En Sociofobia usabas el ciberfetichismo para hablar de las contradicciones del capitalismo y de los dilemas políticos de nuestra época. En Capitalismo canalla utilizas la literatura para hacer algo similar. Bueno, la razón inmediata es que este libro surgió de una propuesta de la editorial. Me preguntaron si me apetecería escribir una historia literaria del […]
En Sociofobia usabas el ciberfetichismo para hablar de las contradicciones del capitalismo y de los dilemas políticos de nuestra época. En Capitalismo canalla utilizas la literatura para hacer algo similar.
Bueno, la razón inmediata es que este libro surgió de una propuesta de la editorial. Me preguntaron si me apetecería escribir una historia literaria del capitalismo. Yo les respondí que no estaba capacitado para algo así, incluso les sugerí algún nombre de otras personas que lo podían hacer muy bien. En cambio, me pareció que lo que podía intentar era recorrer algunos episodios del capitalismo a través de textos literarios. Un poco imitando modestamente lo que hacía Walter Benjamin.
Gran parte del libro está dedicada a mostrar los orígenes violentos del capitalismo. ¿Por qué te parecía necesario subrayar esto?
Es una idea básica de la teoría marxista. A diferencia de las relaciones de servidumbre, en el mercado de trabajo establecemos contratos voluntarios. Por supuesto, esa voluntariedad es muy ficticia porque la mayor parte de la gente no tiene alternativa. La pregunta entonces es: ¿cómo se llegó a establecer históricamente este régimen social tan raro en el que las libertades individuales son compatibles con una subordinación larvada? El capitalismo es un sistema muy complejo y la respuesta a esa pregunta también lo es, pero he intentado dar algunas pistas que se pueden rastrear en la literatura.
Explicas cómo la implantación del trabajo asalariado es producto de un proceso por el cual se despoja a miles de personas de sus métodos de supervivencia, y cómo es una fuente de alienación que ha provocado numerosas revueltas. Hoy en día, sin embargo, parece que quien tiene un trabajo se tiene que considerar afortunado y que ha triunfado el discurso del trabajo como vocación, realización o disfrute.
Es cierto, resulta curioso que los ideólogos del mercado han dejado de hacer tanto énfasis en la crítica de la falta de libertad y han asumido una versión deformada de la crítica izquierdista de la alienación. Defienden la precarización como una oportunidad para reinventarnos, para desarrollar proyectos personales y estilos de vida. Se supone que lo que te ofrece el mercado de trabajo postmoderno es la posibilidad de vivir muchas vidas. Luego resulta que ese recorrido consiste básicamente en pasar de reponedor a cajero y de cajero a teleoperador.
Citas al escritor Rafael Barrett: «Libertaremos a los pobres de la esclavitud del trabajo, y a los ricos, de la esclavitud de su ociosidad». ¿En qué se podría traducir este deseo hoy en día? ¿Qué propuestas políticas nos podrían encaminar en ese sentido?
No me siento muy cómodo con cierta herencia contracultural de crítica radical del trabajo. No creo que sea una idea intuitiva para la mayor parte de la gente y pienso que esos discursos son un lastre a la hora de pensar y defender, por ejemplo, la renta básica. Me parece más interesante promover una resignificación del trabajo, o sea, crear un marco institucional para decidir qué es trabajo y qué no y qué mecanismos empleamos para decidir quién lo realiza y en qué condiciones. Las operaciones financieras no son trabajo sino prácticas parasitarias, hay labores extramercantiles que deberíamos proteger y trabajos penosos que tendríamos que compartir. Para ello se puede recurrir a topes salariales, subsidios no condicionales, cogestión de las empresas, intervenciones públicas desmercantilizadoras, prestaciones sociales obligatorias… Todas ellas son herramientas imperfectas, pero que pueden ayudar a avanzar en esa dirección.
«El desarraigo, el fracaso estrepitoso de los modelos sociales que habían dictado la normalidad capitalista puede conducir a una reivindicación espontánea, tácita, de la posibilidad de la vida igualitaria en común. Sí, es un escándalo: se llama democracia». ¿Se podría trasladar esta reflexión al contexto actual?
