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Carta de su hija Camila y de su esposa, Marta Harnecker, escritas el 11 de marzo de 1998, tras su repentina muerte

En memoria del comandante guerrillero cubano, Manuel Piñeiro Losada, combatiente de todas las causas justas

Fuentes: Rebelión

CARTA DE CAMILA PIÑEIRO Padre, quizás si fueses eso tan sólo para mí, mi dolor hoy no sería tan grande. La pérdida de un padre no es solamente la causa de mis lágrimas, no es lo que me ha hecho entregar corazas de esta manera. Junto con mi dolor de hija tengo el de todos […]

CARTA DE CAMILA PIÑEIRO

Padre,

quizás si fueses eso tan sólo para mí, mi dolor hoy no sería tan grande. La pérdida de un padre no es solamente la causa de mis lágrimas, no es lo que me ha hecho entregar corazas de esta manera. Junto con mi dolor de hija tengo el de todos los que te acompañaron día a día en tu quehacer revolucionario, cubanos y de cualquier parte del mundo, planificando y construyendo sueños, en Cuba y fuera de ella, en los buenos momentos en que la oscuridad se quería hacer luz y ya cuando la luz quedó renegada al tiempo -porque más tarde o más temprano confió en que se hará la luz, por ti y por los muchos otros que han dedicado su vida a ello así tendrá que ser-.

Recién estaba descubriendo la inmensidad de persona que escondías detrás del padre que nunca estaba; dentro del padre tan tierno y tímido que te me mostrabas. ¡Qué increíble modestia la tuya! Todo lo que me contaste de tu obra siempre venía cargado de humor, incluso tus errores de campaña (la vez que le disparaste por error a Camilo, la vez que le escondiste el libro al Ché, la vez que te quitaste las botas para dormir y te sorprendió un bombardeo); y muy pocas veces contaste el esfuerzo de la labor diaria que ejecutaste, ni siquiera hablaste de tu papel individual. Me encantaba cuando chica que me contaras «tus cuentos» -como yo te decía-, y tenía que pedírtelo casi siempre aprovechando las ocasiones en que después de comida nos quedábamos hablando en la mesa. ¿A dónde se irán todos «los cuentos» que quedaron por contar? Siento que te me fuiste de entre las manos, como el agua que se escurre y deja huellas para que la recuerden. Te tuve tan cerca últimamente y no supe aprovechar los últimos momentos que me brindaste. ¿Por qué alguien no me avisó que tu camino en esta vida se estaba acabando? Me da rabia notar que es precisamente en estos momentos cuando me siento más cerca de ti que nunca. Ahora te he abierto mi alma y sólo tú estás en toda ella, desbordándome.

Quizás si me hubieses contado tus hazañas, junto con las anécdotas graciosas, habría encontrado razones de sobra para perdonarte tu presencia intermitente, tu dificultad en asumir las tareas de la casa, tu debilidad con el tabaco, tus vanas promesas de cambiar tu estilo de vida y comenzar a cuidarte. ¿Qué son ahora para mí esos defectos que tanto me molestaban consciente o inconscientemente? Nada. Ahora sólo podrían ser vergüenza por no entenderte, y ganas de que me perdonaras por no haberte hecho más agradable tu estancia a mi lado. Son también las cosas que ante mí hoy te hacen más grande: porque no eres un hombre perfecto, como todos los hombres, pero supiste construirte en cada instante de tu vida con las virtudes humanas que más admiro y, por encima de todo ello, escogiste el empedrado camino de servir a las causas de liberación de los pueblos del mundo.

Por eso, porque ya no se paseará entre nosotros un luchador infatigable de las batallas de los explotados, porque Cuba pierde alguien que apuesta y se juega por su futuro, porque los movimientos de liberación están de luto, porque la gracia y la cubanía nunca se sentirán igual en esta casa, porque es una pérdida colectiva, es que lloro con todas mis fuerzas. Está bien, ahora no te tendré de carne y hueso -y no es porque me conforme con ello-, pero estarás en cada árbol, en cada pájaro, en cada energía palpitante de un amanecer; ahora tu ser no tiene fronteras y te tendré en todo y a toda hora. Ya lo siento.

Quizás lo que más duele es saber lo tanto que tú amabas la vida, sus placeres, sus desafíos, y que aún te habría gustado hacer muchas cosas más. Sí, sé que sigues vivo en el corazón de incontable gente en todo el mundo, que no has muerto y ahora tu vida es un ejemplo para muchos; pero yo te quiero aquí junto a mí sencillamente, al menos un poco más, y prometo que dispuesta a compartirte. Siento que no me diste tiempo de demostrarte todo lo que te admiro, todo, sin que pueda encerrar su real magnitud, todo lo que te quiero y por siempre.

Vas a ser mi luz en la adversidad. Como lo es ahora recordar tu sonrisa tan pura e infantil, incluso en estos momentos: los más tristes de mi vida. Los recuerdos felices de mi infancia son ahora todos aquellos intensos momentos de juego que supiste darme en medio de tus tareas. Las sensaciones de tus cosquillas, de la euforia del juego, de tu mirada embobecida de amor paternal, de tu orgullo por tu hija estudiosa -aunque me habría gustado darte otras cosas para admirar-, de tus celos por el novio, son ahora mis mayores tesoros.

Tu ejemplo lo llevaré conmigo para siempre, cada día, porque gran parte de lo que soy hoy te lo debo a ti y te lo deberé por siempre. Porque ahora el deseo de hacerte un padre orgulloso es una meta de mi vida. Porque cada vez que algún compañero me hable de ti se que te tendré más presente reluciendo entre todas mis estrellas. Porque eres y siempre serás mi padre, mi único padre, mi padre por siempre.

Hoy creo en la eternidad.

Camila Piñeiro
12 de marzo 1998

TRICONTINENTAL

CARTA DE MARTA HARNECKER A SU ESPOSO

A Manuel, combatiente de todas las causas justas

Se fue una noche para volver muy pronto y no regresó. El viaje era por pocos días, la despedida fue corta. Manuel tenía todavía que leer algunos papeles antes de partir al II Frente Oriental «Frank País» ‑para conmemorar el 40 aniversario de su creación‑ y yo tenía que recuperar energías para continuar un trabajo urgente al día siguiente. Le preparé su maletín y me despedí. «Prepárame libros tuyos para algunos compañeros» ‑me dijo‑. (Se refería a mi libro: «Haciendo posible lo imposible: La izquierda en el umbral del siglo XXI»). Era gran propagandista y divulgador de mi obra. Yo tenía conciencia de cuanto él valoraba mi trabajo y eso era muy importante para mí. Como tenía que levantarse a las cinco de la mañana y no quería despertarme durmió algo más de una hora en la hamaca de la terraza y partió silenciosamente. Esa noche fue la última vez que lo vi sentado en la cocina‑comedor de nuestra casa, donde solía trabajar por las madrugadas leyendo papeles y mirando simultáneamente videos. Para un fumador empedernido como él ese era uno de sus espacios ‑habíamos llegado al acuerdo de que desde el pasillo que queda próximo a la cocina y hacia el interior de la casa no se podía fumar‑.

Tres días antes de cumplir sesenta y cinco años, un lamentable accidente terminó con su vida ‑una vida completamente dedicada a apoyar las luchas por construir un mundo mejor, más justo y solidario‑. Cuando llegué a la clínica con nuestra hija, Camila, estaba semiconsciente y en menos de una hora inesperadamente murió. Por ello no pudimos despedirnos, pero nos queda el consuelo de saber que al menos no sufrió.

Muchos de los que habían compartido con él en la Embajada de México poco antes, no podían creer la noticia. «Se veía tan vital, tan contento, de tan buen humor» -me decían. Yo sabía que no era para consolarme, él me había hablado por teléfono al llegar de Santiago de Cuba. Regresaba emocionado y feliz de ese encuentro con tantos compañeros de lucha. Revivir recuerdos, escuchar y contar anécdotas que el tiempo no había podido borrar de su memoria, admirarse del trayecto recorrido y de los cambios sufridos por aquella zona de combate debido a las transformaciones revolucionarias, sentirse cerca de todos esos hombres y mujeres que, con su entrega y espíritu de lucha, hicieron posible el triunfo de enero del 59, había llenado su alma de cálidas sensaciones que se expresaban a través de su rostro y de sus gestos.

La noche anterior lo habíamos visto en el noticiero de la televisión cubana irradiando simpatía y alegría, y planteando, con el humor que lo caracterizaba: «Ahora el peligro que corremos todos estos veteranos es que cuando empecemos a hacernos cuentos de la historia veamos hasta donde mantenemos una buena memoria e inconscientemente no exageramos los hechos en que todos hemos participado.»

Lo había conocido en Cuba, en 1972, en la celebración de un 26 de julio. Fue un amor a primera vista. Soy una de las pocas personas a las que el golpe militar contra Salvador Allende en Chile favoreció en su vida personal. Lo que en ese verano cubano parecía una relación imposible, se transformó muy pronto en una posibilidad real.

El exilio me condujo al lado de aquel hombre que era capaz de planificar las más audaces y arriesgadas empresas y al mismo tiempo tener una gran sensibilidad para las cosas pequeñas. Recuerdo sus diarias llamadas en el momento mismo en que el sol se comenzaba a esconder en el horizonte. Parecía quererme decir: se va luz, pero quedo yo que soy tu luz.

