En el capitalismo, las distracciones de la vida privada constituyen el mejor sustituto para las incertidumbres y los dolores de cabeza que esa misma vida privada ocasiona. El viaje en familia, del que se desea volver a casa de inmediato, distrae de la forma cotidiana de la propia vida en familia -y, de paso, predispone […]
En el capitalismo, las distracciones de la vida privada constituyen el mejor sustituto para las incertidumbres y los dolores de cabeza que esa misma vida privada ocasiona. El viaje en familia, del que se desea volver a casa de inmediato, distrae de la forma cotidiana de la propia vida en familia -y, de paso, predispone al amor por el trabajo y al regreso a la vida pública, que es la vida ligada a los núcleos sociales cohesionados por relaciones económicas de producción. Las actividades en familia, que tienen por objeto escapar de la posibilidad de una vida familiar volcada en exceso en la contemplación de sí misma, constituyen un ejemplo precioso de cómo la función de la vida privada se orienta cada vez más hacia la habitación de los espacios públicos, no de los privados. Lo mismo sucede con esos grupos de amigos que de continuo consumen material de ocio (salidas al cine o a la bolera, al billar, a la feria del pueblo) con objeto de conjurar la más mínima posibilidad de una aproximación afectiva excesiva y turbadora.
La idea rectora del liberalismo clásico, que separa la vida pública (Estado y sociedad civil) de la vida privada (hogar, familia) queda impugnada por la evolución del capitalismo hacia nuevas formas no liberales (tampoco necesariamente democráticas: por ejemplo, China o Rusia). La disolución de los vínculos afectivos a la cual se refería Marx en el Manifiesto, o Weber con su teoría del predominio de la racionalidad instrumental en la sociedad moderna, conduce a la larga (no es esto ningún secreto) a la despersonalización de las relaciones sociales. Marx lo llamaba fetichismo: las relaciones entre personas toman el aspecto de relaciones entre cosas -de este modo, en último término, las decisiones políticas técnicas dejan al ciudadano sin alternativa a la contemplación acrítica de la sociedad como un objeto fascinante de la naturaleza, como el Gran Cañón o las cataratas del Niágara. De este modo, el capitalismo desarrollado rompe con el liberalismo, y de la noción clásica de la sociedad como un gran mercado en el que participan individuos económicamente racionales pasamos a la noción bien distinta del mercado como un agente social en sí mismo ante cuyas acciones reaccionamos.
En estas condiciones, la vida privada es un asunto público. No por efecto de algún tipo particular de violencia accesoria (adolescentes expulsadas del Instituto por vestir velo), ni a causa de la acción perversa de los medios de comunicación que desnudan a la figura célebre de turno; en realidad, esta publicidad es más seria. Lo dijo Rimbaud: yo es otro. En la sociedad del capitalismo global, donde «todo lo sólido se desvanece en el aire» (Marx), el sujeto occidental resulta en cambio cosificado en la externalidad de una figura pública en la cual reside su auténtica realidad. La alternativa («ese no soy yo») resulta pueril, seña de inmadurez: no es posible el refugio en la interioridad, cuando la identidad propia se define en los estilos del vestir, en la pertenencia a la tribu urbana, en la localización y diseño del piercing y el tatuaje (o en su ausencia, también significativa), así como en las actualizaciones de tu blog, tu página Web, tu perfil de Twitter o de Facebook. El terreno de la subjetividad, entonces, no se define por la «doxa» (así cabe calificarla) de la vida privada, sino por la objetividad de una posición social. El hombre es lo que come (Feuerbach), pero también lo que consume, o la información que procesa y comunica, así como sus salidas y sus desplazamientos (el atasco es un momento constitutivo de la identidad cívica: denota que se es ciudadano con ingresos, productivo y consumidor, y que se habita en las horas y en los ritmos de la ciudad).
En el capitalismo desarrollado, donde los deseos personales se encuentran exteriorizados en prácticas, gestos, acciones incardinadas en un gran mercado, la función tradicional de lo privado, separada de la intimidad subjetiva, se materializa en un lugar público. En una interioridad pública, la interioridad de caldeados autobuses o de oscuros parquecillos urbanos, con sus propias miserias privadas (del mismo modo que en la familia burguesa era privado el adulterio): el inválido, el anciano que se dirige al ambulatorio, el grupo de yonquis. Lo que estos espacios revelan es la constitución de lo privado como una figura pública. Lo privado siempre ha sido la exterioridad (interior y pasajera, en cuanto que domesticada y cercada) de lo público; pero, en una sociedad donde los deseos más íntimos y las relaciones más personales quedan mediadas por la publicidad ideológica, lo privado deja de tener que ver con la intimidad subjetiva, y su función la ejerce un espacio externo, como materialidad irreductible en los intersticios y en los márgenes de los lugares públicos (y más en concreto, de los lugares urbanos entendidos como nudos de relaciones sociales ligados a espacios de producción).
Siendo lo «urbano», en el sentido restringido del término, el lugar de la actividad económica (pública), lo privado es definido como el margen improductivo de dicha actividad. Lo privado es lo ineficiente, y en la ciudad las posiciones subjetivas ligadas a los espacios de ineficiencia generan personalidades públicas marginales como el anciano, el yonqui, el «raro», el weirdo. El weirdo es aquel sujeto identificado no tanto por el lugar que ocupa en una relación social eficiente de producción, sino en mayor medida por el lugar que ocupa en una situación ineficiente de improductividad. Recuerda al dandy baudelaireano o wildeano, aquel que «con su espléndida cabellera rizosa, sus bellos ojos y sus manos blancas y finas, poseía el don encantador y peligroso de diferenciarse de los demás».1 Sin embargo, en oposición al dandy, el weirdo tiende a una estandarización anticreativa y a una aglomeración local (por efecto de la masificación de estos espacios de improductividad durante los ciclos de crisis del modelo económico capitalista, pero también por efecto de la masificación sistémica de los espacios de desecho de la fuerza de trabajo innecesaria -ese «ejército industrial de reserva» que mencionaba Marx- en el capitalismo en cuanto tal).
El weirdo, por paradójico que así sea, constituye una supervivencia, en el espacio público, de la vida privada tal como era concebida por la burguesía tradicional: un habitáculo apartado del mundo del trabajo, donde gobiernan sólo la costumbre y los afectos (la ley de la costumbre y el emotivismo moral humeanos). Para el burgués clásico, el banco del parque ocupado por un grupo de heroinómanos ejerce una función social marginal similar a la del club de caballeros. En apariencia, en el club, el caballero podía retraerse tanto de la actividad económica (en tanto miembro de la clase dominante) como de la familia. Las apuestas del caballero Phileas Fogg son un buen ejemplo de ese retraimiento, hasta el punto de hacer del dinero un objeto de juego, una prenda que añade picante al reto, pero en ningún momento una oportunidad de negocio. Pero lejos de esa imagen idealizada, el club es un lugar de convivencia pública entre los miembros de una misma clase dominante, por tanto un espacio delimitado en términos económicos. El caballero (es decir, aquél que posee tanto familia -o, si es un soltero empedernido, al menos hogar- como renta de capital) es incapaz de retraerse de lo económico y escoge espacios públicos de ocio, más o menos selectos, donde cualquier conversación supone una oportunidad de negocio, de hacer «contactos», de medrar. El trabajador que no puede permitirse grandes lujos tiene a menor escala otros espacios. Pero ninguno de estos se parece al espacio que habita el weirdo.
El espacio del weirdo es el espacio inquietante donde ninguna actividad económica se ejerce. El gran weirdo de la historia del cine es Norman Bates: sujeto que regenta un motel en el cual ninguna cuenta se salda (en términos económicos: es diferente en términos libidinales). Por supuesto, un motel donde no haya ningún interés por hacerle a uno pagar la cuenta, lo es sólo en la apariencia de un rótulo a la entrada. La separación entre el motel y la casa de Psicosis no debe confundirnos, constituyen un mismo espacio donde las reglas de la sociedad pública son puestas entre paréntesis, y gobiernan otros distintos criterios -Marion o el detective perecen por hallarse demasiado adaptados a la racionalidad pública económica. La pregunta que alguien hace al final de la película (¿y dónde estará el dinero que Marion robó?) es respondida con sencillez por el psiquiatra: seguirá en el maletero de su coche, posiblemente hundido en alguna ciénaga.
La figura del weirdo, que se sustrae a la racionalidad económica, se encuentra en proceso de masificación. Ya no es exclusiva del psicópata cinematográfico. Cada vez son más los weirdos en el interior de las sociedades del capitalismo desarrollado, hasta el punto de que no nos pueden parecer una anomalía del sistema sino un factor intrínseco. Son todos aquellos que por diversas razones no participan de los procesos productivos y se encuentran marginados de la sociedad pública. En sus espacios de encuentro se hallan malas imitaciones de esos usos públicos, pero también efectos precarios de un lenguaje privado -como los niños egipcios de aquella fábula de la antigüedad, que fueron encerrados en una choza sin contacto con la sociedad ni el lenguaje de los adultos, y de manera inesperada inventaron un lenguaje de balidos que habían imitado de unas cabras en un establo cercano. Pues es una cuestión de códigos, lenguajes, gramáticas (el código lingüístico del que está dentro de la academia y del que está afuera, el código del experto y el del lego, el código del político profesional y el del ciudadano desinformado, el código del hombre responsable y el del adolescente nihilista). Por eso resultan insoportables para la mirada pública, porque son la caricatura de una pretendida «racionalidad» hegemónica.
Pero de lo desagradable y anómalo de su presencia, seamos realistas, no se deriva ni mucho menos una función revolucionaria -el desarraigado, por necesidad, como había insistido Brecht y antes que él la literatura picaresca, es incapaz de ser «bueno». Lo que se le debe reclamar con severidad, nunca con gestos amables de complacencia, es la formulación de un lenguaje público, la intervención en prácticas sociales fuera de su espacio acotado y privado. De este modo surgen todos los saberes, en tanto códigos anómalos compartidos por una pequeña comunidad que trueca el punto de vista habitual de las cosas. Cuando uno abandona las consignas oficiales del periodista o del «experto» de turno, entonces es capaz de rastrear los otros códigos que coexisten subterráneos como verdades alternativas, incluso como visiones antagónicas de un mundo que contradicen la imagen habitual de hegemonía de un «pensamiento único» -en realidad, bajo éste existen infinitos pensamientos, en un estado de guerra permanente de los unos con los otros.
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1 O. Wilde, «Pluma, lápiz y veneno», en Obras completas, Madrid: Aguilar, 1945, p. 993.
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