Autor de más de una veintena de libros individuales y colectivos, el psicólogo experimental marxista Jean León Beauvois ha estado recientemente en España para presentar su libro Tratado de la servidumbre liberal (Madrid, La Oveja Roja, 2008) y dar una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y en la Facultad […]
Autor de más de una veintena de libros individuales y colectivos, el psicólogo experimental marxista Jean León Beauvois ha estado recientemente en España para presentar su libro Tratado de la servidumbre liberal (Madrid, La Oveja Roja, 2008) y dar una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla: «Liberalismo o democracia».
Mundo Obrero: Usted ha trabajado buena parte de su vida en la universidad. Permítame que la primera pregunta sea por el Plan Bolonia y el Espacio Europeo de Educación. ¿Qué piensa de esto?
Jean León Beauvois: Esta pregunta me provoca una cierta indecisión. Por una parte, me gusta que los estudiantes que así lo deseen puedan circular por Europa sin problemas administrativos. También estoy muy apegado a los títulos nacionales y a la igualdad que introducen entre estudiantes y universidades. Pero, por otra parte, estoy aún más apegado a las especificidades nacionales o incluso locales.
Creo que la cuestión esencial es una simple cuestión de dinero. En Francia, nos han impuesto el modelo digamos «europeo» sin aumentar los presupuestos y hemos tenido que apañarnos con presupuestos a menudo en disminución. En algunas universidades el resultado es catastrófico. Cursos que pierden tres, seis, a veces hasta doce horas. Resulta imposible desarrollar un tema, preparar un curso en el mejor sentido del término. En cuanto a la división en semestres, con un presupuesto constante, es una imbecilidad. Y es una pena. Con algo más de dinero (en mi departamento de psicología, en Niza, había calculado que se necesitaba un 38% más), se hubieran podido desarrollar proyectos inteligentes, realmente divididos en semestres (que los estudiantes pudieran volver a empezar un semestre desaprovechado), que se preocupara por las especificidades locales (mucha psicología aplicada) y que también tuviese, para los estudiantes que así lo desearan, un cursus «europeo». Resultaba imposible con un presupuesto constante. En suma, considero estas reformas como ocasiones perdidas.
M.O.: Sus libros parten siempre del ámbito de la psicología social pero en los últimos hay una tendencia a elaborar una teoría política de la dominación. ¿Cree que son insuficientes los análisis sobre el capitalismo, la globalización, el general intellect, etc. que ya se han hecho? ¿Qué aporta su perspectiva?
J.L.B.: No diré nunca que los análisis de nuestros predecesores, y sobre todo de Marx, están superados o incluso que son insuficientes. Pero esos análisis están habitados por hipótesis sobre los procesos mentales. Por ejemplo, la hipótesis de las mentalidades o de las ideologías que se suponen «de clase», o incluso la hipótesis del carácter reproductor de las ideologías dominantes. Lo que aporta la psicología social es un análisis científico, por tanto descriptivo, de los procesos mentales que justifican y validan esas hipótesis. ¿Qué sucede en las mentes de la gente para que se adhieran a esas ideologías reproductoras? ¿Cuáles son las condiciones objetivas de esta adhesión? La psicología social puede completar los análisis políticos o sociológicos. Muy a menudo las teorías políticas presuponen unos procesos mentales en el hombre cotidiano. Estos procesos mentales pueden ser tanto reales como puros fantasmas. Un proceso fantasmático, por ejemplo, es el del cálculo del interés máximo del hombre de la calle en las decisiones que toma. La psicología social exhibe, por su parte, procesos que pueden ser más reales, más auténticos. Por ejemplo, el proceso de racionalización que acompaña a la obediencia en el ejercicio del poder liberal. La psicología social no construye teorías políticas, pero puede apoyar las hipótesis políticas.
M.O.: Usted critica en sus textos la idea del «fin de la historia» y «el último hombre». También las propias ideas del liberalismo ¿Por qué?