Poco a poco tuve que aprender a convivir con un hombre cuya vida personal estaba completamente subordinada a los intereses de la revolución. Son incontables las veces en que nuestros planes fueron derrumbados por inesperados acontecimientos que obligaban a modificarlos. Yo, una mujer organizada, tuve que adaptarme a esa constante incertidumbre y confieso que nunca llegue a lograrlo totalmente.

Debí aprender a controlar los celos que sentía por tantos compañeros que me robaban el escaso tiempo que teníamos para estar juntos. Noches y fines de semana entraba y salía gente de nuestra casa. Eran compañeros cubanos, latinoamericanos o de otras latitudes, que venían a buscar consejos y orientaciones, mientras él satisfacía su avidez de información acerca de sus países. Manuel sabía darse tiempo para escucharlos con atención y nunca olvidaba preguntarles por sus asunto personales: la familia, el hijo enfermo, el problema íntimo. El envío de libros y periódicos era una demanda constante al despedirse.

No conozco a nadie que haya sido su subordinado en alguna de las distintas etapas de su vida que no guarde de él los mejores recuerdos: mientras él fue jefe jamás un funcionario amonestado o sancionado dejó de contar con su especial atención. La mayor parte de ellos, pasada la sanción, continuaron siendo sus fieles colaboradores. Lo vi apoyar a muchos compañeros cuando consideraba que habían sido tratados injustamente sin tener en cuenta las consecuencias que de ello se podrían derivar.

Durante muchos años trabajó muy cerca de Fidel y siempre fue su más fiel defensor. Si alguna vez tuvo opiniones discrepantes nunca lo manifestó públicamente. Su lealtad a la revolución no tenía límites. Tanto empeño puso en colaborar con el movimiento guerrillero latinoamericano, en momentos en que la dirección de la Revolución estimaba que ese era el camino a seguir ‑tanto por la situación explosiva del área, como por la misma necesidad de consolidar la solitaria revolución caribeña‑, como en convocar a empresarios de la región a invertir en Cuba, dada nueva situación económica creada por la caída del bloque soviético.

Era una persona que jamás buscaba protagonismo y que nunca reivindicó para sí los éxitos que inspiraba. Mantuvo su anonimato hasta unos meses atrás, cuando dio su primera entrevista sobre el Che en la revista Tricontinental. Desde entonces sufrió el asedio de periodistas de todas partes del mundo.

Manuel trabajaba duramente pero también gozaba intensamente en los pocos monentos que le quedaban libres. Una comida sencilla pero sabrosa, una siesta en la hamaca en medio de una agradable brisa, unas horas en la playa, una buena película, los bellos atardeceres tropicales, no le eran indiferentes. Bailaba maravillosamente bien, con ese ritmo caribeño que no es fácil de seguir por nosotros, los del sur del continente.

Su fino sentido del humor era una de sus rasgos más destacados. No había reunión social en la que él no fuera centro de un animado grupo que celebrara sus inesperadas salidas con fuertes carcajadas. En la casa, por el contrario, era muy poco comunicativo. Jamás permitió que aflorara ninguna de sus preocupaciones o sufrimientos. Su radical optimismo le llevaba a ver salidas aun a las mayores dificultades.

Su creatividad era asombrosa. Quien venía a consultarle una o dos ideas salía cargado de un fardo de nuevas ideas. Si algo le molestaba era la inercia de algunos compañeros que reaccionaban demasiado lentamente ante las cambiantes situaciones.

Sentía una especial inclinación por los niños pequeños, lograba establecer con ellos un diálogo extraordinariamente fértil; para muchos de estos niños el tío de la barba era el tío preferido. Fue eso lo que me decidió a tener hijos con él aunque mi decisión inicial era no tenerlos. Supe que no había podido gozar de los primeros momentos de la vida de Manolito, su primer hijo con Lorna, debido a sus responsabilidades guerrilleras. Luego su primera mujer se accidentó y no pudo tener más hijos. Manuel guardaba esa frustración en el corazón y yo decidí subsanarla. Fue la determinación más importante de mi existencia. Camila llenó nuestras vidas de ternura y alegría. Los escasos pero intensos momentos que él podía dedicarle convirtieron su existencia en algo más pleno. Eramos una familia feliz, la pequeña familia que constituimos con Camila, la familia mayor en la que incluíamos a Manolito, su esposa Liliana, su hijita Gabriela y su primera esposa, Lorna, que llegó a ser una gran amiga para mí, y la gran familia de todos los fieles compañeros y amigos que se extendía hasta tierras lejanas del planeta.

Para todos nosotros, como para todos los compañeros que lo conocieron y aprendieron a respetarlo, admirarlo y quererlo como a un hermano y amigo, él no ha muerto, el vive y vivirá para siempre porque sus combates serán nuestros combates y sus sueños serán nuestro sueños.

Gracias Manuel por el ejemplo de tu vida, ya nadie te podrá separar jamás de nuestras esperanzas.

La Habana, 14 de marzo de 1998