A diferencia de la forma en que Estados Unidos concibe y enfoca el terrorismo – esto es, ahistórica y apolíticamente, considerándolo como una transformación en el terreno de la moral y de los valores más que como un fenómeno social-, el análisis de la conducta de los yihadistas o terroristas en tanto que actores sociales […]
A diferencia de la forma en que Estados Unidos concibe y enfoca el terrorismo – esto es, ahistórica y apolíticamente, considerándolo como una transformación en el terreno de la moral y de los valores más que como un fenómeno social-, el análisis de la conducta de los yihadistas o terroristas en tanto que actores sociales impulsados por móviles políticos, religiosos y geoestratégicos puede revelarse en nuestros días mucho más útil y fructífero para Estados Unidos y el mundo en general.
Es conveniente, al respecto, definir con cierta precisión diversas cuestiones. En primer lugar, el intento yihadista representa una pequeñísima fracción del más amplio movimiento islamista, que renunció a la violencia y el terrorismo a principios de los años setenta. En segundo lugar, desde sus comienzos a mediados de los setenta y hasta la segunda mitad de los noventa, la iniciativa yihadista situó en su punto de mira a los gobiernos árabes y musulmanes, calificados de «enemigo cercano». En tercer lugar, hay que precisar que no fue hasta la segunda mitad de los noventa cuando una pequeña fracción del yihadismo – Al Qaeda y sus seguidores- decidió situar en su punto de mira a Estados Unidos y a algunos de sus aliados occidentales, que calificaron de «enemigo lejano».
Después del 11 de septiembre del 2001, no se dio cumplida respuesta a preguntas sencillas, aunque polémicas como, por ejemplo, por qué hasta esa fecha los yihadistas no habían atacado a Estados Unidos o por qué Bin Laden y sus partidarios volvieron de repente sus armas contra el enemigo lejano tras haber estado en las mismas trincheras entre 1980 y 1990.
¿Por qué apuntaron contra civiles estadounidenses siendo así que hasta mediados de los años noventa Bin Laden había estado diciendo que era contrario a atacar civiles?
Formulo estas preguntas con el fin de comprender las verdaderas causas que subyacen bajo el cambio de táctica y estrategia por parte de los yihadistas de Al Qaeda. Citaré las siguientes: el cambio de actitud, que pasó de atacar gobiernos locales árabes y musulmanes a atacar a Estados Unidos y sus aliados; en segundo lugar, el empleo del terrorismo y los ataques contra civiles estadounidenses a gran escala. No es posible comprender estos dos cambios fundamentales en la conducta de Al Qaeda sin comprender el cambio de los marcos geopolíticos y geoestratégicos de referencia y su influencia en las motivaciones de los yihadistas.
Cuando empecé a entrevistar a destacados islamistas en los años noventa, no pude encontrar documentos susceptibles de dar razón de un ataque contra Estados Unidos y sus ciudadanos. Todos los manifiestos se centraban en el enemigo cercano.»El camino a Jerusalén pasa por El Cairo», advirtió Ayman Zauahiri, número dos de Al Qaeda, a sus seguidores en 1995.
Sin embargo, después de la intervención militar norteamericana en la guerra del Golfo en 1990 y su posterior decisión de estacionar permanentemente tropas en Arabia Saudí – cuna del islam- en 1991, Al Qaeda varió espectacularmente de estrategia y Bin Laden abandonó suelo saudí emprendiendo un periplo asesino y criminal. Naturalmente, hay que hacer constar otros factores tales como la derrota de las tropas rusas en Afganistán, el envalentonamiento de los afganos, y la derrota de los yihadistas en Egipto y Argelia a finales de los noventa. Sin duda alguna, la geopolítica fue factor instrumental a la hora de motivar a los yihadistas a atacar el suelo patrio norteamericano.
Lamentablemente, el discurso dominante de Washington descuida el papel y función de la política, y de la política exterior en particular, a la hora de encarar el problema de la violencia y minusvalora además constantemente los instrumentos políticos para combatirla. De hecho, la Administración Bush, al tiempo que defiende de boquilla el papel de la diplomacia y de la acción política, ha confiado excesivamente en el factor militar para librar la guerra total contra un enemigo no convencional y dividido.
La ironía es que Bin Laden y Zauahiri, en realidad, habían fracasado en atraer el grueso de los antiguos yihadistas a su guerra contra Estados Unidos o, como ellos decían, la cabeza de la serpiente.Muchos antiguos yihadistas a los que entrevisté a finales de los noventa y después del 11-S declararon que aunque estaban encantados con la humillación de Estados Unidos, también temían que Bin Laden y Zauahiri se mostraran demasiado inflexibles y pusieran en peligro la propia supervivencia del movimiento islamista. En lugar del torrente de reclutas con destino a Afganistán que Bin Laden y Zauahiri esperaban, sólo se producía un goteo de voluntarios que se alistaban para defender a los talibanes y a Al Qaeda tras el 11-S.