J.L.B.: Hay dos preguntas en esta pregunta. La crítica del liberalismo es la crítica del estado actual de nuestras sociedades. La crítica del «fin de la historia» es la crítica de la idea apocalíptica según la cual: 1.- hemos llegado a un punto insuperable, que durará siglos aunque con algún que otro cambio, con alguna «moralización» u otra, y 2.- que este punto insuperable es muy satisfactorio. Esta idea es muy activa, por ejemplo, en la ideología que habita la historia. Cuando era pequeño, se nos contaba la historia como una consecución de eventos afortunados o desafortunados y situábamos nuestro estado actual en una consecución de eventos que debía durar. Lo que enseñamos a nuestros hijos hoy es el camino que hemos tenido que recorrer para llegar ahí donde estamos, nosotros, los mejores de este mundo. La historia se orienta hacia nuestra supuesta felicidad. Ahora bien, 1.- no es una certeza que seamos muy felices y 2.- la historia apenas tiene 2500 años, algo que resulta muy muy poco en la escala del tiempo, y podemos esperar que numerosos siglos de historia por venir verán cómo se instalan estados más satisfactorios que el nuestro y que durarán lo que tengan que durar.
M.O.: ¿Es, entonces, el momento de la crítica al liberalismo?
J.L.B.: La crítica del liberalismo económico ya está hecha. El milagro es que ese liberalismo dure. Lo que conviene hacer hoy en día, es una crítica del liberalismo político que no ha alcanzado los objetivos que se le han atribuido: no ha hecho a la gente más libre y no garantiza de ningún modo el respeto de los derechos humanos. El milagro, de nuevo, es que sigamos apegados a él.
M.O.: ¿Qué idea de democracia defiende usted?
J.L.B.: La idea de democracia que reivindico es la de una democracia en la que se ejerce realmente la libertad de los antiguos (que sería la de intervenir, tras un debate, en los asuntos que te conciernen o que afectan a tu vida) y en la que se ejerce también la libertad que llamamos de los modernos (la de estar seguro en tu casa, en tu vida privada) y que garantiza la opacidad de esta vida privada. Como veis, la democracia que reivindico aúna autogestión y derechos del hombre. Las democracias liberales no permiten la primera de esas libertads, ya que son democracias sin debate, y no garantizan las segundas. Dentro de unos años, se podrá saber lo que hacías tal día a tal hora y con quién.
M.O.: ¿Sus referentes intelectuales son siempre psicólogos sociales?
J.L.B.: No. Soy marxista en lo que concierne al análisis político y Bachelardieno en mi concepción de la ciencia. También siento un gran apego por los filósofos del XVIII como Meslier o Linguet.
M.O.: Después de las dictaduras y a la vista de los experimentos totalitarios del siglo XX, ¿cree que existen alternativas a nuestros modelos políticos?
J.L.B.: Si hablan de totalitarismos, no deberíamos olvidar que aquél en el que nos instalamos es sin duda más «tranquilo» que los que evocan, pero que se convertirá ciertamente en un prototipo de totalitarismo para los historiadores del siglo XXX. Este totalitarismo es el que ha conseguido crear una masa humana nueva, amorfa y obediente, como todos los totalitarismos, la masa de individuos zombis que se creen libres mientras hacen todos, con alguna excepción que otra, lo mismo que se espera de ellos, que tienen uniformes (vaqueros, camiseta; este año se viste el gris y el negro), etc., etc. ¿Cómo no podría haber alternativas? La alternativa que defiendo es la alternativa autogestionaria, pero la que parte de las bases, en el trabajo, en las universidades, las escuelas, los hospitales… Para construir un nuevo Estado en un proceso que sólo puede ser ascendente. ¿Tendremos que esperar al «hundimiento de las bases» (sic) del capitalismo?