Sí, en los últimos años hemos conseguido reapropiarnos de la palabra democracia. Es uno de los grandes aprendizajes que nos ha proporcionado la experiencia latinoamericana de las últimas dos décadas. No hace tanto entre la izquierda era un concepto que se observaba con sospecha, hasta el punto de que se lo regalamos a la derecha y a la política institucional. Hoy nos hemos dado cuenta de que es una idea fascinante y con un gran poder movilizador. Creo que nos falta pensar más sus contradicciones: qué pasa cuando el consenso no es posible, o cuando la gente no puede o quiere participar, por ejemplo.
Explicas cómo desde 1973 millones de personas pasaron a apoyar proyectos políticos neoliberales que iban en contra de sus intereses. ¿Cuáles son las razones que llevaron a esa derrota?
Creo que hemos infravalorado mucho la potencia del discurso neoliberal. Los liberales no defienden el gobierno de los banqueros. Si hicieran eso, nadie les haría caso. Más bien nos animan a desconfiar de la posibilidad de pensar colectivamente para encontrar normas adecuadas para regular nuestra vida en común. Ese pesimismo es muy atractivo en las sociedades de masas y, sobre todo, se retroalimenta. Cuanto menos creemos en la política, más cuesta arriba se nos hace la intervención democrática, lo que nos lleva a desconfiar aún más de la política… De ese modo el mercado se va convirtiendo en la única alternativa a los procesos deliberativos.
Reflexionas sobre el fracaso de los proyectos políticos que pretendían barrer con todo el pasado y generar una sociedad (e incluso un tipo de persona) completamente nueva. Aquí veo un vínculo con Sociofobia, en la crítica que hacías respecto a esa obsesión con la tecnopolítica, como si una nueva tecnología fuese capaz de solucionar problemas con los que llevamos acarreando desde hace siglos.
Algo que me preocupa cada vez más es el rechazo de la izquierda política a la idea de naturaleza humana, a la idea de que existen límites a lo que podemos ser que sólo son flexibles en cierto grado. Por un lado, el capitalismo se siente muy cómodo con ese rechazo, no hay nada más fluido que el mercado. Las corrientes posthumanistas contemporáneas son una caricatura del modo en que el capitalismo siempre ha desafiado no sólo los límites ecológicos del planeta sino también nuestras características como especie. Por otro lado, de nuevo, me parece absurdo regalar el concepto de naturaleza humana a la derecha, que nos lo devuelve reducido a egoísmo, violencia y desigualdad.
Explicas que «es imposible desarrollar un auténtico proyecto de emancipación política en un contexto social fragmentado». ¿Los proyectos políticos emancipadores deben empezar por ahí? ¿Cómo reconstruir ese contexto social fragmentado?
No tengo ni idea. La alquimia de los vínculos sociales es muy misteriosa. Lo que sí que podemos hacer es tratar de extender y fortalecer las instituciones que median en las distintas dimensiones de la vida ciudadana: cooperativas y sindicatos en el ámbito laboral, asociaciones vecinales… Sé que es una obviedad pero tengo la impresión de que últimamente se nos ha olvidado un poco.
También señalas cómo cualquier proyecto político tiene que tener en cuenta la dimensión reproductiva de la vida social, los cuidados como algo imprescindible (no sólo como sometimiento o condena). ¿Es una forma de empezar a reconstruir ese contexto social?
Una de ellas. Obviamente, como ha señalado insistentemente el feminismo, el mundo de los cuidados es ambiguo y tiene dimensiones oscuras. Para empezar es uno de los nichos de desigualdad de género que más lentamente cambian. Pero, por otra parte, es una fuente de contradicciones muy fuerte en un entorno mercantilizado y, por tanto, un espacio potencial de resistencias. Te puedes contar las historias que quieras sobre cómo tu trabajo precario es en realidad una carrera laboral exitosa en ciernes, pero cuando tienes que dejar a tu hijo en la guardería con fiebre porque no puedes permitirte faltar al curro es difícil no pensar que ésa no es forma de vivir.
El libro insiste en que se trata de «una historia personal del capitalismo» y haces varios excursus en los que cuentas episodios de tu vida. ¿Qué te llevó a incluir tu propia experiencia en la narración?
Al empezar a escribir me puse como condición que sólo utilizaría libros que ya hubiera leído, porque me preocupaba caer en la tentación de elaborar un canon literario o político. Pero los libros son una parte muy importante de mi vida, forman parte de mí desde que tengo uso de razón. Así que pronto mi vida se metió en la argumentación que trataba de desarrollar. En lugar de resistirme a ello, que seguramente es lo que debería haber hecho, me dejé llevar.