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Entre la razón y la perplejidad

Fuentes: Alai-amlatina

Puedo entender la reacción de lectores rebelándose contra aquellos que demostraron indignación al ver, en un periódico carioca, la foto de policías militares pateando el rostro de delincuentes acostados y esposados. Puedo entender, sí, que haya quien cree que el delincuente bueno es delincuente muerto, pues forma parte de ese sector de la sociedad que […]

Puedo entender la reacción de lectores rebelándose contra aquellos que demostraron indignación al ver, en un periódico carioca, la foto de policías militares pateando el rostro de delincuentes acostados y esposados. Puedo entender, sí, que haya quien cree que el delincuente bueno es delincuente muerto, pues forma parte de ese sector de la sociedad que prefiere a la empleada doméstica fuera del ascensor social; al negro por la puerta de atrás; y que desconfía de todo judío por falso y de todo musulmán por terrorista en potencia.

Mi perplejidad es cuando veo a esas mismas personas ­que, con certeza, no son negras, ni pobres­ ir al culto el fin de semana, comulgar en la misa, encender velas al santo y profesar el nombre de Dios.

Puedo entender que el gobierno Bush juzgue a los 34 países representados en la OEA encabezados por un bando de ignorantes e incapaces, y se proponga policializar la vigencia de la democracia en cada una de las naciones de América Latina. Al final, la arrogancia de Casa Blanca le impide reconocerse como la raposa dispuesta a apoderarse del gallinero.

Mi perplejidad es constatar que de Casa Blanca partió de la iniciativa de subvertir los regímenes democráticos del continente y, en las décadas de 1960 y 1970, implantar dictaduras militares en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia y Perú. Miles de jóvenes fueron exiliados, presos, torturados, muertos, suicidados y desaparecidos. Cualquier manifestación de rescate de la democracia era severamente reprimida como subversión y terrorismo.

Puedo entender que haya en la política brasileña tantos corruptos; cohechos en licitaciones y contratos; nepotismo; desvío de presupuesto; caja dos; subfacturación; propinas y asalariados. A fin de cuentas, hasta ahora no ha habido reforma política y es inútil esperar que Alí Babá haga una limpieza general en la cueva de los cuarenta ladrones o que «300 picaros» dejen de perforar el pozo del dinero fácil.

Mi perplejidad es ver que políticos del PT, ­el único partido que ha desfilado en nuestro escenario político irguiendo la bandera de la ética­, teman a la Comisión Parlamentaria de Indagaciones, investigaciones, transparencias. El remedio es peor que la enfermedad cuando se atribuye los intentos de esclarecer los hechos al esfuerzo de la oposición de desestabilizar el gobierno. Al resistir en el desierto a las propuestas del Diablo, Jesús demostró que todo el poder del mundo no vale una pizca de prevaricación.

Así como el desarrollo social debe, en principio, preceder el crecimiento de los índices económicos, también la ética debe regir la política y orientar la economía. Cuando se invierte el orden de esos principios se entra en un atolladero. Sobre todo al someter el juego político a los intereses económicos y, en nombre de la robustez de las arcas públicas y privadas, poner la ética de lado.

Puedo entender que haya delincuentes en todas las capas sociales: empresarios que no pagan al fisco y sobornan fiscales; padres pedófilos; drogodependientes que sostienen el narcotráfico; amas de casa que gastan en una hora de salón de belleza lo que no pagan por un mes de trabajo a la cocinera.

Mi perplejidad es oír a personas con alto grado de instrucción, aparentemente cultas e inteligentes, justificar que el mundo es asimismo, que nunca va a cambiar, que la desigualdad social es «inevitable», que el capitalismo es eterno, que la soberanía del mercado es absoluta. Como si doscientos años de historia humana anularan todos los cambios ocurridos en el pasado y paralizaran el movimiento rumbo a un futuro mejor. Incluso porque la economía de libre mercado fracasó para las dos terceras partes de la población mundial que, según la ONU, viven por debajo de la línea de la pobreza. O sea, cerca de 4 mil millones de personas.

Cabe en mi entendimiento ver al sistema producir más y más, y cómo el poder de adquirir productos superfluos está restringido a una pequeña parte de la población; la poderosa máquina publicitaria busca imponernos modismos, marcas, simulacros de felicidad perpetua y elixires de eterna juventud.

Mi perplejidad es ver personas que tiran por la ventana del tiempo las dos terceras partes de vida que les quedan (pues una tercera parte la pasamos durmiendo), hipnotizadas largas horas delante de la TV avivando la envidia que las consume, devorando revistas que revelan supuestas intimidades de ricos y famosos, nutriendo el corazón y la lengua de amarguras e intrigas. Mejor provecho sacarían de la lectura de los clásicos, de películas históricas, de investigaciones en la Internet, de la alegría del encuentro con amigos, del perenne aprendizaje del silencio interior, de la plegaria sin palabras e imágenes, de la soledad llena de plenitud.

Puedo entender a quién no me entiende y me juzga obtuso y equivocado, y sin ninguna perplejidad, pues desde que cayó la torre de Babel acepto como un hecho incontestable que todo punto de vista es sólo la vista a partir de un punto.

(Traducción ALAI).