M.O.: En sus libros hay pocas referencias a la contemporánea. Me gustaría saber qué piensa sobre la amenaza del llamado radicalismo islámico o sobre el neocoservadurismo de algunas democracias occidentales.
J.L.B.: Unos ciudadanos que se imaginan que viven en sistemas socio-políticos que merecen un 9 sobre 10 cuando sólo merecen, quizás, un 2, no pueden más que atraer las iras de los radicalismos y fundamentalismos -que no se preocupen, no me gustan en absoluto-. Dejemos de tomarnos por modelos, demostremos que nosotros mismos buscamos nuestra vía hacia progresos humanos reales y veréis como quizás dejen de hacernos una guerra de modelos o, al menos, que los modelos más fundamentalistas ya no atraerán a las masas. Desgraciadamente, esta guerra sirve a los intereses de los más poderosos, también en nuestras sociedades.
M.O.: ¿Cómo explica la escasa participación política de la gente?
J.L.B.: A finales del siglo XX hemos asistido a una desnaturalización o degeneración del individualismo. Ha dejado de ser una doctrina que sirva para defenderse de los totalitarismos o las dictaduras, una doctrina que postulaba que la persona tiene una serie de derechos que deben defenderse de la razón de estado. El individualismo, retomando la teoría sofista, defendía que no puede imponerse nada al hombre, sino el hombre; ni siquiera la tradición o las doctrinas de la verdad. El individualismo justificaba así la defensa de los intereses del hombre, pero ese individualismo (el de Durkheim) ha degenerado en lo que yo llamaría un yoismo, la idea de que cada cual debe tener un yo, un «yo mismo», una personalidad propia increíble, magnífica. Algo imposible en muchas circunstancias sociales. Esa idea se acompaña de un alejamiento de la acción colectiva, que ya no interesa, el yo ha dejado de interesarse por eso.
A todo ello podemos sumar uno de los núcleos ideológicos de nuestro tiempo: la idea de desconfiar de las influencias. Sin embargo, no puede haber acción colectiva sin que haya influencias… Tomemos por ejemplo a quien no quiere escuchar a sus profesores para no ser influenciado. Ese rechazo de la influencia resulta inhibidor para la acción colectiva.
M.O.: En el marco de crisis actual ¿cómo cree que deberían actuar los políticos?
J.L.B.: La felicidad prometida a la gente durante la guerra ideológica ha sido una felicidad falaz. Recuerdo cuando la gente decía, sí, este sistemas es injusto, pero produce riqueza y, además, somos libres. Sin embargo, hoy ha quedado probado que en nuestros países este sistema ya no produce riqueza o, al menos, que ya no produce una riqueza que vaya destinada a la mayoría. Me gustaría que los políticos tomaran nota de ello. Comprendo que los políticos de derechas no lo hagan y que intenten remendar un sistema que no funciona diciendo que van a moralizarlo o a introducir nuevas normas. Pero con los políticos de izquierdas, me gustaría mucho oírles decir: «nos hemos dejado engañar». «Creíamos que era la única forma de producir; hemos creído y nos hemos equivocado». Eso es, que reconozcan el error y que ahora toca buscar algo diferente.
M.O.: ¿Cómo interpreta el papel que deberían tener los medios de comunicación en democracia?
J.L.B.: Actualmente, los medios de comunicación son incapaces de dar vida a un debate democrático, un debate que podemos esperar que aparezca en Internet. ¿Por qué afirmo esto? No lo digo pensando que los periodistas sean malos o estén a sueldo de alguien. Es, sencillamente, porque no son representativos. Los periodistas que vemos en la televisión, por ejemplo, los que se supone deberían animar un debate democrático, retomando la imagen de Camus, «llegan a parecerse tanto, que acaban por tener el mismo número de pelos en las orejas».
