombre sin brazos, Víctor Dell’Aqua,  se acercó -hay tres secuencias– hasta que las mangas  vacías de su suéter quedaron apoyadas sobre el dúo. Esa foto dice más de lo que se lee: hay un abrazo que parece que se da pero no, introduce en una escena exultante la evocación de la herida y la mutilación, a aquéllos que no tendrían brazos para festejar el triunfo en un abrazo, los que están en los campos de concentración, los que piden habeas corpus, los perseguidos -hay otra foto, la de Videla, por única vez en un cuerpo desmilitarizado de hincha, por eso más siniestro- las Madres de la Plaza.

La prensa e Internet han impuesto el semiabrazo en donde uno de los laterales de cada cuerpo permanece abierto para que los rostros pueden ser nítidos ante la cámara: es ése el verdadero abrazo partido y no al que alude la película de Burman. En la Argentina el auge del abrazo solidario coagulado en la expresión «Madres de la Plaza, el pueblo las abraza», invierte el sentido incestuoso en deseo de relevar a las madres abrazándolas metafóricamente como si fueran hijas en un intento  de simbolizar una transmisión política. Así el abrazo cita la ronda de los jueves, se hace valla de protección, brigada blanda, límite a la violencia.

Cuando Cristina se abraza con Lula -es un ejemplo- su cuerpo anula simbólicamente la diferencia sexual para acceder a ese abrazo fraterno de los pares, los compañeros y los aliados políticos, antaño privilegio de la coalición masculina, volviéndose un logo de la equidad. 

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar/2012/04/13/5282.php