Herman Melville publicó en 1853 un maravilloso relato en el que narra la historia de Bartleby, un enigmático joven empleado como copista en el despacho de un abogado de Wall Street. Cada vez que su patrón le encomendaba una tarea, el bueno de Bartleby dejaba caer sus brazos y respondía monótonamente con tres palabras: preferiría […]
Herman Melville publicó en 1853 un maravilloso relato en el que narra la historia de Bartleby, un enigmático joven empleado como copista en el despacho de un abogado de Wall Street. Cada vez que su patrón le encomendaba una tarea, el bueno de Bartleby dejaba caer sus brazos y respondía monótonamente con tres palabras: preferiría no hacerlo
. Tal era el grado de apatía del escribiente, que desesperó al picapleitos hasta el punto de hacerle trasladar su bufete fuera de Nueva York con tal de librarse de él. Lo que Melville no contó es que la aguda desafección del copista se extendería en nuestros días como una plaga por su país. Cada vez más estadunidenses viven en la piel de Bartleby.
Hace poco más de un año, una mayoría de estadunidenses puso a Barack Obama en la Casa Blanca. Entonces, con una aprobación general de 78 por ciento en las encuestas, Obama encarnaba la esperanza y la ilusión de millones de compatriotas. Hoy, sin embargo, los sondeos le otorgan 49 por ciento de aceptación, la mayor caída de los últimos 50 años en la popularidad de un presidente durante la primera etapa de su mandato. El origen cualitativo de tal desastre cuantitativo no es sólo la estrategia de desgaste mediático que los sectores más conservadores del país agitan desde hace meses, es cada vez más una aguda decepción manifiesta hacia el alcance de sus políticas. No es extraño.
Obama prometió que pondría fin a la guerra y lo único que ha hecho es trasladar su epicentro a Afganistán. Se presentó como un outsider y aseguró que rompería amarras con el establishment político, pero vive atado a la burocracia de Washington. Su famosa reforma sanitaria no sólo se ha quedado en pólvora mojada en manos de las aseguradoras, además amenaza con eliminar de un plumazo una histórica conquista feminista: la cobertura a la interrupción voluntaria del embarazo. La decidida retórica ecologista que esgrimía como candidato a la presidencia se volvió del revés: acaba de acordar con China el bloqueo a la reducción de gases invernadero. Durante su campaña habló de un cambio social profundo, pero mientras los altos ejecutivos de las corporaciones financieras se reparten gran parte del erario público supuestamente destinado a la estimulación de la economía, el desempleo y la pobreza no dejan de crecer: 36 millones de estadunidenses viven gracias a los cupones de comida y este año se batirá de nuevo el récord de ciudadanos que pierden sus casas debido a la morosidad.
La desafección cunde entre gran parte de sus votantes, afligiendo sobre todo a los más jóvenes y a muchos de los que se implicaron en el movimiento social de base que catapultó a Obama hasta la Casa Blanca. Es un desánimo paulatino más complejo que la indignación o el enfado. Se trata de una desgana que se expresa cada vez más en la frase: es como todos los demás
. Ese ejercicio de homologación desvela una distancia cada vez mayor con la política. Deleuze decía que los afectos son siempre una potencia de afirmación y un motor para la acción. La desafección produce precisamente el efecto contrario: niega, individualiza y desactiva. Es la antipolítica. El mercado lo sabe bien y lo explota. Bienvenido a la república independiente de tu casa
reza el enorme cartel con el que la corporación Ikea saluda a sus clientes en su establecimiento del neoyorquino barrio de Brooklyn. Repliegue total hacia los ámbitos privados. Pura celebración de la desafección.
Obama surgió como una bebida isotónica que se proponía la rehidratación del sistema, pero luce como pura gaseosa: se le fue la fuerza por la boca. No por casualidad los imaginativos activistas Yes Men presentaron hace unas semanas un refresco con burbujas en la ciudad de Boston. Su nombre: Decepción
. Cada vez resulta más pertinente en Estados Unidos preguntarse cómo se compone en común desde la desafección y cómo podemos los de abajo hacer política con ella hasta darle la vuelta. La respuesta, por difícil que resulte, no deja de ser tremendamente necesaria. El final de la historia de Melville nos subraya lo urgente de la tarea: Bartleby termina abandonándose hasta el punto de dejarse morir de hambre.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2009/12/12/index.php?section=opinion&article=016