Se parecen en dos aspectos. Primero, en que comparten una misma estrategia de promoción en calidad de periodistas. Lo que buscan es la impertinencia. Tienen el sentimiento de que replicar a un ministro con un contraejemplo, y no con un argumento o una doctrina, son el summun del periodismo. No me sorprendería que un día se entregara un premio a la impertinencia. Pero esa impertinencia ni ayuda al debate ni molesta realmente a nadie.
En segundo lugar, están muy lejos de representar el abanico político de la república. No hay un sólo tertuliano que ideológicamente no sea afín a lo que podemos considerar como un partido dominante único, que va del centro izquierda a la derecha, algo que podría constituir un sólo partido (así al menos quedaría más claro) y que podríamos llamar entonces Partido Liberal Europeo. Y que además sería minoritario. No hay un solo que represente a la extrema izquierda, ni tampoco a la extrema derecha, que existe. En el referéndum de 2005 quedó claro que son minoritarios, porque entonces se dio un debate democrático que se desarrolló al margen de ellos y que perdieron.
En suma, me gustaría que los medios fueran capaces de animar un debate como el de 2005 en Francia. Pero cuando lo hay, no lo animan, sino que se ponen a la defensiva.
M.O.: Sus textos parecen apuntar hacia una extensión de los principios de autogobierno tanto en los ámbitos de gestión pública, como en la empresa privada. ¿Cree que son objetivos viables, o incluso deseables, a corto o medio plazo?
J.L.B.: Creo que acabo de decírselo: resulta deseable a medio plazo en las bases que constituyen los lugares de vida de la gente. Pero esto presupone que la gente haya sido formada. Y esta formación no es muy larga. Hoy, en Francia hay quien discute acerca de la evaluación del profesorado por parte de los estudiantes. En el estado actual de la situación, estoy rigurosamente en contra. Primero los estudiantes tienen que dejar de vivirse como consumidores de estudios. Para eso, tienen que aprender cómo gestionar los organismos universitarios en unos consejos paritarios, que aprendan a adoptar posiciones de usuarios de servicios públicos. Y apuesto a que en unos pocos años, la autogestión de estos organismos sería posible y el problema de la evaluación del profesorado por parte de los estudiantes resultaría irrisorio. Una gente que hubiera aprendido a gestionar y a dinamizar organismos en sus lugares de vida dejaría de aceptar los gobiernos que aceptamos hoy en día. Reconozco que tengo una voluntad de «servicio público».
M.O.: ¿Qué puede enseñar a los jóvenes la lectura de sus libros?
J.L.B.: De ellos podría aprenderse una renuncia a dos núcleos ideológicos muy fuertes de nuestras culturas. El primero sería rechazar la idea (que en cuanto se analiza resulta absurda) de que uno construye sus opiniones por si mismo. Una idea que conduce, como ya comentaba, a rechazar las influencias, a rechazar, por tanto, los debates, las influencias democráticas y válidas. Pongamos como ejemplo de debate democrático la situación en la que alguien intenta convenceros, con argumentos, sobre si votar sí o no en el referéndum sobre el proyecto de tratado constitucional europeo. Adoptar esta idea y rechazar los debates democráticos es predisponerse a que las influencias inconscientes y lo que he llamado la propagande glauque, o propaganda oscura, encuentren todas las puertas bien abiertas.
El segundo de esos núcleos ideológicos, es el de creerse libre. En general, el sentimiento de libertad lo tenemos de entrada en las situaciones y obstaculiza el análisis de las situaciones de sumisión en las que nos encontramos, sobre todo ante agentes de la autoridad o ante peticiones que parecen naturales y que no podemos negar (como si le solicito que vigile mi carpeta mientras voy al baño).
Esos dos núcleos ideológicos se hallan en la base de todas las manipulaciones, si entendemos como manipulación lo que nos conduce a hacer algo que no hubiéramos hecho si nos hubieran avisado de ello de entrada o si de verdad hubiéramos tenido otra alternativa.
* Alfonso Serrano es Editor
** César de Vicente pertenece al Centro de Documentación Crítica