El mundo vive su mayor crisis económica desde la Gran Depresión. En su génesis fue una crisis financiera, que tuvo como epicentro a Wall Street y como factor detonante a la explosión de la burbuja de las hipotecas basura en Estados Unidos. El efecto multiplicador de lo financiero se expandió por doquier, alimentado por pánicos […]
El mundo vive su mayor crisis económica desde la Gran Depresión. En su génesis fue una crisis financiera, que tuvo como epicentro a Wall Street y como factor detonante a la explosión de la burbuja de las hipotecas basura en Estados Unidos. El efecto multiplicador de lo financiero se expandió por doquier, alimentado por pánicos y sustentado por vulnerabilidades, excesos y fraudes. Sin embargo, detrás de los factores puntuales existía un modelo económico que posibilitó lo anterior. Más allá de tratarse de una crisis del capitalismo, esta fue la resultante del tipo particular de capitalismo que se impuso globalmente tras la caída del Muro de Berlín.
La caída del Muro de Berlín representó el triunfo del capitalismo sobre el comunismo. Este capitalismo planteaba tantas variables como aspiraciones válidas a presentarse como la mejor expresión del mismo. Entre tales variables podían citarse a la anglosajona, a las múltiples vertientes de la Europa continental (renana, alpina, francesa, etc.) y a la asiática, que tanto éxito encontró en Japón y en el Sudeste de ese continente.
La diferencia fundamental entre la variable anglosajona y las demás citadas era clara. Mientras estas últimas enfatizaban el consenso, la estabilidad laboral y las redes de sustentación social, la primera resultaba mucho más agresiva en su naturaleza. Con una visión de corto plazo en materia de ganancias, menores garantías en el área la de seguridad laboral, una actitud mucho más flexible en cuanto a las condiciones de empleo y un culto por la desregulación, la versión anglosajona enfatizaba el lucro dentro del cabal respeto a las leyes del mercado.
Pronto se hizo evidente que la vertiente anglosajona no tenía rivales. El modelo asiático colapsó como opción válida, luego de la prolongada crisis sufrida por el Japón desde finales de los ochenta y del cataclismo que golpeó a las economías del Sudeste asiático en 1997. Al mismo tiempo, las economías continentales de Europa se evidenciaron incapaces para mantener el paso definido por la economía de mercado anglosajona.
Desde luego, cuando hablamos del modelo anglosajón nos referimos básicamente al norteamericano. Ello no significa minusvalorar la paternidad británica del modelo en tiempos de Adam Smith, ni el hecho de que sus primeros signos de resurrección se hubiesen producido en la Gran Bretaña de Thatcher. Tampoco implica menospreciar la predilección por la economía de mercado en otros países anglosajones como Australia o Nueva Zelanda. Sin embargo, lo fundamental del neoliberalismo que se difundió por el mundo a partir de la década de los ochenta estuvo sustentado en elementos idiosincrásicos y culturales propios de Estados Unidos. Fue el extraordinario dinamismo de esa economía el que permitió que su modelo fuese el encargado de llevar sobre sus hombros al proceso de globalización económica.
La esencia propiamente norteamericana del modelo tiene que ver con una particular amalgama entre darwinismo social y calvinismo. De acuerdo al primero, la sociedad humana, al igual que la naturaleza, responde a un proceso de selección dentro del cual sólo el más apto sobrevive. Las víctimas son la resultante natural de una dinámica competitiva, frente a la cual no debe producirse interferencia externa. De acuerdo al calvinismo, por su parte, la condena o la salvación eternas vienen predeterminadas antes del nacimiento de la persona. No obstante, el éxito o el fracaso en la vida serán indicativos de si la persona está destinada a salvarse o a condenarse. De aquí que la riqueza sea vista como la manifestación de un propósito divino y de que todo esfuerzo externo por apoyar a los menos favorecidos resulte una interferencia a ese propósito. No olvidemos que el darwinismo social se arraigó en Estados Unidos con una fuerza que no conoció en ninguna de sus contrapartes del mundo anglosajón, mientras que la cuna de la democracia norteamericana fue la Iglesia calvinista, como bien lo recordaba Bernard-Henry Levy en su obra American Vertigo. Fue en esa Iglesia donde sus primeros colonos definieron los trazos fundacionales de un modelo societario que aún pervive: el individualismo en tanto expresión de la «comunicación directa» con Dios, la libertad de conciencia como resultado de la práctica de leer las escrituras sin intermediación, etc.
Marianne Debouzy describe esta amalgama en los siguientes términos: «Las dos doctrinas, el puritanismo y el darwinismo, se unieron para brindar justificación a la riqueza, la cual pasa a presentarse como resultado simultáneo de la escogencia divina y de la selección natural» (Le Capitalisme ‘Sauvage’ aux Etats-Unis, Paris, Editions du Senil, 1972, p. 144). Lo característico del capitalismo en su versión norteamericana es, precisamente, el aceptar éxito y fracaso como expresiones de una lucha por la supervivencia que se inserta dentro de un propósito divino. No en balde el planteamiento de Joseph Stiglitz: «Bajo esta perspectiva, la redistribución del ingreso no sólo sustrae incentivos para el trabajo y el ahorro sino que resulta inmoral, pues priva a los individuos de la recompensa que merecen» (Making Globalization Work, London,Allen Lane, 2006, p. xvii).
Al actuar como correa de transmisión de la globalización económica, el modelo estadounidense se impuso por doquier. Ello dio lugar al proceso de transculturización más ambicioso y acabado que recuerde la historia. Culturas por entero ajenas a la angustia existencial por el lucro, al carácter depredador de la competencia o a la pasividad del Estado frente a libre juego de las fuerzas económicas se vieron subsumidas bajo esta visión del mundo. No en balde la facilidad con la que una crisis financiera de Wall Street se transformó en una crisis económica global.
Aún hoy, mientras Obama hace inmensos esfuerzos por sacar a la economía de su país del foso, los republicanos, portavoces del modelo fracasado, se oponen a la interferencia por parte del Estado.
Alfredo Toro Hardy es Embajador de Venezuela en España