Cabe constatar, asimismo, la existencia de un amplio sentimiento de simpatía y compasión por las víctimas estadounidenses en el seno del mundo árabe y musulmán. Destacados dignatarios religiosos y líderes de opinión musulmanes condenaron las tácticas terroristas de Al Qaeda y desenmascararon la falsedad sobre la que Al Qaeda fundamentaba su yihad:una ocasión histórica perdida, en tanto la Administración Bush procedía a liarse la manta a la cabeza y declaraba la guerra a enemigos tanto reales como imaginarios.
Imaginémonos, no obstante, un panorama en cuyo seno la Administración Bush, tras derribar a los talibanes y dar caza a Al Qaeda, hubiera impulsado un proyecto político hecho y derecho, un proyecto tendente a solucionar los bullentes conflictos de la región, en especial el palestino-israelí. O un panorama, por ejemplo, en el que la Administración Bush hubiera tendido alianzas con las sociedades civiles musulmanas contrarias a confiar exclusivamente en regímenes locales corruptos y opresores… O, por qué no, cabría igualmente pensar en un plan Marshall en cooperación con los aliados europeos y asiáticos a fin de ayudar a reavivar las estancadas economías de Oriente Medio. Piénsese por un instante en la posibilidad de que la política exterior estadounidense hubiera tenido realmente esta visión, convenciendo a la sociedad estadounidense de la necesidad de destinar 400 millardos de dólares (lo que la Administración Bush ha empleado hasta ahora en la guerra de Iraq) para reconstruir las instituciones y sociedades civiles del mundo musulmán y ayudar a restañar sus heridas históricas. Piénsese igualmente por un momento en la eventualidad de que la Administración Bush hubiera aplicado puntos de vista sinceramente democráticos – en lugar de armas y bombas- para persuadir (si es menester mediante el palo y la zanahoria) a los dictadores musulmanes de la necesidad de abrir y reformar sus sistemas políticos integrando a sus clase sociales en ascenso. La retórica de la democracia se reduce prácticamente a humo si no se traduce en acciones concretas, entre ellas la instauración y el refuerzo de las instituciones, la creación de una base productiva, la reducción de las enormes desigualdades socioeconómicas existentes y el intento de solucionar los enconados conflictos regionales mostrando un compromiso a fondo con los derechos humanos y el imperio de la ley. Sin embargo, aunque un enfoque político habría sido mucho más eficaz para combatir el extremismo, el binladenismo y el yihadismo,ello tampoco significa que el terrorismo habría desaparecido; simplemente se habría reducido a un fenómeno restringido a sus propios términos. En este sentido, la ampliación e intensificación de la llamada guerra contra el terrorismo ha producido efectos opuestos a los pretendidos. Ha radicalizado la opinión pública musulmana y suministrado munición ideológica a los militantes. En particular, la invasión y ocupación de Iraq liderada por los estadounidenses y las posteriores violaciones de los derechos humanos han propiciado la aparición de una nueva generación de radicales que están buscando formas de unirse a la caravana de la yihad contra Estados Unidos.En el curso de mis viajes, he conocido adolescentes musulmanes – algunos de sólo 14 años, que no tenían ningún historial anterior islamista o yihadista que intentaban desesperadamente reunir una exigua cantidad de dinero para tomar un autobús o un vuelo a la frontera sirio-iraquí a fin de sumarse a la lucha contra los estadounidenses y sus aliados.
Los ecos de la guerra de Iraq se oyen y sufren también en las calles árabes y europeas. No me sorprendería que alcanzaran las orillas estadounidenses si Iraq se fractura aún más y se sume en una guerra civil generalizada. Se consolida paulatinamente un consenso en el seno de los servicios de inteligencia europeos y estadounidenses – como también entre los expertos independientes- en el sentido de que la guerra de Iraq está influyendo sobre la yihad global del modo en que la guerra afgana lo hizo en los años ochenta y noventa. De hecho, y si no fuera por razones de orden logístico, el flujo de jóvenes musulmanes en dirección a Iraq superaría el de la guerra de Afganistán.
De manera trágica, la guerra de Iraq ha dado lugar a una nueva generación de militantes que utiliza el terrorismo por sistema – y no como instrumento excepcional- y que ha dominado la herramienta de internet como palanca de reclutamiento para glorificar el martirio. Un número creciente de jóvenes se siente profundamente afectado por lo que considera una agresión exterior contra su religión.
En consecuencia, la Administración Bush, en lugar de lograr contrarrestar el extremismo con iniciativas políticas creativas, ha confiado excesivamente en el militarismo, decisión que puede haber causado daños irreparables no sólo a la estrategia global estadounidense sino también a la paz y la seguridad internacionales, ahondando así las fisuras que ya zarandeaban la región.
Por Fawaz A. Gerges, profesor visitante de la Universidad Americana de El Cairo.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA)